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Parto vaginal después de cesárea, parto en casa. Parto de E.F.

Mi primer hijo nació por cesárea. Lo tuve en una clínica privada que escogí principalmente porque estaba cerca de mi casa y tendría habitación individual para mí sola. Pese a los múltiples indicios que me fue dando mi ginecóloga acerca de su tendencia a medicalizar los partos y a recurrir a la cesárea a la mínima oportunidad, nunca me planteé buscar otra alternativa para parir y siempre creí que, al ser médico, ella buscaría lo mejor para mí y para mi bebé. Así que no reaccioné cuando, al preguntarle sobre la posibilidad de evitar la episiotomía, se rió de mí y me dijo que siendo primeriza contara con el corte. Más adelante, al pasarme unos días de la fecha prevista de parto, me aconsejó ir directamente a cesárea, ya que la inducción seria “sufrir por sufrir” y que, como yo era “estrecha”, seguramente acabaría en cesárea de todos modos. Al insistir en un intento de parto vaginal, me aseguró que la única diferencia entre una cesárea y un parto vaginal era que con una no me podría reír, y con el otro no me podría sentar.

La noche antes de la inducción me puse de parto, llamé a la comadrona y me dirigí al hospital. Allí me pusieron un enema y, tras dejarme unas horas dilatando en la habitación, me bajaron al paritorio. Me tumbaron, me rasuraron completamente, me monitorizaron, me rompieron la bolsa, me pusieron una vía intravenosa y me administraron oxitocina, me pusieron la epidural y lo último que me hicieron fue la maniobra de Kristeller. Tras un par de horas de frío, miedo y soledad, empecé a sangrar y me practicaron una cesárea por sospecha de desprendimiento parcial de placenta, con anestesia general porque la epidural no había hecho efecto. No tengo recuerdos del nacimiento de mi hijo ya que estaba anestesiada, y del trabajo de parto sólo recuerdo la sensación de estar totalmente inmovilizada en aquella camilla, no sentir mi cuerpo y pasar mucho frío bajo aquellas luces tan intensas, rodeada de material quirúrgico y sin el apoyo de nadie (mi marido se mareó y lo hicieron salir, y la comadrona sólo pasaba para dar un vistazo al monitor o hacerme algún tacto).

En un principio pensé que habían salvado mi vida, pero con los meses empecé a preguntarme si realmente lo que me había pasado podía haberse evitado, si la administración de oxitocina o la maniobra de Kristeller podrían haber tenido algo que ver con mi desprendimiento de placenta. Pedí el historial y tras insistir mucho finalmente lo conseguí pero, entre otros datos, no figuraba la dosis de oxitocina administrada. Nunca sabré si mi desprendimiento de placenta fue inevitable o provocado. Pero lo que sí tuve claro enseguida fue que no volvería a prestarme a una experiencia tan traumática ya que aunque mi parto hubiera acabado de forma vaginal, en absoluto podría haberse calificado como un buen parto.

Pasé meses buceando en la lista de apoyocesáreas, conociendo a otras madres que habían sufrido cesáreas y partos traumáticos, indignándome al leer las recomendaciones de la OMS para la atención del parto normal y comparándolas con lo que me habían hecho a mí - y a tantas otras mujeres - en la clínica. Sentí que me habían robado mi parto, y que le habían robado el nacimiento a mi hijo. Sentí que habían puesto en riesgo nuestras vidas simplemente porque tenían prisa para irse a comer y había que acelerar mi parto como fuera. Lloré mucho y saqué fuera toda la rabia, y luego empecé a buscar algo mejor.

Cuando volví a quedarme embarazada ya había decidido tener a mi siguiente hijo en casa, e incluso había convencido a mi marido para ello, cosa que meses atrás me habría parecido imposible. Preparé un plan de parto para el hospital y lo presenté, por si necesitaba acudir a un centro médico, pero finalmente no necesité hacer uso de él.

