945

Hijo de la luna nueva

Lorenzo nació el 31 de mayo, a las 13:40. Fue un parto mucho más largo y duro de lo que me hubiera podido imaginar.

Dos días antes, Alejandro se levantó temprano porque había quedado para irse con la bici. Yo me quedé en la cama, no tenía prisa por levantarme. Me sentía algo desanimada. El 29, designado como fecha probable de parto, llegaba cargado de expectativas, incertidumbre, miedos... Refugiada bajo las mantas, comenzaron a brotarme lágrimas, que se deslizaban hacia la almohada. Lloré en silencio. Al cabo de unos minutos, Alejandro entró de nuevo en la habitación, abriendo y cerrando la puerta despacio. Se desnudó y se metió en la cama, abrazándome desde detrás. Cómo me reconfortó aquel abrazo. Tontamente, no quería que notase que estaba llorando. Quería aparentar que recibía aquella señalada fecha con seguridad y calma. Pero, como siempre, se dio cuenta. Me besó la nuca y me estrechó más fuerte entre sus brazos. Les había dicho a sus amigos que se iba a quedar conmigo. Siempre me maravilla su capacidad para adivinar lo que necesito. Hicimos el amor. No sé cuánto tiempo hacía desde la última vez. Yo había estado muy bloqueada desde hacía semanas, me sentía incómoda, torpe e insegura. Pero él me hizo sentir tranquila, me confié a él de nuevo aquel día. Fui capaz incluso de reírme cuando me costaba moverme con el barrigón. Una vez más, él consiguió quitarme la coraza y el miedo. Después me sentí animada y confiada, y profundamente enamorada y agradecida. Me propuso que fuéramos a desayunar a Ulia, a la casa de los hippies, y después diéramos un paseo tranquilo. Como tantas veces, se le ocurrió algo para animarme y hacerme salir de mis pensamientos.

Cogimos el coche para subir. Yo ya llevaba un rato notando contracciones. Comenzaron justo después de hacer el amor. Con el orgasmo debí de liberar un montón de oxitocina, pues empezaron a salirme chorros de calostro y noté el primer dolor en el vientre, muy diferente a las contracciones que había tenido hasta entonces durante el embarazo, que no me habían molestado absolutamente nada. Se lo dije. A los dos nos parecía increíble que ocurriera exactamente en el esperado 29 de mayo. Pero no queríamos dar nada por sentado todavía, así que decidimos concentrarnos en disfrutar de aquel cálido domingo. Por la tarde, después de dar otro paseo al sol, volvimos a hacer el amor. Yo me sentía feliz, plena, enamorada, viva, y las contracciones se intensificaron. Después de cenar, pensamos que tal vez la cosa iba en serio, pues yo no había dejado de tener contracciones en todo el día, y éstas se iban haciendo más frecuentes, así que comenzamos a cronometrarlas. Desplegamos todo nuestro arsenal de recursos para aquel momento: la pelota, la hamaca, los dátiles, las velas, el saco de semillas… Con cada contracción nos sonreíamos. Alejandro se movía conmigo, me masajeaba el sacro y la espalda. Incluso bailamos un poco, haciendo el tonto, ilusionados como estábamos por la evidente proximidad del parto, y también para sacudirnos los nervios de encima. Según el cronómetro, las contracciones venían cada dos o tres minutos desde hacía ya un buen rato. Eran las once de la noche. Nos miramos. Decidimos hacer la que, según nos habían explicado en la preparación al parto, era la prueba de fuego: ver si con una ducha caliente las contracciones cesaban. Si no, habría llegado el esperado y temido momento de subir al hospital. Me lavé el pelo y todo, por si acaso. No sabía cuándo iba a volver a tener ocasión para ello. Disfruté del baño, de sentirme en casa.

