Parto Hospital Gregorio Marañón
Nunca imaginé que el parto de mi primer hijo saliera como fue, pero ahora, desde la distancia que da el tiempo, creo que pocas cosas cambiaría de todo el proceso.
Estaba de 38 semanas y 5 días. Era agosto y hacía calor. Mi marido y yo nos habíamos ido unos días a casa de mi suegra, en Madrid, para poder dar a luz en el Hospital Gregorio Marañón. Habíamos valorado también el 12 de Octubre, pero personalmente, siempre me decanté por el primero.
Era 16 de agosto y mientras hacía la comida, me noté la ropa interior húmeda. Demasiado húmeda. Al principio, pensé que era algo normal, dado lo avanzado de la gestación, pero como la cosa no paraba, me dio por pensar que, si bien no era una rotura de bolsa, tal vez sí que estaba perdiendo líquido.
Se lo comenté a mi marido, y por precaución, ambos decidimos ir a urgencias.
Entro en urgencias sin dolores, sin contracciones, solo con la sensación de mojar mucho la ropa, y así se lo digo a la matrona, que sonríe como diciendo: “primerizas”.
Me exploran y la matrona me dice que no parece que esté perdiendo líquido, y que tengo el cuello del útero muy largo y con 0 de dilatación. Me pone en monitores media hora y el resultado es que no estoy de parto. Aun así, dice que prefiere llamar a la ginecóloga para hacer una eco.
Cuando me hacen la eco, la gine se queda callada. Miro la pantalla, veo al bebé moviéndose normal y pregunto a la doctora que está pasando. Ella le quita importancia con un gesto y me dice: nada, pero te voy a mandar otra vez a monitores.
Ahí ya empezamos a ver que algo pasa y que, quizás, no nos van a mandar a casa como pensábamos.
Después de la segunda vez en monitores, me pasan otra vez a consulta y la misma ginecóloga me dice: tienes oligoamnios, es decir, líquido amniótico bajo. El bebé está bien, pero de esta manera el riesgo para él se incrementa. Es mejor que te hagamos una inducción de parto hoy mismo.
Me quedé shockeada. Ni se me había pasado por la cabeza que eso pudiera pasar. La sorpresa fue mayúscula, pero accedimos rápidamente, sin que nadie nos explicara nada sobre la inducción. Nadie me dijo que provocarme el parto, con 0 trabajo de parto hecho y siendo primeriza, implicaba un tiempo de dilatación muy largo. Nadie nos explicó que la inducción implica que te metan una burrada de hormonas sintéticas en el cuerpo, y que por eso mismo, el proceso de dilatación resulte más doloroso que en un parto normal. Nadie me dijo que en aquel hospital el mínimo para poner la epidural era de 3 cm de dilatación.
Nadie me explicó nada. Por eso, cuando me ingresaron y me subieron a la sala de expectantes (era la única paciente aquella noche, menos mal), tanto mi marido como yo estábamos de lo más tranquilos, avisando a amigos y familiares de que Marcos llegaría esa misma noche.
A las 9 de la noche llega un matrón y me explora. Me dice que estoy muy verde y que la cosa seguramente vaya para largo, que en las inducciones el parto se suele desencadenar entre 2 y 24 horas después de poner las postanglandinas, y que si pasadas esas 24 horas no me he puesto de parto, me meterán oxitocina durante 6 horas. Si pasado ese tiempo sigo sin parir, tendrán que hacerme cesárea.
Ingenua de mí, no le hago mucho caso. Me repito que en nada llegaré a los 10 cm y pariré como una reina.
Me meten las postanglandinas (es como un tampón que te meten en la vagina y que debe quedarse ahí hasta el parto).
Pasa una hora y nada. Me pongo a bailar en la sala de expectantes y mi marido me sigue el rollo.
A las dos horas empiezan las contracciones, apenas un ligero dolor de regla. Estoy feliz de que la cosa empiece.
Viene el matrón y me dice que empiece a contar las contracciones, y así lo hago.
Son irregulares y de baja intensidad, pero al rato la cosa se empieza a poner movida. No sé si es por la medicación, pero me entra una diarrea antológica. Según las contracciones van subiendo en intensidad, mis idas y venidas al baño también se intensifican.
Hay cambio de turno y viene otra matrona. Me explora y dice que estoy dilatada de 1 cm, cosa que me anima: llevamos 3 horas de inducción, y si ya he dilatado 1, los 10 cm se ven cerca.
