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Historia de Maria, el nacimiento de Abril

Tengo la necesidad de escribir, otra vez, lo que nos ha pasado. Digo otra vez porque empecé un pequeño diario al quedarme embarazada, a la espera de poder dárselo a mi hija cuando fuera mayor. Y a las 22 semanas de embarazo se murió. Y me he despedido de ella en ese diario en el que una miserable página en blanco es lo que separa la vida de la muerte, la alegría más grande del mundo y la amargura y el dolor más intensos. Y escribo llena de dolor y de rabia, lo que siento, a alguien que nunca lo podrá leer, y hago las preguntas que la gente de mi alrededor no quiere oír, porque quieren que deje de machacarme. Este es el proceso que mi mente tiene que pasar para aceptar, para seguir adelante, para hacer frente al silencio, cuando estábamos esperando noches sin dormir y carcajadas infantiles. Tienen miedo de que me quede loca o deprimida para siempre. Así que solo puedo gritar con mis palabras escritas, en medio de este hielo silencioso que ha inundado nuestras vidas desde hace casi un mes ya. Solo puedo gritar con mi bolígrafo, para que nadie me oiga, para que mi pobre hombre sienta que ha hecho bien su papel de protector, que ya estoy mejorando, y pueda empezar a sacar su dolor poco a poco, por supuesto en el silencio, como la sociedad nos exige. Me quedé embarazada en mayo, a la primera. Por fin las cosas nos iban bien, y a mi chico se le fue quitando el miedo. Nunca en toda mi vida he sentido una euforia semejante. Fui a despertarle y me temblaban las manos, algo me decía que estaba embarazada. Y me abrazó, y fue el comienzo de mi vida como madre, como mujer adulta. El comienzo. Eco de la semana 12, 31 de julio, superada, yo la eterna optimista. Le digo al médico que si tiene mi bebé el cuello fino, y él se ríe y me dice que está en lo normal. Y sonrío y digo que eso es fenomenal. Me mira con incredulidad y me dice que aún hay que hacer un análisis de sangre, para confirmar. Y yo le digo que va a salir bien. Y así fue, 1 entre 7000 posibilidades de síndrome de Down. Me lo tomo como un triunfo, y sigo con mi optimismo, “mi bebé está perfecto”. Hablando con otras mamás, algunas a las que les había costado años y dinero quedarse embarazadas, otras que simplemente se agobian por su carácter, porque han tenido una mala experiencia, por lo que sea, yo era la optimista, la que siempre le encuentra el lado positivo a todo, la que conseguía hacer que esa mamá dijera con una sonrisa que tenía razón, mejor en positivo. Semana 20, viernes 26 de septiembre. Emocionada por si nos decían si era niño o niña, ni un solo pensamiento malo en relación al motivo real de hacer esa eco, es decir, detectar malformaciones. ¿Por qué? Si mi bebé está perfecto, ¿no? Pues no, lista, no está perfecta. Es una niña por cierto. Pero tiene algo raro el corazón. La ginecóloga me va diciendo que tiene todos los órganos, que están bien, que tiene las medidas que tiene que tener. Pero que no sabe si es por la postura, pero que no puede ver bien el corazón. Que la niña está cabeza abajo. Y vuelve una y otra vez al corazón. Ese corazón que ocupaba toda la pantalla que yo tenía delante, que latía con una fuerza increíble, rápido, rítmico, nuevo, sin decepciones ni abandonos. Entra otra ginecóloga y sin decir ni “hola, buenas tardes" escupe: “¿Pero ese corazón…?" Mi sonrisa de niña feliz embobada mirando el corazón de mi hija latir con fuerza se empezó a apagar poco a poco. Pasan los minutos, mi hija se siente molesta por los apretones, yo también, y el silencio, la conversación en clave, el no saber qué pasa… Cuando termina, nos miran ambas con cara de pena, y nos dice la ginecóloga que hizo la ecografía que hay algo raro en la morfología del corazón, que el lado izquierdo tiene la estructura del lado derecho y el derecho la estructura del lado izquierdo. La que había entrado después, la sensible, suelta en voz baja algo de “transposición de vasos”, pero no tanto como para que esas palabras no se me grabaran a fuego para poder buscarlo en internet nada más salir. Nos citan para el lunes. Para el lunes. Significaba un fin de semana de incertidumbre, porque el doctor jefe de ginecólogos de la élite de los ginecólogos que más saben, el