Noté cómo, al caerme el agua caliente por la barriga, el dolor disminuía considerablemente y las contracciones se espaciaban, pero no cesaban. No quería que parasen, quería continuar hasta el final. Le iba diciendo a Alejandro cada vez que me venía una, para no perder la cuenta. Vimos que se habían espaciado bastante después de la ducha, por lo que decidimos esperar un poco más. Sabíamos que, si estábamos todavía en el preparto, éste podía durar días, y teníamos que procurar descansar todo lo posible. Calentó el saco de semillas y nos fuimos a la cama. Con cada contracción, me presionaba con él en el sacro y las lumbares. El calor y la presión me aliviaban, y me quedé medio dormida. Luego de un largo rato, las contracciones se hicieron más frecuentes, de nuevo venían cada 2 ó 3 minutos y volvían a ser más fuertes. Me levanté para ir al baño. Sentada en el váter, me miré las bragas. Me había puesto unas blancas, para ver bien el color del flujo, por si acaso. Tenía en mente la foto que me había mandado Naikari, de su compresa manchada de flujo rosáceo justo antes de salir hacia el hospital, al que llegó dilatada de cuatro centímetros. Las mías ahí seguían, blancas, sin manchas, sin ningún indicio de nada. Y secas. Las toqué con un dedo, sin dejar de mirarlas. Me limpié con papel y, antes de terminar de resignarme a seguir esperando y tirarlo, lo miré. Me dio un vuelco el corazón al ver que estaba manchado de sangre. No era tanta como para pensar en un desprendimiento de placenta o alguna otra complicación cuyos signos de alarma me había estudiado a conciencia, así que no me asusté. Pero me puse nerviosa. Me aventuré a calcular que estaría por lo menos de cuatro centímetros, como Naikari. Llamé a Alejandro: “cariño, estoy sangrando”. Vino corriendo y le mostré el papel. Había llegado el momento de subir. Me puse a temblar; me temblaban las manos, las piernas, me castañeaban los dientes… Alejandro cogió nuestras cosas y la bolsa que habíamos dejado preparada semanas antes para la ocasión. Eran las cuatro de la mañana cuando llegamos al hospital. Había un sitio libre para aparcar, situado justo en el extremo más próximo a las urgencias del edificio materno-infantil. Dijimos que ese hueco llevaba el nombre de Lorenzo.

Entre risas nerviosas, y parando cuando me llegaban las contracciones, que ya no me permitían caminar, fuimos acercándonos hasta la entrada. El celador que nos acompañó me preguntó si necesitaba una silla de ruedas, y le dije que no, que gracias, satisfecha de estar llevando el parto con tanta fortaleza y segura de que aquello era un buen augurio. Después de tomarme las constantes, y hacerme el interrogatorio COVID pertinente, pasaron a preguntarme cuántas horas llevaba con las contracciones, cada cuánto me venían y si tenía la sensación de haber roto la bolsa. Después me pasaron a la consulta. Para desnudarme, me hicieron retirarme a un cuartito aparte que contaba con un retrete y un aparador con diversos útiles como compresas, toallitas y sábanas con las que me tenía que volver a cubrir de cintura para abajo para regresar a la sala de exploración manteniendo el decoro. Había también un espejo, desde el que me dediqué una sonrisa de ánimo y complicidad. Me miré la barriga y la acaricié. “Ya estamos aquí”. Me acosté en la camilla, las rodillas flexionadas y las piernas bien abiertas. Me colocaron los monitores para registrar las contracciones y los latidos de Lorenzo, que estaba bien, según la ecografía rápida que me hicieron. La residente de ginecología iba a comprobar ahora cuánto había dilatado. Estábamos expectantes. Mientras la médica me introducía los dedos por la vagina, le dije que me llegaba otra contracción. El tacto comenzaba a dolerme mucho. Ella presionó más para explorar la abertura del cérvix, con lo que el dolor fue aún más intenso, y continuó presionando durante toda la contracción. Las lágrimas me inundaron los ojos y rodaron, abundantes, por las sienes hasta la camilla. Grité sin poder contenerme. La ginecóloga me repetía “ya está, ya está”, sin dejar de hacer presión hacia mi útero, al que yo sentía presionar a su vez hacia abajo. El dolor era terrible, ninguna contracción me había dolido así hasta ese momento. Aguanté a duras penas hasta que la ginecóloga terminó. Sin darme tiempo de reponerme, me soltó que estaba todavía de tres centímetros y que las contracciones se estaban espaciando, así que no estaba de parto todavía.

