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6 Oct 2014
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Semana Mundial de la Lactancia Materna 2014

Comenzamos hoy nuestra particular Semana Mundial de la Lactancia Materna en este blog.

A través de los textos e imágenes que publicaremos los siguientes días pretendemos rendir homenaje a todas las madres y bebés, y a todos los padres y otras personas que nos acompañan y apoyan y ponen su parte en este camino, para facilitarnos la tarea ocupándose de otras muchas, trabajando en equipo.

Este año, independiente de las fechas de celebración de cada continente o país, el lema es “Lactancia Materna ¡Un triunfo para toda la vida!” (Título original en inglés: “Breastfeeding: a winning goal!”) y así lo celebramos. La lactancia materna, nunca como imposición, sino como un camino, como una vivencia única, distinta para cada madre y cada bebé.

Para leer más:

Aquí os dejamos, con el primer post, las reflexiones de Cheli Blasco:

Yo soy Cheli, la mamá de Lucas, Gaspar y Luna. Con mis hijos he tenido tres lactancias completamente diferentes. Nos ha ayudado a descubrir nuestra sintonía y recuperarnos de un parto intervenido, nos ha regalado intimidad y libertad, y nos ha enseñado que mi cuerpo de madre los conoce desde dentro, desde donde los pensamientos sobran, porque la leche sale de alguna válvula profunda y misteriosa del corazón.

De mi cuerpo que aprende

Cas nació en el Montepríncipe. Yo, como buena niñita obediente, me callé, pujé cuando me dijeron, y esperé a que viniera la enfermera a enseñarme a dar de mamar, porque eso me había dicho. ¿Y quién era yo para sentir distinto? Lucas, ni bien lo dejaron de protocolear en el paritorio y se dignaron a dármelo, envuelto en una rígida tela verde, empezó a buscar el pecho. Pero yo estaba tumbada, en una camilla en el medio del pasillo, y no quería que me retaran por sacar teta en un lugar tan pulcro. ¿Y si encima lo hacía mal?

Cuando vino la enfermera me manoseó un poco, movió la cabeza de Lucas como si no fuera parte de un cuerpo, me dijo que necesitaba pezoneras y se fue. Por suerte, lo único que necesitaba Cas era acceso. Él solito supo hacer todo el resto.

Por más suerte aún, en la clase de preparación al parto nos habían explicado que después de cada toma había que lavar los pezones, secar con gasita y ponernos Purelan. Con lo cual, cada toma requería un sinfín de trámites destinados a nada. Pero, nuevamente, Lucas, en su infinita sabiduría, persistió. Me disculpó esas pequeñas pavadas, al igual que cuando quería pecho de noche y yo prendía la luz, me sentaba en la cama, le cambiaba el pañal, le daba del otro lado, le quitaba los gases y lo dejaba en su cunita. Estaba al lado de nuestra cama, pero me dolía dejarlo como si estuviera en otro hemisferio.

Poco a poco Cas nos fue mostrando que dar el pecho tumbada, dormida y abrazados es tan lindo... que en la camita los tres estamos tan calentitos. De a poco, fuimos aprendiendo a escucharlo.

Al año vino el destete. Una amiga mía tenía a su madre de visita: «Ya te toca destetarlo, ¿no? Mi hija le dio hasta el año, y Lucas ya tiene casi un añito, ¿no, nena?» (y a mí qué carajo me importa lo que hizo tu hija!?). Pero igual, ante el mandato social, destetamos. Fue un proceso que llevó meses, lento y con amor, y la verdad, yo quería sentarme solita en la terraza de nuestro piso, fumarme un cigarrillo, tomar una cerveza y vivir la vida loca. Era una libertad ansiosa, pero la necesité.

Cuando nació Gaspichus, se encontró con una mamá y un papá más formaditos. Me hice experta teteadora: le he dado pecho en el fular mientras jugaba al fútbol con Lucas, en esos primeros meses cuando tener dos hijos era un reto de supervivencia diario. Le he dado pecho metidito en la Ergo, en la aerosilla, subiendo a la nieve para que Lucas y su papá se tiraran de culopatín. Gaspichus hablaba por teléfono con su abuela, mientras tomaba pecho. Un chorrito de leche cura basuritas en el ojo y rodillas raspadas. Cuando Lucas se golpeó el labio, al probar la leche le pareció tan dulce que quería más. Ya no tenía reflejo de succión (tenía 4 años y no tomaba desde el año, ¡pero me dio una penita comprobarlo!), pero se trajo un vaso. Y otro para el hermano. Apretaban y sacaban un buen chorro, y a carcajadas se lo tomaban de sus vasitos. «Gaspichus, ¿te sirvo?», dijo Cas, como si yo fuera un barril de leche.