doctor Pedregosa, no trabaja los viernes. Y así salimos de allí, con la muerte de mi optimismo, la primera dosis de realidad, el nacimiento del silencio que ahora nos ensordece, empezaba a gestarse ese maldito silencio. Lo que nos quedaba de viernes y el sábado, llorar abrazados, leer, buscar en internet… Lo de la transposición de grandes vasos, las posibilidades de supervivencia, la operación a corazón abierto al nacer, la idea de parir respetada en Torrejón se disipa, mejor el Doce de Octubre que tienen unidad de cardiología infantil, buscamos las otras cardiopatías más conocidas, búsquedas sin sentido de las palabras que recordábamos, con los retazos de la conversación de las ginecólogas… todo. Leímos todo. Y entre tanto la idea de abortar a mi querida hijita, que se movía cada 4 horas, que mantenía conversaciones conmigo en un idioma que sólo ella y yo conocíamos, y evitarle a la niña operaciones, y el renacimiento y la negación del domingo, y las fuerzas para creer que eso es ser una madre, tirar para adelante y no matar a mi bebé, entender que haya mujeres que deciden no abortar aún sabiendo las consecuencias, entender y echar valor, y decirle ese domingo por la mañana a mi hija que no iba a ser yo quien la matara, que iba a estar a su lado aunque no fuera a tener el parto y postparto que había soñado. Que yo soy tu mamá, daría la vida por ti y te voy a cuidar con lo que vengas mi amor. Eso hacen las mamás. Y ese lunes 29 de septiembre con el jefe máximo de los máximos ginecólogos, que ni me saludó cuando entré, que llamó a la ginecóloga que me vio el viernes tras otro largo silencio de 25 minutos de exploración, y comenzaron con su conversación en clave, más vueltas al ecógrafo, mi niña incómoda por tanto apretujón y yo diciéndole que aguantara un poquito más, que ya íbamos a terminar… "Pues mira, los vasos están en su sitio, no tiene transposición de grandes vasos". ¡Qué alivio! "Pero entonces, ¿qué tiene?" "Pues que los ventrículos están intercambiados". "Y eso, ¿qué significa?” "Otra cita hoy mismo con el cardiólogo infantil máximo es lo que significa, porque aunque soy el máximo ginecólogo, nunca he visto algo así, como vas de mi parte a ver a la eminencia en cardiología infantil, os ha hecho un hueco esta noche en la Zarzuela”. Con ustedes el doctor Larraya. Y vamos a la Zarzuela esa misma noche. Y vuelta a empezar, y el maldito silencio. Me dice que tiene buenas noticias, que me tranquilice. Me hace un dibujo tras los 30 minutos de exploración y aplastamiento de mi niña correspondientes, en el que me explica cómo se ha formado su pequeño corazón. Que ya lo ha visto otras veces en niños ya mayores que corren y juegan, que pueden vivir perfectamente toda la vida con esa “peculiaridad” en el corazón, que como mucho habría que darle anticoagulantes, ya que esa protuberancia del ventrículo derecho no está musculada, que puede quedar sangre ahí coagulada, pero que nada, uno entre miles de casos. “Me guardo un 10% de posibilidades de que algo salga mal, pero tienes un amplio 90%, así que tranquilos, volved en un mes y la vemos”. Y tú que haces? Pues te vuelves a tu casa, mucho más aliviada, recuperé mi optimismo ingenuo y decidí darle a mi niña alegría, que sintiera que la quería y que la íbamos a cuidar, que no tenía miedo. Las dos semanas siguientes fueron las más felices de mi vida. Descubrí que a Abril, que así se llama mi hija, le encantaban las manzanas, y hablábamos todo el día, era súper activa, utilizaba mi vejiga como cama elástica mientras estaba en las reuniones del trabajo, me avisaba de que a las 6:00, las 10:00 y las 13:30 cada día sin falta como un reloj, eran las horas de redesayunar. Era pura vida. Nunca estábamos solas, siempre estábamos juntas, qué obvio, y qué intenso, pasara lo que pasara, sabía que podría poner la mano en mi vientre, y ella me daría la tranquilidad, la seguridad, la paz que necesitaba. Era todo para mi, el centro de mi existencia, el porqué de cada cosa que hacía, comía o sentía. Y se paró. Su pequeño corazoncito, se paró, y me dejó aquí sola. El jueves 9 estuvo muy tranquila, muy quieta. Yo tuve un día muy malo en el trabajo, fue una semana bastante estresante, y por alguna razón me sentía triste ese día. Recuerdo que el viernes por