Nos mandaron a casa de nuevo. Eran las seis y media de la mañana. El desánimo era palpable en el coche durante el viaje de vuelta. De nuevo en la cama, volví a llorar. Me sentía vejada por la médica, que había hecho caso omiso de mi dolor y me había dado las explicaciones finales y el alta con total indiferencia. Estaba agotada y dolorida, decepcionada y confundida porque había dado por hecho que, una vez las contracciones habían comenzado a llegar con aquella frecuencia, no iban a volver a espaciarse, que el sangrado era signo de que el cuello estaría más maduro… Tenía la cabeza en un mar de dudas y me había quedado abatida después de tantas horas sin dormir, más cuando pensaba en lo mucho que todavía podía alargarse todo el proceso. Un par de horas más tarde teníamos cita con M. J, la amable ginecóloga del ambulatorio que me había llevado durante todo el embarazo, y no quería ir. No quería levantarme, sólo quería dormir, hacerme un ovillo en la cama y esperar que las contracciones me dieran un respiro. Pero Alejandro me convenció, me dijo que ella seguramente nos orientaría ante tanta contrariedad, y además nos diría si Lorenzo seguía bien. A regañadientes y todavía con ganas de llorar, volví al coche. Por fortuna, M. J. fue muy optimista: “¡tres centímetros! ¡Serías la envidia de muchas!”, me aseguró. Después de hacerme varias preguntas y de mirarme la compresa, opinó que estaba, efectivamente, todavía en el preparto, pero que seguramente la cosa no iba a detenerse. Eso me animó. Dijo que no necesitaba hacerme ningún tacto vaginal en aquel momento, lo cual agradecí. Me puso el transductor del ecógrafo en la barriga para ver a Lorenzo, que reposaba tranquilo, y me pareció que ajeno a todo lo que pasaba a este lado de la piel. Me alegré de verlo así.

Agotados por el ajetreo de la noche y la falta de sueño, pero motivados por los ánimos de M.J. a que nos mantuviéramos en movimiento para que el parto no se estancara, paseamos por la playa y las calles de Gros. Desayunamos al sol y a mediodía volvimos a casa, decididos a echar una siesta, cosa que, por fortuna, pudimos hacer plácidamente. Me acordé de que el día anterior, a esa hora, estábamos haciendo el amor. Pocas ganas teníamos de nada parecido en aquel momento. Por la tarde, muy formales, salimos a dar otro paseo siguiendo los consejos de M. J., aunque yo ya no pude llegar muy lejos. Ahí me di cuenta de que lo del día anterior había sido jauja. Las contracciones me dolían de verdad. No podía hablar mientras duraban, y menos caminar. Alejandro me masajeaba la espalda, pero ya sólo me aliviaba un poco. Nos retiramos pronto a casa. Esa noche había luna nueva. Ya no nos reíamos ni yo tenía fuerzas para hacer bromas. Aguantaba las contracciones entre jadeos. Me acordaba de las palabras de Marta y de las matronas de la preparación al parto: “no te resistas al dolor, siéntelo como una ola, acompáñala y pasará de largo”. Qué difícil se me hacía. No me resistía al dolor, no había manera. Me apoyaba en la pared y cerraba los ojos, sentada sobre la pelota. Me dolía mucho el periné y no podía estar de pie. Alejandro continuaba masajeándome la espalda, pero ya no me aliviaba. Le pedí que me presionara. Calentó el cojín de semillas y me lo apretó con fuerza contra las lumbares mientras duraban las contracciones. “Más fuerte”, le pedía. Así aguantamos un buen rato, descansando en la cama, levantándome cuando sentía llegar las contracciones para sentarme en la pelota, pues no podía tener el periné sin apoyar. Si tardaba en incorporarme, cuando la contracción se intensificaba ya no podía moverme para llegar a la pelota y el dolor del periné era terrible.

Los jadeos fueron tornándose en gemidos casi animales, primitivos. Me escuchaba y me sentía transformada, desconocida, como si los sonidos que emitía no fueran míos y obedecieran a una fuerza superior a mí. Me sentía invadida por esa fuerza y, a pesar del dolor, intuía su poder, que me poseía. Después de cada contracción, esa fuerza y las mías propias me abandonaban y quedaba exhausta. Pronto hasta la pelota dejó de ayudarme con el dolor y empecé a desesperarme. Le dije a Alejandro si no sería momento de subir al hospital. Las contracciones venían cada dos minutos y eran verdaderamente intensas. Alejandro me abrazó y me animó a que aguantáramos otro rato en casa, para llegar lo más avanzada posible al hospital. Tenía razón, y yo pánico a los protocolos y su estipulación de los tiempos, y más miedo aún a volver a encontrarme con la ginecóloga del día anterior o alguien similar, así que accedí. Pero necesitaba algo más de ayuda, así que le pedí que llenara la bañera. Era la una de la segunda madrugada del parto. Oía el agua correr y me impacientaba por el dolor. “¿Ya?”, preguntaba. Al fin se llenó lo suficiente, me desnudé y entré a tiempo, justo cuando una nueva contracción se empezaba a intensificar. Casi no podía sumergir la barriga, así que me acosté de lado como pude. Alejandro cogía agua con un cuenco y me la vertía con cuidado sobre el trozo de tripa que aún asomaba fuera del agua. Parecía magia: el agua atenuaba el dolor de las contracciones y ya no me dolía el periné. Comprobamos con el cronómetro que también las espaciaba, pero me daba igual, necesitaba un respiro.

