Duelo por un parto perdido
Por Candy Tejera
Estoy leyendo “Las Voces Olvidadas”, estupendo libro, escrito con una sensibilidad exquisita y que todos deberíamos leer en algún momento -hayamos o no perdido un bebé durante la gestación- y me está sorprendiendo sentirme tan identificada con todo lo que se cuenta, sobre todo porque yo no he pasado por ese trance de perder a un bebé de poquito tiempo. Yo lo que perdí fue mi primer parto, porque me lo robaron.
No pude dar a luz a mi hijo, sino que lo extrajeron de mi cuerpo, y la sensación de pérdida, salvando todas las distancias, es bastante similar. Y atravesé un duelo o eso es lo que creo. En el libro se dice que las fases del duelo son estas: shock, negación, ira, negociación, tristeza y aceptación. Pueden no darse todas, o darse con mayor intensidad unas que otras, durar más o menos tiempo, pero todas son fases normales y es necesario recorrerlas para superar de alguna manera esa experiencia, y seguir adelante con nuestras vidas de una manera sana y feliz. En mi caso, la Asociación El Parto es Nuestro y todas las personas que la forman, me ayudaron enormemente a transitar este camino.
Echando la vista atrás puedo recordar haber estado en estado de shock, pero no durante unos minutos u horas, sino durante mucho tiempo. Un shock sordo, ciego y mudo. Yo estaba, pero era como si no estuviera. Me ocupaba de mi bebé mecánicamente pero no mostraba ningún tipo de satisfacción por hacerlo, ni por tenerle junto a mí. Supongo que esto se debía en parte a que “no sabía que me había pasado”. Nadie, ni siquiera yo misma, sabía nombrar qué era lo que me pasaba, y no se puede reaccionar cuando no se sabe ante qué hay que reaccionar.
Cuando por fin, supe por qué me sentía así, sentí mucha ira. Ira hacia el sistema sanitario que no funciona como debería, hacia mí misma por no haberme informado lo suficiente y haberlo evitado, y sobre todo ante mi entorno, que no validaba mis sentimientos y no me apoyaba en mi dolor. Creo que sufrí más por la incomprensión que encontré entre mis “seres queridos”, que supuestamente debían apoyarme, que por el hecho en sí de haber tenido un parto desastroso y haberle dado un nacimiento pésimo a mi primer hijo. En el libro pone: “Puede ocurrir que al duelo del hijo perdido se una el duelo por aquellas personas cercanas que no han sido capaces de conectar con los dolientes, inmersos en su propia incapacidad de vivir el dolor y en la negación del mismo.” “A veces, además de a un hijo se pierde a un padre”. Esto es justo lo que me pasó a mí.
A la pena que te invade ser consciente de lo que perdiste, de lo que no fue y nunca podrá ser, porque a cada hijo solo se le pare una vez, se une además un sentimiento de culpa. Culpa por sentirte mal: “¿De qué te quejas?, ¡si estás viva y tienes un bebé precioso!”, y culpa por incomodar a los demás con tu sufrimiento, que quieren verte feliz y radiante como lo estabas antes de parir. Pero es que una ya no es la de antes, ni volverá a serlo nunca; lo que pasó te marca y en mi caso me ayudó a crecer, a madurar, y en ese proceso de maduración eliminé cosas de mi vida, que “mi despertar” me ayudó a ver que no eran buenas para mí.
También sentí tristeza. Tras el nacimiento de mi segundo hijo, en un parto respetado y muy diferente al de su hermano mayor, me vi a mi misma llorando constantemente. Había una idea que no conseguía quitarme de la cabeza: “ese bebé que tenía en brazos no era mi Ángel, ni nunca lo sería”. Me daba cuenta de con qué ternura cogía y acariciaba a ese segundo bebé y no podía recordar haber hecho lo mismo con el primero. ¡Era tan injusto para todos! La herida emocional de mi primer parto, a pesar de haber vivido un segundo maravilloso, o precisamente por eso, porque tenía con qué comparar, todavía existía en ese momento, aunque quiero creer que ahora escuece un poquito menos y ya lo he aceptado.
Recuerdo el primer cumpleaños de mi hijo. Era también mi “cumple-parto” y era lógico sentir esa ambivalencia: por un lado la alegría de ver crecer a tu hijo y por otro recordar la desagradable experiencia que viví durante su nacimiento. Con el paso del tiempo, mi dolor ha cedido su espacio a la celebración y ahora mi niño, su tarta y sus velas son las únicas protagonistas de ese día especial.
Sin ser consciente de ello, yo he realizado mis propios rituales para encauzar mi dolor y transitar el duelo. He guardado los calcetines rojo pasión que llevaba en el paritorio ese día y que creo que sería bueno quemar en algún momento para ayudar a cicatrizar definitivamente las heridas. En la misma caja está la pulserita que llevó mi hijo en la UCI, los diez días que estuvo allí ingresado, sus primeros diez días de vida… Un patito de peluche que le regalaron unas amigas mías y que presidió su cuna durante ese tiempo, que le acompañaba cuando a mí no se me permitía el acceso a la UCI para estar con él, y que curiosamente tenía una cicatriz, algo que a mí siempre me resultó muy simbólico… Cuando guardé esas cosas, no sabía por qué lo hacía; solo sentía que tenía que guardarlas. Quizá cuando mi hijo sea un poco mayor, le invite a abrir esa caja y a compartir conmigo todo lo que esos objetos significan para mí y para él.
Con la pérdida de un parto, nos perdemos a nosotras mismas, se pierde la inocencia, se pierde la confianza en el sistema, se pierden relaciones, y en mi caso siento que también perdí al bebé con el que había compartido nueve meses de íntima convivencia. A un mal parto, siguió una larga separación y tras la odisea hospitalaria, creo que nunca llegué a identificar a ese bebé que tenía conmigo con el mismo que había llevado en mi vientre. Tuve que aprender a querer a un bebé nuevo, un bebé distinto, pero esa es otra historia…