la mañana se agitó a la hora de siempre, a las 6:00, y pensé, “ay cariño que bien que te mueves, estuviste muy quietecita ayer”. Pero se agitó. No fue su despertar de siempre, qué solía ser más rítmico, fue algo casi violento. Recuerdo haber pensado “tranquila mi amor, que yo también tengo hambre, ahora mismo desayunamos”. Me quedé un ratito más en la cama esperando a que se moviera otra vez, pero enseguida pensé en el día que me esperaba, y me levanté. Pasé un día tranquilo estaba bastante cansada como cada viernes, a media mañana noté una pequeña patadita. Una. Me extrañó. Y fue la última vez que se movió. Salimos a cenar con mi hermano y su mujer, embarazada por entonces de casi 8 meses, de su segunda hija. Cuántos sueños se nos han roto a todos. El sábado fui al baño con facilidad. Tenía retortijones suaves, no había sentido mi intestino en los últimos 2 meses. Era como si los intestinos fueran por un lado y el resto de mi cuerpo estuviera parado. Algo no iba bien. Le pregunté a mi cuñada que cuánto era el tiempo máximo que había pasado sin notar al bebé, esperaba que me dijera que a veces no se mueven por dos días, quería oír eso. Pero me dijo que nunca mucho tiempo, nunca de un día para otro, pero que para estar tranquila fuéramos al médico. Manzana, chocolate, nada. Me eché una siesta. Me levanté y me puse a cuatro patas y moví mi vientre con la mano, estaba más vacío, había bajado casi 2 kg en 3 días.… sabía que algo iba mal. Fuimos a urgencias. Se veían los relámpagos en el horizonte cuando bajamos del coche, eran las 21:30. Esa noche no paró de llover. Cuando me toca pasar, no dejan entrar a mi chico. Le deja fuera la enfermera vieja y desagradable que está siempre allí cuando más la necesitas. Me dice que me quite la ropa de cintura para abajo mientras la ginecóloga allí presente está hablando por teléfono. Obedezco sin rechistar. Comienza una cadena de irregularidades en los que la mayor culpable soy yo por no haber echo el máster en abortos, para poder tener “algo" que decir en “algo" de “todo" lo que me hicieron, perdí todo mi tiempo en leer sobre el parto, el parto de niños vivos, por supuesto. Me tumbo y la ginecóloga me pregunta por qué estoy desnuda de cintura para abajo si es una eco lo que me van a hacer. La vieja se disculpa con una sonrisa. “Me da igual, si lo que más me preocupa es que me digas que la niña está viva…” Fue la primera vez que decía algo así en alto. “Que esté viva” implicaba que cabía la posibilidad de que estuviera muerta. “No tengo buenas noticias. No hay latido, lo siento…” Allí estaba, desnuda de cintura para abajo, llorando, sola. SOLA con mayúsculas. Mi niña se había muerto. Por eso sentía mi cuerpo como en silencio. En silencio sensorial, porque la vida en el vientre no hace ruido alguno audible por los oídos, es un torrente de paz, de vida, de líquido, de calor, de latidos poderosos, de respiración pesada. Y cuando se muere el bebé, ese flujo de vida deja de hacer su “ruido”. “Te voy a ingresar, te provocaremos el parto” ¿Perdón? Yo no quería. Quería irme a mi casa, a dejar que mi cuerpo se diera cuenta. Quería parir naturalmente, incluso en esa situación. “No puedes irte mujer, tienes que ingresar, tienes que expulsar el fétito”. El “fétito”. El fetito se llama Abril y no es un tumor que me tengas que sacar. Pero no se me dio la opción. "Porque es posible que, las estadísticas dicen, por si acaso, lo que puede ocurrir es que, lo normal es….y el largo etcétera de razones que le ahorré a la ginecóloga cuando hice un gesto de aceptación. Es lo único que tenéis los médicos, estadísticas. Con lo del “fétito” me convenció. Así de devastada estás, así hacen con las familias lo que quieren. Solo pregunté si me iba a enterar de todo. "Si, te vas a enterar". Sonó casi a venganza, como si mi peor enemigo de otra vida se hubiera reencarnado en esa mujer. No podía dar crédito a lo que me estaba pasando. Me abandoné. Me pinchaban cosas, me miraban con compasión. Todo lo hacían en un profundo silencio. El maldito silencio. Y a las 22:00 me pusieron la primera dosis de pastillitas vaginales de prostaglandina y oxitocina sintéticas, y así sería cada 6 horas hasta parir a la muerte. Y llegaron las terribles contracciones. No me dijeron el nombre del