Alejandro me animó a dormir, y aunque no pensaba que fuera a ser capaz, me quedé traspuesta varias veces entre contracciones. Iba y venía de la cocina con el hervidor lleno de agua caliente para que no se me enfriase la bañera. La vertía con cuidado de no quemarme. Y después la cogía con el cuenco y me bañaba la barriga con ella. Aquella agua milagrosa. Pasaban las horas. Yo cambiaba de postura con dificultad, me tumbaba sobre un costado y sobre el otro, tratando de sumergir el cuerpo todo lo posible, aunque no cabía bien. Empezó a dolerme la tripa también entre las contracciones. Tenía muchos gases y me daba vergüenza echarlos. Después de un rato se lo dije a Alejandro, que me dijo que hiciera el favor. El parto nos iba a unir aún más como pareja, estaba claro. Al rato, me dijo que había algo en la bañera. Pensé que se me habría escapado algo de caca, aunque a esas alturas ya no me importaba tanto. Pero eran restos de moco y sangre. Cada vez había más. Ello me animaba, seguro que estaba dilatando bastante. Tenía los ojos cerrados y había perdido la noción del tiempo, pero sentía a Alejandro ir y venir sin parar. Ponía a calentar agua y venía corriendo para atenderme en la siguiente contracción. Yo trataba de sostenerme el periné con las manos, que me volvía a doler tremendamente, pero me sentía sin fuerzas. Alejandro cogió una cantimplora de metal y, con ella, me presionaba el periné mientras yo me aferraba a los bordes de la bañera.

El rato siguiente transcurrió en un frenesí de idas y venidas con el hervidor y la botella para el periné. Yo estaba exhausta. Las contracciones volvían a hacerse más frecuentes, incluso dentro del agua. Le dije que ya sí que no podía más, que teníamos que subir al hospital. Yo, que había devorado toda la literatura a mi alcance sobre el tema y había redactado un plan de parto de seis páginas en el que detallaba punto por punto que quería un parto natural y cómo quería que fuera, empezaba a fantasear con la epidural. Trataba de resistirme, pero lo cierto era que saber que contaba con aquel recurso me tranquilizaba. Me dijo que prepararía las cosas y me ayudaría a vestirme. Corrió a buscar la bolsa, mi cartera, mi teléfono y mi ropa. Venía al baño para presionarme en el periné con la botella y, cuando cesaba la contracción, corría a seguir preparando las cosas. Cuando estuvo todo listo, me ayudó a salir de la bañera. Prácticamente tuvo que levantarme en vilo porque yo apenas tenía fuerzas. Cuando saqué la barriga del agua, la realidad fue dura. Las contracciones me azotaban cada minuto, imparables, extenuantes, insoportables. Recordé la metáfora de las olas, y sentí que eran, efectivamente, como olas que rompían implacablemente sobre mí. “No voy a poder llegar”, no recuerdo si sólo lo pensé o también lo dije. Apenas podía moverme. Vestirme me pareció un triunfo. Me tenía que sentar sobre la tapa del váter a cada rato para aliviarme el dolor del periné. Alejandro me ayudó a ponerme la ropa y a calzarme. Conseguimos salir al rellano. Yo llevaba la botella metálica aferrada en la mano. En lo que tardó en llegar el ascensor, tuve que sentarme en las escaleras para resistir otra contracción. Los fuertes gemidos me brotaban de dentro. Pensé en los vecinos, pero no me contuve, no podía. En el ascensor me llegó otra, y otra en el garaje. “Corre a sacar el coche”, le pedí a Alejandro. “No llego”, pensaba. Me senté con la botella entre las piernas y forcejeé para ponerme el cinturón. El reloj de la radio del coche marcaba las cuatro de la madrugada. Nos saltamos en rojo todos los semáforos desde el alto de Miracruz hasta la rotonda del ancla de Trintxerpe. Dábamos por hecho que, si nos paraba la policía, no nos pondrían objeciones al ver el panorama.