Las contracciones empiezan a ser molestas y regulares. Las bromas y sonrisas con mi marido empiezan a apagarse. Llegamos a las 2 de la mañana y me tumbo en la cama para intentar dormir un poco. No han pasado ni 5 minutos cuando aparece la matrona y me dice que mejor me van a subir a planta, que los ginecólogos han estado revisando mis monitores y dicen que la cosa va para largo.
Nos suben a planta a una habitación individual. Ahí intento dormir, pero las contracciones no me dejan. Aun así, intento mantener el buen humor. Viene la matrona de planta, una chica encantadora, y me hace un tacto. Sigo de 1 cm y le digo que ya me empieza a doler la cosa. Ella se ríe y dice que todavía no, que si puedo sonreír es que todavía no ha empezado lo peor.
Deambulo por la habitación mientras Guille se echa un sueñecito. La matrona me ha dicho que para calmar el dolor me vendrá bien darme una ducha de agua caliente, así que me meto bajo el agua una vez a la hora. Al principio sí, calma; después, ya no.
A las seis de la mañana, cuando entra la matrona en la habitación, me encuentra subida a la cama a cuatro patas, agarrada al respaldo para intentar controlar el dolor. Empieza a ser inconcebible. Ella me sonríe con tristeza y me dice: sí, esa es la cara de una parturienta.
Me explora de nuevo. Sigo de 1 puñetero cm. No lo puedo creer. Con lo seguidas y dolorosas que tengo las contracciones, pensaba que ya debía de estar de 6, por lo menos. Le pido la epidural. Ella dice que hasta que no llegue a los 3 no puede ponérmela, pero me ofrece un relajante muscular que acepto enseguida. Para mi desesperación, no me quita nada de dolor, lo único que hace es atontarme.
Empiezo a desesperarme. Mi marido no puede hacer otra cosa que cogerme de la mano en lo peor de las contracciones. Habla con mi madre, que está camino del hospital, y le dice que empiezo a pasarlo mal.
Son las ocho de la mañana y me quiero morir. Se me escapan los gritos de dolor sin que pueda evitarlo.
A las 10 de la mañana se me ha ido la cabeza. Apenas noto que mi madre, que acaba de llegar, me coge de la mano y lo único que puedo hacer es pedir la epidural. Mi marido trae a la matrona, que es otra diferente de la de la noche. Le pido la epidural. Ella me hace un tacto, y para mi horror, dice que sigo dilatada de 1 cm. No puede ser, le grito, desesperada. 13 horas desde la inducción y solo he dilatado 1 puñetero cm. Le pido que me haga cesárea, directamente. Ella se niega aduciendo que la cesárea es un proceso muy difícil y que no soy quien para decidir eso.
Apenas la escucho porque la cabeza se me va. Sinceramente, no recuerdo mucho de las 2 horas posteriores, creo que tenía tal sufrimiento que empecé a delirar. Mi marido y mi madre aseguran que decía cosas raras. Yo solo recuerdo que en aquel tiempo sentí el dolor más grande que he tenido la desgracia de sufrir y que no se lo deseo ni a mi peor enemigo.
Llegan las 12. No sé cómo, pero estoy en el baño dándome una ducha. Apenas me sostengo en pie y me tengo que apoyar en la pared. Y de repente, noto algo aún más caliente que el agua corriéndome por los muslos. Entre el aturdimiento, consigo pensar que es mejor salir de la ducha, así que me seco, me pongo el camisón y me siento en la cama, mareada. Mi marido y mi madre están a mi lado, hablando entre ellos. Y de repente, pum… noto un montón de agua caliente corriéndome entre las piernas. Bajo la mirada y veo el suelo inundado.
Aturdida, acierto a decir: creo que he roto aguas.
Mi madre sale disparada al control de enfermería. Mi marido me coge de la mano y me da ánimos, ya queda menos.
Viene mi madre con la matrona y comprueba el líquido antes de explorarme. Por fin, estoy de 3 cm. Te vas a paritorio, me dice, danos 15 minutos.
Respiro, aliviada. A todo esto, llega mi suegra. Su cara de impacto al verme en mi deplorable estado es un poema.
Me tumbo en la cama a la espera de que vengan a llevarme al paritorio. Descubro, horrorizada, que romper aguas ha supuesto también una intensificación del dolor, que es aún más fuerte que antes si cabe.
Lloro y grito a la vez. Es como si algo me estuviera desgarrando las entrañas. Pasan los minutos y nadie viene a llevarme a paritorio. Mi suegra no para de ir y venir al control de enfermería suplicando que me bajen ya. En un momento dado, grito con voz rota: DÓNDE ESTÁ EL ANESTESISTA, QUE ME ARRASTRO HASTA ÉL.