El lunes 17 de enero salía de cuentas y tenía que ir a hacerme la visita de control, en la que me habían programado una amnioscopia a la que pensaba negarme. La noche anterior la pasé con contracciones suaves y regulares, pero al llegar la mañana, las contracciones cesaron. De todos modos, no fui a la visita porque me dio miedo que me monitorizaran y vieran que estaba de parto, o que me insistieran en la amnioscopia... la verdad, no estaba yo para discutir mucho ni para dar paseos por la ciudad. Así que me quedé en casa bordándole un babero a Adrià

Por la tarde, vino Inma - la comadrona - a casa. Estuvo viendo la posición del bebé, escuchando su corazón y viendo que todo estaba perfecto. Poco rato después de marcharse me volvieron las contracciones, muy flojitas pero regulares. A las 10 de la noche decidí llamarla porque ya las tenía cada 8 minutos. Llamé también a mis padres para que vinieran a buscar a Marc. Estuvimos dudando si dejarlo durmiendo en casa o que se fuera con los abuelos. Yo estaba preocupada porque no creía poder concentrarme en el parto con Marc en casa, pero él nunca había dormido fuera y no sabía si lo pasaría mal quedándose con los abuelos. Se fue conforme pero un poco extrañado. Llamé también a mi doula - Rosa - para que estuviera preparada.

Joan y yo preparamos nuestro nido, pusimos música en la habitación, encendimos velas y nos quedamos allí solos y tranquilos. Las contracciones no dolían demasiado, venían regulares y yo me sentía feliz. Pasadas las 3 de la madrugada las contracciones ya me venían cada 5 minutos, y llamé a la comadrona. Cuando llegó me hizo un tacto y ya estaba de 5 cm. Esto me puso muy contenta porque temía que me dijera que el parto no había ni empezado. ¡Pero sí! Estaba de parto, y había llegado a la mitad sin apenas enterarme. En ese momento - inocente de mí - pensé que iba a ir todo muy rápido. A las cuatro y media llegó mi doula, con su hija de casi tres meses y su marido.

Llegó la mañana sin novedades, y pasó todo el día sin que la cosa avanzara mucho más. A veces me paraban las contracciones, con cualquier interrupción: una llamada de teléfono, un ruido fuerte, un cambio de habitación... Desayunamos, comimos, estuve también en la piscina de partos en un momento que parecía que quizá la cosa avanzaba (y me paró todavía más las contracciones, de lo relajante que resultó). Poco a poco el desánimo iba calando, todos intentábamos parecer optimistas pero no lo conseguíamos.

Las contracciones no estaban siendo muy duras para mí, pero llevaba ya dos noches sin dormir, y empezaba a estar agotada e impaciente. Cuando llevábamos casi un día completo en trabajo de parto, Inma me propuso hacer otro tacto. La idea era no hacer ninguno más, pero accedí porque necesitaba saber cómo iba todo... y sólo estaba de 7 cm!!!!! Entonces me derrumbé, creo que fue entonces cuando me puse a llorar pensando qué estaba haciendo mal, y por qué después de casi un día entero con contracciones, no había avanzado más que 2 cm... qué problema había? Sería físico? Sería psicológico? Se decidió que lo mejor seria que todo el mundo - menos Joan, claro - se fuera y nos dejara tranquilos esa noche. Inma vive muy cerca de mi casa, o sea que si había cualquier problema en 10 minutos podía llegar. Sin embargo, pocas horas después Joan decidió que prefería que viniera a dormir a casa. Estaríamos solos igualmente, pero con Inma durmiendo en la habitación de Marc por si surgía cualquier problema.

Rosa, mi doula, se fue con su marido y su niña, ellos también estaban agotados. Llevaba un montón de horas en casa, sin dormir, pendiente de todo, ayudando a Inma, a la vez cuidando a su bebé (que se portó como un angelito hasta el final) y sufriendo por su hija mayor, a la que llevaba tantas horas sin ver. Creo que quedaron en volver, pero realmente no sé lo que hablaron entre ellos, yo estaba tan triste que me parece que apenas me despedí.