Llegamos en coche hasta la puerta de las urgencias del materno-infantil. Alejandro lo dejó tirado y me acompañó, pues caminaba con dificultad. Entramos, yo botella en mano, pidiendo a gritos una silla de ruedas, que me trajeron enseguida. Me acordé de mí misma el día anterior, toda ufana diciendo que no me hacía falta. Alejandro tuvo que acompañarme al cuartito de la consulta para ayudarme a desvestirme. Ese día me atendió otra residente de gine, mucho más delicada y amable que la anterior. El tacto vaginal apenas me molestó, pero sí me dolió el dictamen: había dilatado seis centímetros. Después de tantas horas, aquellos dolores y la sangre que veíamos en la bañera, tenía la esperanza de llegar en completa. Me hizo otra ecografía: Lorenzo estaba perfectamente y el líquido estaba normal. Me mandaron directamente al paritorio, al nueve. “El más bonito”, me dijeron, aunque me pareció una característica inútil.

La matrona que nos iba a atender se presentó, M. Me transmitió amabilidad y empatía, lo cual me animó mucho. Le dije que me dolía muchísimo el periné, seguía sosteniendo la botella entre las piernas y apretándomela con la mano. M. me ayudó a colocarme en la cama de manera que pudiera apoyarlo. Subió el respaldo para que estuviera cómoda, y no supe qué me puso debajo del culo, pero sentí un alivio tremendo. Le pedí a Alejandro que me apretara el periné y la matrona le dio unas compresas calientes para ello. Respiré, descansé. Así iba a poder aguantar mucho mejor, ya prácticamente sólo notaba las contracciones en el vientre. Me preguntaron por la epidural. En mi plan de parto había escrito que no quería ni que me la ofrecieran, pero firmé el consentimiento, por si acababa pidiéndola. Pregunté si podía probar con el óxido nitroso primero. Me explicaron cómo funcionaba. Las siguientes horas las recuerdo difusas. Sentía las contracciones, pero el óxido nitroso me permitía evadirme y las percibía lejanas, como si se me hubieran separado el cuerpo y la mente y ésta flotara en otro lugar. Aunque, si lo comenzaba a inhalar demasiado tarde, se me hacía insoportable el dolor. A ratos se me dormían los labios, no sé si por efecto del gas o por apretar la boquilla, y también el dedo índice, a fuerza de presionar la válvula que liberaba aquel gas que tanto me ayudaba. A ratos me dormía yo, a veces incluso a mitad de una contracción.

En medio de aquella nebulosa en la que me encontraba, de vez en cuando Alejandro me avisaba de que iba a cambiar de brazo porque le dolía de tanto sostenerme el periné. Alejandro. Había momentos en que hasta se me olvidaba que estaba ahí, tal era mi estado. Fueron pasando las horas y vi que fuera se había hecho de día. Vino M. con otra matrona, para avisarnos de que tocaba el cambio de turno. Me dio mucha pena que se marchara y le quise agradecer por lo bien que me había tratado. Me dijo que no tenía importancia, que era su trabajo. Quise convencerla de que no menospreciara su buen hacer y le pregunté si había parido alguna vez, como si eso fuera asunto mío, a lo que respondió que no. “Pues no sabes lo que se agradece”, le aseguré. Deseé con toda mi alma que la nueva matrona, M., fuera igual de amable, y para mi fortuna resultó ser un encanto. La acompañaba una residente de ginecología, pero ella llevaba la batuta. Hasta entonces me habían dejado bastante a mi rollo, tranquila como estaba con mis colocones de óxido nitroso en cada contracción, pero en un momento dado noté que la válvula se cerraba. No salía gas, así que aquella contracción la viví de nuevo en toda su intensidad. Supliqué que me trajeran más, pero resultó que ya me había ventilado las dos únicas bombonas que había. Al parecer, no había entendido bien el mecanismo de la válvula y tenía que haberla apretado al inhalar y soltado al exhalar, en lugar de apretar todo el rato, que fue lo que hacía yo. Con razón se me dormía el dedo. Tenía que continuar a pelo. Me desesperé. Lloré y grité, supliqué. Pensé que me moría, lo dije a gritos.