Cuando Gaspar tenía un año yo quise ser madre donante para el Banco de Leche del 12 de Octubre. Tengo alguna tara psicológica, porque mi leche fluye dulce y perfectamente en la boca de mis hijos. Pero en cuanto acerco un extractor o un recipiente recolector, el caudal se corta. Siempre fue así. Pero tenía tantas ganas de poder donar, me parecía una situación tan privilegiada poder ayudar a bebitos luchadores por la vida, que me empeciné en donar. Lo que lograba extraer era mínimo. Pero en el 12 siempre lo recibían con tanta alegría, asegurándome que por poco que fuera hacía mucho bien… Fue así como me destrocé los pezones. Lo cual culminó en infección. Para ese entonces estaba en la formación de doulas, y charlando con una compi, me mandó al veterinario. Después de idas y venidas y cultivos y tinturas y polvitos, con tiempo y paciencia, se fue mi infección. Qué buena que es la información.

Cuando Gaspar tenía 2 años para 3 quedé embarazada de Lunita. Para este entonces, Gaspar ya tomaba muy poco pecho, pero con el embarazo lo primero que hizo fue empezar a tomar mucho, mucho, mucho. Durante el primer tiempito. Al rato cambió, y volvió a tomar muy poco. Eso, sumado al cambio hormonal de mi embarazo, fue haciendo que tuviera menos leche. Llegó un momento que solo tenía un poquito de leche en su teta preferida (que no había sido la misma que la preferida de su hermano. Y que, por cierto, era de la que había decidido que tomaría él, en un gran gesto de generosidad, para dejarle la otra a su hermanita). Hasta que un día caí en la cuenta que Gaspar no había mamado como en una semana. Así terminó nuestra lactancia, sin aviso, y me dio penita. Igual, pensaba yo, cuando la vea a Lunita él va a volver a querer. Y me inundó de amor pensar en mis chiquitos lactando de la mano.

En la semana 12 del embarazo supimos que Luna tenía síndrome de Turner. En la semana 17 nos enteramos de que ese síndrome, en su caso, iba de la mano de un desarrollo anatómico completamente incompatible con la vida. Elegimos estar con Lunita viviendo dentro de mí por todo el tiempo que ella me necesitara. Nació en la semana 26 más 5.

En un momento empecé a pensar en la producción de leche que yo tendría tras el parto. Pechos llenos, brazos vacíos. Se me ocurrió que esta leche, este regalo que Luna dejaría en mi cuerpo, podría ayudar a otros pequeños bebitos que estaban dando todo por vivir. Emocionada por lo que llegaría a hacer mi hija, llamé al Banco de Leche. Desde hace relativamente poco tienen la política de sí aceptar leche donada de bebés muertos. Sin embargo, no les parecía muy práctico que yo donara, «porque para lo que te vas a sacar...», «igual te darán la pastillita...». Pensé en sacarme leche de todas formas para hacer donación privada, pero la verdad es que quedé desanimada con el tema. Entonces, planeé que cuando Luna naciera iba a ir sacándome la mínima cantidad de leche para prevenir una mastitis y así ir dejando que se me fuera sola. Pensar en mis pechos llenos me daba una profunda tristeza. Aunque también lo sentía como un último regalo, una última conexión de nuestros cuerpos, el mío y el de Luna.

El nacimiento de Luna fue precioso. Ella había ya muerto. Fue un parto íntegramente respetado y fisiológico. Y nunca me bajó la leche. Mi cuerpo supo ponerse de parto cuando murió Luna. Igual habrá sabido que como Lunita había muerto no había necesidad de producir leche.

No me dio pena no tener leche. Al contrario, quedé maravillada ante la perfección de mi cuerpo, que fue guiado en todo momento por el de Luna.

Este cuerpo de madre fue aprendiendo, porque de a poco me fui dejando guiar por mis hijos. Cuando la primavera traiga a nuestro cuarto hijo, espero con alegría y entusiasmo resumir la historia de nuestras lactancias felices.