Ya no sabía cómo pedir la epidural ni a quién. Lo único que me aliviaba era saber que, durante todo ese proceso, mi bebé había estado bien y estable.
45 minutos después de la última exploración, vienen a bajarme a paritorio. Me llevan en silla de ruedas junto con mi marido, y sí, yo gritando como una loca porque no podía más.
Entro a paritorio. El matrón que va a llevar mi parto me pregunta si quiero epidural, lo cual casi me saca una carcajada histérica. Le suplico que me la ponga ya.
La enfermera avisa al anestesista mientras el matrón lo prepara todo. Me hace un tacto y me dice que ya estoy de 4, que en cuanto me pongan la epidural me van a dejar descansando un rato hasta que dilate del todo.
Llega la anestesista y sacan a mi marido de la sala para poder ponerme la aguja. La anestesista, muy maja, me pone la epidural rápidamente y me dice que me tumbe y espere 10 minutos.
Mi marido vuelve a entrar y todos los demás se van. La epidural me empieza a hacer efecto, pero solo en el lado derecho del cuerpo; el izquierdo es puro fuego. Llamamos de nuevo al matrón, que solicita a la anestesista que me reajuste la epidural. Así lo hace, y esta vez, todo sale bien. La epidural para mí es gloria bendita. Un antes y un después. A partir de ahí, puedo decir que empecé a disfrutar del parto y a estar pendiente 100% del bebé.
A la hora llega de nuevo el matrón, me hace un tacto y me dice: Ya estás de 10. Hala, a parir.
Me dio unas indicaciones para pujar bien. Yo me puse en posición, y al primer empujón, ya se le vio la cabeza al niño. Vi como el matrón y mi marido se echaban hacia atrás con los ojos como platos. Mi marido soltó: PERO SI YA ESTÁ AQUÍ.
Casi se me escapa una carcajada. Empujé según me iba indicando el matrón, hasta que me detuvo y me pidió permiso para hacerme una episiotomía, ya que estaba a punto de desgarrarme. Le dejé hacerme la episiotomía, y después de eso, la cabeza del niño salió en 2 minutos. El matrón incluso me dejó tocar cómo salía. Seguí pujando, y tanto mi marido como el matrón decían que lo hacía muy bien. 10 minutos. Eso es lo que duró el expulsivo. En un momento dado, el matrón me sonrió y me dijo: ¿Quieres sacarlo tú?
Ni lo dudé. Extendí las manos y saqué yo misma a mi hijo. Hoy en día me sigo emocionando al recordar como lo levanté ante mí, llorando y riendo a la vez, antes de llevármelo al pecho para abrazarle por primera vez. Él me miró con sus ojitos, como si me reconociera, y luego se echó a llorar. Mi marido y yo tampoco podíamos dejar de llorar.
Fue un momento mágico, que hizo que valiera la pena cada contracción, cada instante de dolor. No cambiaría ese instante por nada.
Aunque duró poco. El niño nació con distrés respiratorio y tuvieron que examinarle los pediatras nada más nacer, y estos recomendaron tenerle en observación 24 horas porque emitía unas sibilancias al respirar (luego se descubrió que había tragado sangre durante el parto). En cuanto a mí, después de salir la placenta, tuve una hemorragia y tuvieron que venir los ginecólogos corriendo para poder paliarla, así que de repente eso se lleno de pediatras y ginecólogos. Mi marido y yo estábamos aterrados, claro, y aunque lo mío lo cortaron rápido, lo del niño no fue así.
No es agradable ver cómo suben a tu niño a cuidados intermedios, mientras a ti te envían a planta casi inmovilizada por la epidural. Sentía que me faltaba algo, pero hasta esa noche, cuando se me pasó el efecto de la anestesia, no me dejaron ver a mi hijo. Mi marido sí que pudo estar con él, al menos.
Sin embargo, al día siguiente ya lo subieron a la habitación conmigo y ya pude decir que era feliz. Mi bebé estaba bien, yo estaba bien, y hoy por hoy, tengo un precioso bebé de 14 meses que es la luz de mi vida.
Ahora que estoy embarazada de nuevo, puedo decir que, a pesar de la inducción, volvería a parir sin lugar a dudas en el Gregorio Marañón. El trato humano fue excepcional, sobre todo por parte de las pediatras y enfermeras de Neonatología, que fueron cariñosísimas en todo momento.
Es un lujo poder contar con profesionales así. Bravo por ellos.