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Mi parto en casa

El 30 de mayo 2017 nació mi hija Ayla Tayen, y sigo detenida en el espacio del no-tiempo, como si lo que conocía como Tiempo hubiese perdido su consistencia. Mi capacidad a comunicar mis más sutiles estados no llega a sostener ni a alcanzar la complejidad del recuerdo del parto. A penas, realmente, si logro acariciar la experiencia que es parir con la propia memoria. Es que no hay nada como parir. No hay nada más salvaje, delicioso e intenso como parir. Hemos contado la “historia” del parto varias veces a amigos íntimos, y siempre escucho, atenta, el relato contado por Sebastián, como si quisiera entender que es lo que pasó.
Al inicio, el cuento que oía me permitió encontrar un sentido: pues es parte de un proceso de supervivencia de la mente racional, la cual, al resurgir del abismo que representó el abstraerse en aquel viaje interior que me llevó mas allá de la orilla de mi realidad, necesita racionalizar aquella experiencia tan tremendamente profunda y dolorosamente exquisita.
Pero no hay sentido, y contar o relatar lo indecible, el misterio, no es más que un intento para compartirse. Com-partirse, y parir es partirse. Parir es morir. Parir es dar a luz. Parir es darse a luz.

Sebastián y yo siempre supimos que queríamos parir naturalmente en nuestra casa, rodeados por las montañas sagradas de Amatlàn de Quetzalcoatl, guiados por parteras tradicionales y contenidos por la suavidad y el calor del agua.
La noche que parí, desde el abismo pude observar sin ojos el cambio de color y de olor en el cuarto: el canal que se abre en el espacio donde está pariendo una mujer es palpable; la sacralidad se materializa y se vuelve Presencia, envolviendo las moléculas de todas las cosas. Es la comunión entre los mundos, entre la vida y la muerte. Es la manifestación de las fuerzas mas grandes que uno podría presenciar.
Yo era una loba aullando, perdida en la espiral del secreto abierto, la anatomía temblando y abriéndose al compás de la voz del misterio interno que responde a una lógica universal y sumamente perfecta. Recuerdo la guía y el cuerpo de Sebastián, su devoción envuelta en lágrimas suaves, su voz dirigiéndome con dulzura. Estuve, a lo largo de esa noche, contenida y sostenida por un hombre que también se estaba pariendo a si mismo; un ser que abrazó la apertura y se entregó a la medicina del misterio. Es hermosa la voz de un hombre que recobra absoluta humildad, deposita enteramente su confianza en la naturaleza y observa como la verdad se encarna en cada célula que crea el momento. Que importante es el espacio del hombre en la ceremonia más femenina, que importante fue ser testigo de su cambio de piel y de su nacimiento como Padre. Que hermoso fue atravesar esa ecuación nocturna acompañados por nuestras parteras, nuestra doula: magas, tejedoras, heroínas contemporáneas que llevan entre las palmas de las manos una sabiduría ancestral y saben como guiar desde el mismo silencio. Me acuerdo abrir los ojos en algún momento de lucidez repentina, y sentir con una fuerza que les deseo a todas las mujeres quienes están por entregarse a esta ceremonia la presencia sutil y amorosa de aquellas guardianas, su mirada dulce que me reafirmó que el trabajo de parto es de la mujer que pare. Es deslumbrante como entre una mujer que parió y una mujer pariendo, el entendimiento se teje de útero a útero como el más dulce secreto. Ellas no tienen miedo a ver una mujer romperse y extasiarse mientras está trayendo su hij@ a la tierra. Y por eso, no necesitan callarla ni anestesiarla. No aceleran su proceso ni lo detienen. No le hacen episiotomía. Supieron cuidar de mi viaje con gentileza, entonar una melodía silenciosa alrededor de mis gemidos y sostener mi danza interior desde el entendimiento que era el poder femenino el que se expresaba, y la madre de las madres la que se manifestaba. No fue un evento medical. Fue la naturaleza sagrada sucediendo(se) en un orden perfecto.
El dolor que la mujer puede llegar a experimentar pariendo no lastima. Me atrevería a decir que lo merecemos, y no desde un discurso moral inspirado en las raíces castigadoras del catolicismo, sino porque es un dolor que ama y que permite la apertura del cuerpo; es en realidad un dolor que abre no tan solo el cuerpo sino todas sus memorias. Es esa misma intensidad que nos permite alcanzar una realidad alterada necesaria para parir y conectar con la parte más primitiva y animal de nuestro ser.
Desde siempre las mujeres dialogamos con el dolor: La primera vez que hacemos el amor, cuando menstruamos, cuando parimos, después de parir, y puede ser incluso que lleguemos a sentir dolor amamantando o bien cuando se acerca la menopausia. Creo que más que rechazar el dolor y querer borrarlo, es preciso integrarlo como parte de nuestro camino hacía la individuación, relacionarnos con ello como con un maestro que nos conecta a nuestro poder oculto, una herramienta de trascendencia y es tan solo la intuición que me guía cuando digo que esa ofrenda y ese don que es el dolor que experimentamos las mujeres al atravesar los distintos ciclos femeninos el hombre lo ha buscado experimentar inconscientemente a través de rituales o bien de guerras a lo largo de los siglos.
Cuando nació Ayla Tayen en la mañana, y finalmente en el agua, Sebastián la recibió e inmediatamente la colocaron contra mi pecho. Nadie me la quitó para pesarla, para bañarla ni para quitarle el vernix. Con respeto profundo nos permitieron (re)conocernos y se retiraron del cuarto; ahí bajo la luz de nuestro enamoramiento e intimidad pude amamantar a mi hija por primera vez. Cortamos el cordón cuando ya había dejado de latir y pudimos conservar mi placenta y trabajar con su maravillosa medicina, la cual me permitió atravesar los primeros días del post parto con mucha fuerza y entendimiento de los procesos sutiles de mi cuerpo y espíritu.

Si comparto tan íntimas palabras, es sabiendo que cada mujer y que cada embarazo es distinto, pero tengo la certeza que independientemente de eso todas deberíamos de recuperar la confianza en nuestro poder, en nuestra intuición y en nuestros cuerpos para parir(nos). Recodificar la mente condicionada por estigmas tan duramente arraigados y permitir que se diluya el miedo para que podamos recuperar nuestros partos, su naturaleza primitiva y espiritual es responsabilidad nuestra. El parto es un ritual de vida y el nacimiento es por donde (casi) todo empieza. Creo y digo con firmeza que pariendo con consciencia y permitiendo un nacimiento natural, sin trauma, lo menos medicalizado y intervenido posible (cuando no se trata de un embarazo o parto de alto riesgo) a nuestras hijas y a nuestros hijos, estamos sembrando una semilla inestimable en nuestro linaje y en la humanidad.

No olvidemos que en esta iniciación las mujeres somos un canal, un vehículo. Mi hija es la que realizó el trabajo más grande para llegar a este plano y conocernos. La honro hoy y para siempre.