medicamento, lo encontré yo en internet, puede provocar rotura uterina. Pero nadie te informa, claro. Me siento orgullosa de cómo lo hice, no yo, sino mi cuerpo, la naturaleza, la misma que te da y que te quita, ella se encarga de todo. Ahora se qué se siente y que puedo hacerlo. No quería la epidural. Hasta la segunda dosis no me la ofrecieron. Solo me hizo una pregunta que merece un premio nobel: “¿Es dolor o es que estás alterada por lo que está pasando?” En otro momento de mi vida hubiera contestado lo que se merecía. Y si, era la misma que decía lo del “fetito". "No necesitas aguantar, podemos ponerte la epidural. Si no lo aguantas nos la pides”. Tu no sabes nada, no me conoces de nada, no sabes lo que significaba para mi mi primer parto, mi parto natural, respetado, no es aguantar, es que el bebé es lo más importante del parto y no mi dolor. ¿Pero qué bebé…? A las 10:00 de la mañana me pusieron la tercera dosis. La idea de que estaba pariendo a mi niña sin vida se apoderó de mí, y me rompí. Y la pedí sobre las 13:00 horas. Ya no podría levantarme de la cama ni tener libertad de movimientos para pasar el dolor, como había hecho toda la noche sin que ellas lo supieran. Parí el domingo 12 de octubre (ironías del destino…) a la hora de comer en la sala de anestesias, a los cinco minutos de ponerme la epidural. En cuanto me la pusieron y me tumbaron en la camilla con intención de llevarme al paritorio, dejaron entrar a mi pareja. Me dieron algún calmante junto con la epidural, porque cuando entró me encontró un poco grogui, pero no le dijeron qué me habían inyectado. “Esta saliendo, oiga, que siento que está saliendo”. Aprendí que ese dolor del final, el más intenso, el que me hizo pedir la epidural es la fase del expulsivo, por lo que ahora se que puedo aguantar todo el parto sin ella, un bebé vivo me dará la motivación que me faltó en el parto de Abril. Mientras salía se las ingeniaron para poner un trapo para tapar lo que quiera que pudiera salir de allí. “¿Está muy mal?” Nadie me respondía. “Quiero verla” La limpiaron y la vi… Qué linda. Qué belleza, qué ser tan perfecto. Que paz tenía en su carita. Le toqué la mano, la tripa y la pierna. Y se la llevaron como si quemara. No me preguntaron si quería cogerla, hacerle una foto, estar un rato a solas con ella… Me la quitaron. Es de lo que más me arrepiento, de no haberla cogido, haberle dado un beso, haberle dicho adiós, haberle hecho una foto... No tengo nada de ella. “Pesa 490 gramos, por lo que así os ahorráis todo el papeleo. Si hubiera pesado 500 gramos habría que hacer otras cosas”. Qué casualidad… por 10 gramos. “Y qué van a hacer ahora con ella?” “Pues se envía anatomía patológica, para analizarla” “Y después” “Después qué?” Me miraba como si le estuviera pidiendo dinero. A ver, hija mía, después qué hacéis, ¿me la dais? ¿Tengo que recogerla? ¿Cuánto tardáis en analizarla?… “No, después la incineran…”. Lo decía como si una vez que los fetos salen de allí ya no hay nada que hacer, ya olvídate de ella, su destino es inevitable, a la basura con tus ilusiones, literalmente. Genial. Hasta aquí mi relación con mi hija, cuando y como ustedes lo decidan. Y estoy pagando un seguro para esto. Otra noche en el hospital, otra ecografía, vacío total. Un “parto” limpio, no necesito legrado, salió todo bien. Salió todo “bien”. Antes del alta, los mensajes a la familia, amigos, “Hemos perdido al bebé”. Ver a mi amor, a mi pareja, a mi amigo, a mi compañero, al padre de la niña, lidiar con las llamadas y mensajes, como si él estuviera allí de acompañante. Como si él no hubiera perdido a su hija, como si él tuviera que ser el fuerte, el macho. A la madre hay que protegerla… ¿De qué? Y el silencio. El silencio al subirnos al coche. El silencio en el viaje de vuelta a casa. El silencio al llegar a casa, nuestra casa que se nos caía encima. Y esa habitación destinada a Abril. El maldito silencio que se ha convertido en una materia sólida que sustituye el aire de mi casa. Espectador de mi llanto, de mis noches en vela. El silencio que me ensordece, que ha dejado mi vida en stand-by, congelada, a la espera. El silencio que me ha robado el optimismo y que hace que me replantee cada una de mis creencias. El maldito silencio. A los quince días, el 27 de