Me fui a dormir pensando que ya no me importaban las contracciones, que intentaría dormir e ignorarlas, como si no hubiera estado todo un día de parto. Pensaba en lo último que me había dicho Inma, que durmiera y me olvidara de todo. No pude dormir, sólo quedarme adormecida entre contracción y contracción... pensando que mi cerebro “racional” era demasiado fuerte, que no me había dejado ir, que estaba demasiado pendiente de controlarlo todo y que jamás llegaría a pasar a ese estado de conciencia alterado que me habían dicho que experimentan las mujeres durante el parto. Me sentía culpable y fracasada, y sin saber qué hacer... o sea que decidí no hacer nada.

De madrugada me entraron ganas de evacuar los intestinos, me encerré en el baño y estuve allí mucho rato (perdí la noción del tiempo). Yo iba a lo mío, pero me iban viniendo contracciones, y yo ya no sabía “qué” estaba apretando. Al cabo de un rato me entraron ganas de gritar, llamé a Joan, Inma también se despertó, y llamó a Eva (una amiga, otra doula) por teléfono. Supongo que pensaron que Rosa estaría demasiado agotada, yo ya no estaba controlando demasiado la situación. Me alegré de sentirme “descontrolada” y desconectada de lo que pasaba a mi alrededor, me pareció buena señal.

Estuve un buen rato colgada de Joan y de Inma, de pie en el pasillo, empujando sin poder evitarlo con cada contracción. Gritaba con voz grave, pero muy fuerte, no se exactamente qué ruidos emitía, sólo se que en un momento me pasó por la cabeza esta escena: “Ding dong, somos de la urbana... Venimos porque un vecino nos ha dicho que se está maltratando a una mujer en este piso”. ¡Y lo bueno es que me dio exactamente igual! Empecé a notar cómo bajaba la cabeza, aunque en algunos ratos me parecía que se estancaba un poco. Pensé también que Eva no llegaba, y que después de todo no habría nadie a parte de Inma y Joan.

Eva llegó casi en el último momento, la ví entrar a toda prisa, casi tirar el bolso e irse a lavar las manos corriendo. Entonces me apoyé también en ella, y colgada entre Joan y Eva, seguí aguantando las contracciones y empujando a Adrià, aunque sin acabar de creerme que fuera a nacer, que pudiera llegar a salir por allí... Estaba muy cansada, me dolían los brazos, las piernas no me aguantaban. Inma me propuso ponerme a cuatro patas, apoyándome en el borde de la cama, estuve un rato así pero me dolía mucho la espalda. Entonces me trajeron la silla de partos. Yo ya la había usando en algún momento antes, aunque a decir verdad ya no recuerdo ni cuando ni cómo!

Adrià salía!!!!! Se creó un momento de pánico y confusión, la silla quedó en medio de la puerta, yo me senté porque ya no podía aguantar más, y los tres (Joan, Eva e Inma) quedaron delante mío, sin poder pasar. Nadie estaba detrás de mí para aguantarme, pero yo ni siquiera me di cuenta, ni necesite ningún apoyo. Apreté, apreté demasiado... Inma me decía respira, respira, ya no aprietes. Me habían estado poniendo paños calientes, pero la zona estaba demasiado tensa. Yo no empujaba más, pero la cabeza de Adrià siguió resbalando fuera. Cuando ya habían salido los hombros, Inma le dijo a Joan que lo sacara él. Y Joan, el que me había advertido que no contara para nada con él, que me había amenazado mil veces con desmayarse, estaba allí, viéndolo todo, y cogiendo a nuestro hijo con sus manos, sacándolo de mi, y dándomelo para que yo lo abrazara. Luego me contaron que llevaba el cordón - muy largo - enrollado como una bandolera y también por los pies, y que yo se lo desenrollé... pero la verdad es que no me acuerdo, ni tengo idea de cómo lo hice. Sólo se que lo note muy húmedo, y resbaladizo, y pequeño. Lloró en cuanto sacó la cabeza, y yo sólo podía abrazarlo y olerlo. Por fin sabía cual era ese olor tan especial del que había oído hablar, y que creo que nunca olvidaré.