octubre, voy a la revisión del útero, me preguntan por los entuertos, el sangrado, y todo lo que todavía hoy me recuerda que he estado embarazada, pero que no soy madre de nadie. Me hacen ecografía, está todo bien, el útero está otra vez en su sitio, en silencio, vacío. He vuelto al punto de partida. Y me dan el informe de entrada del cuerpo de mi bebé en anatomía patológica. “Contenido del envase: feto femenino y placenta…” ¡Cuánto respeto meter a mi hija en un taper y escribirlo en un informe que luego voy a leer! Estaba perfectamente formada, todo en su sitio. Hay que esperar dos semanas más para el informe del estudio del “bloque cardiorespiratorio” y el cultivo genético. Esperar. Esperar al informe que confirmaría en parte que no ha sido culpa mía, que quizá responda a la pregunta que más evidente hace el maldito silencio, la pregunta sin respuesta, “¿por qué?”, ¿por qué se ha muerto mi bebé? Esperar…. Y ahí escondida entre términos médicos, la sorpresa: la niña medía 28 cm y pesaba 537 gramos. ¿537 gramos? Eso son 47 gramos de diferencia. ¿47 gramos que nos hubieran supuesto un dolor añadido a nivel de papeleo? Si. Pero habrían tratado a mi hija como a un ser humano, y no como a un quiste desechable, 47 gramos que me hubieran dado la oportunidad de elegir algo, de decidir algo, de firmar algo. 47 Gramos de irregularidad en el protocolo, protocolo que nosotros los clientes, que no pacientes, no podemos saltarnos, y por el cual no dejaron pasar a mi pareja en urgencias, sin ir más lejos. El médico que me da el informe por supuesto no es el que me atendió en el parto, es mi ginecólogo de consulta. Le pregunto que porque el peso es distinto de lo que me dijeron, dice que si el formol, que se hinchan, ya ves tú, este hombre ¿qué va a saber?… ”¿No firmaste un papel para permitir que enviaran el feto a anatomía patológica?” "Pues obviamente no”. Pone cara de que no debería haberme hecho esa pregunta... “Y qué hubiera cambiado…” pregunta al final. No me lo puedo creer. Nada iba a cambiar el hecho de que "el feto" estaba muerto, ¿verdad? ¿Pues que hubiera podido enterrarla? ¿O comérmela? ¿Era mía, no? Y por cierto, el feto se llama Abril, y es una niña, mi niña… “Ya tendrás más, y no tiene por qué ocurrir otra vez…” Lo malo es que esto no me hace inmune, no he cumplido un cupo de mala suerte. No caballero, me puede ocurrir otra vez, y usted lo sabe mejor que yo. Dejen de ocultarlo a las mujeres, a las familias. Eso es lo peor, que nos puede ocurrir otra vez. Y no quiero tener otros. Quiero a Abril, saber de qué color tendría los ojos, y si su pelo sería rizado o liso como el mío. Si sería curiosa como yo, inquieta como su padre. Quiero hablarle de los chicos, de la regla, del arte, de los animales, quiero verla tocar la guitarra con su padre, y discutir con ella, y ser su mamá, abrazarla cuando tenga miedo y decirle que yo voy a salvarla. No ayuda nada que me diga usted que ya tendré más. Hoy hace 23 días desde que parí a mi niña Abril, tras 22 semanas de embarazo. Hoy he sido capaz de quedar con mi cuñada, la embarazada. Es la primera persona allegada que veo a parte de mi madre. Y hemos ido a recoger a mi sobrinita que tiene 2 añitos a la guardería, llena de niños y bebés como es normal. Y así creo que hoy he cerrado el círculo. Ella fue la última persona que vi aquel viernes en que mi niña se murió. Y su niña me ha dado hoy un abrazo al verme. Y así mi pequeña sobrina me ha dado el mejor abrazo del mundo. Me ha devuelto con su inocencia parte de la esperanza. Al cogerla en brazos y darle un beso me he acordado de por qué pasamos por todo esto las madres y los padres, ha llenado mi silencio por unos minutos, y me ha recordado que ser mamá es lo que más quiero en esta vida. Hasta hoy no lo sabía, pero quiero volver a intentarlo aunque esté muerta de miedo, hoy se que puedo y que quiero. Después de todo aún soy esa eterna optimista, aunque tenga el alma rota. Te queremos mucho mi niña, mi muñequita, mi Abril. Mucha gente ya te quería, no solo nosotros. Tu pequeña vida era ya importante para mucha gente. Tu partida nos ha dejado mucha soledad y tristeza. Espero haber estado a la altura como mamá esas 22 semanas, y que hayas sentido todo lo que te quiero. Yo nunca te olvidaré ni papá tampoco.