Enseguida tras el expulsivo vi salir un chorro de sangre, y pregunté con ingenuidad si era normal. Le quitaron importancia, pero noté sus caras de preocupación, aunque no me inmuté, tan alucinada estaba con mi bebé. Me tumbaron en la cama, Inma me revisaba mientras yo tenía a Adrià en brazos. Como la hemorragia no paraba, me inyectó oxitocina y por fin paró. A los 13 minutos, el cordón había dejado de latir, y lo corté yo misma, porque en el momento Joan dijo que no quería hacerlo. Recuerdo perfectamente el tacto del cordón suave y resbaladizo, como algo vivo, que rápidamente desplazó de mi memoria la idea de un cordón momificado y reseco, la muestra que cuelga del ombligo de los bebés y que nadie lamenta perder. La placenta tardó algo más de 20 minutos en salir, aunque mi sensación fue que salía enseguida, todo pasaba muy rápido.

Al poco rato, Adrià empezó a buscar por sí mismo el pezón, desnudito encima de mi, tapado para que no perdiera calor. A la media hora de nacer ya estaba mamando. Y mientras todas estas sensaciones tan increíbles sucedían en la parte superior de mi cuerpo, abajo Inma anestesiaba y suturaba el desgarro de segundo grado que me había hecho. Ahora sé que debí haber hecho alguna terapia para aprender a relajar mi periné y que quizá no debí haber temido tanto no poder sacar al niño, y debí moderarme al empujar, aunque la verdad es que era una sensación tan poderosa e imparable que tampoco se bien cómo habría podido hacerlo. De todos modos, lo que me importaba es que Adrià estaba bien, a salvo.

Las horas y días siguientes las pasé bastante floja. Había perdido bastante sangre y la anemia era importante. Estaba tan débil que me desmayé un par de veces, para espanto de Joan. En cuanto a sentarme, más que los puntos, que no llegaron a molestarme, me hizo la vida imposible una almorrana que no me dejaba ni cambiar de posición en la cama.

Ese mismo miércoles me trajeron a mi hijo mayor, Marc pudo conocer a Adrià y lo primero que hizo, tras mirar al bebé con una mezcla de asombro y adoración, fue comprobar que mi barriga ya no estaba. Para mi el encuentro entre mis dos hijos fue el momento más emocionante de todo el proceso después del nacimiento en sí. Sentí tanto amor por mis dos hijos que comprendí en ese instante - si es que en algún momento tuve dudas - que podría quererlos a los dos por igual, que el amor no se repartía sino que se multiplicaba.

Todos me mimaron mucho, tomé muchos zumos de remolacha y frutas, Floradix y buenas comiditas. Creo que me recuperé bastante rápido dado el deplorable estado en que quedé, entre hemorragia, agotamiento y agujetas. Sin embargo quedé algo decepcionada pues esperaba estar de pie y andando como si tal cosa después del parto, tal como había visto hacer a un par de mis amigas, que también parieron en casa. Claro que ellas no perdieron apenas sangre, y no tuvieron desgarro ni almorranas, que yo sepa.

Adrià nació 4:57 de la madrugada de un miércoles de enero. Pesó 3.300 gramos y al día siguiente comprobamos que media 51 cm. Nada más nacer empezó a llorar y a respirar por sí mismo. Tenía buen color y su Apgar fue excelente. Dos días después de nacer había perdido 100 gramos. A partir de ahí empezó a recuperar peso y a ponerse muy gordito. No le pusimos colirio en los ojos, le administramos vitamina k oral en varias dosis y la sangre para la prueba del talón se la sacó Inma en casa - mientras mamaba y tras haberle preparado el pie con agua calentita.

Adrià se inició a la vida rodeado de amor y afecto, protegido de cualquier dolor innecesario. Duerme acurrucadito junto a mí, sale a la calle apoyado en mi pecho colgadito de una bandolera, mama a demanda y está tranquilo y feliz. Esto no compensa a mi primer hijo de sus nefastos inicios, pero me reconcilia con la maternidad y me da fuerzas para intentar sanar la herida que se abrió el día que a mi me robaron mi parto de primeriza y a mi niño le escamotearon su nacimiento y la bienvenida que todo bebé merece.