Recuerdo pensar en mi abuela, en que había parido tres veces y en su casa. Pedí la epidural, pero M. me animaba, me dijo que ya estaba en completa, que ya había hecho lo más difícil. Es verdad aquello que se dice del “planeta parto”. A pesar de no tener más óxido nitroso, yo estaba en mi mundo. Sólo gritaba y me estremecía, juraba en hebreo, decía que no podía más y que me moría, y después me derrumbaba, abatida, entre las contracciones. M. me abrazaba, me apoyaba la cabeza contra su pecho. Cómo agradecí aquella calidez. Me ofreció aromaterapia, y aunque pensé que no iba a servir para nada, accedí. Pero respirar aquel olor delicioso, dulce y con unas notas profundas, me calmó. Fue un oasis de placer en mitad de aquel caos tremendo que yo sentía.

Al rato, M. se puso seria y me dijo que el bebé no estaba descendiendo, que tenía que cambiar de postura o tendrían que romperme la bolsa. Yo no quería que me hicieran nada, así que me armé de valor para ponerme de rodillas y girarme, con el tronco apoyado en el respaldo de la camilla. Cómo me dolía el periné, otra vez. Sentía que se me iba a partir. Recuerdo que grité: “¡apretadme, por favor!”, y como no me aliviaban, tuve que ser más concreta: “¡apretadme el ano!”. Lo repetí varias veces, consciente de lo absurdo que sonaba pero sin voluntad alguna de censurarme. Sentí unas manos habilidosas masajearme toda la zona: el periné, los isquiones, el ano también, el sacro… Era M., que se había untado los guantes con aceite. Qué alivio sentía, y qué agradecimiento tan enorme por que hubiera hecho caso de mis súplicas, de que ella no las hubiera considerado absurdas. Pero seguía pidiendo la epidural a gritos. “¡Me voy a morir, no puedo más!”. Lo pensaba de verdad, pensaba que no iba a sobrevivir a semejante salvajada.

Todos me animaban a seguir. Pedí volver a ponerme como antes, porque no soportaba el periné ni el culo, queriendo olvidar por un momento la amenaza acechante de la rotura artificial de la bolsa. Pero pronto, en uno de los pujos, sentí un montón de líquido que me salía por la vagina. “¡Se ha roto!”, grité triunfal. Eso me daba tiempo. Lorenzo seguía bien, me animaron. Al rato me volvieron a pedir que cambiara de postura porque el bebé no bajaba. Si no, me tendrían que poner oxitocina. Malditos protocolos y sus tiempos. “Por encima de mi cadáver”, pensé. Pedí una silla de partos, y estuve empujando ahí sentada, medio en cuclillas. Seguía sin bajar. Ya estaba desesperada, exhausta. Sentía que no podía más. M. me dijo que me pusiera a cuatro patas. Así me coloqué, en el suelo sobre unos empapadores. Me dolía todo: la muñeca donde tenía la vía, las rodillas, el vientre, el periné. Pero entonces ya me daba igual el dolor. Quería que terminara cuanto antes.

Ahora me doy cuenta de que no era consciente de que iba a salir mi bebé. Sólo pensaba en empujar y terminar. Empujaba incluso entre las contracciones. Sentía que me iba a reventar el culo. “Un parto anal más que vaginal” fue una frase que leí unas semanas después. Tal cual lo sentía yo entonces. Notaba una fuerte quemazón. El aro de fuego del que me habían hablado. Empujé con toda mi alma. El final se acercaba. Apoyaba la cabeza en el hombro de Alejandro, a cuatro patas delante de mí. “Tú puedes, cariño, lo estás haciendo muy bien. Qué fuerte eres”, me decía. Gemía conmigo para animarme. La cabeza de Lorenzo estaba cada vez más afuera, lo notaba. Empujaba y empujaba. M, agachada detrás de mí, no dejaba de controlarle el latido. Todo iba bien.

Yo seguía empujando, ya abstraída de todo. De repente, el dolor cesó y noté un peso desplomarse detrás de mí y caer al suelo. Y vi salir sangre. Era mi bebé. Lloraba. Me fijé en su pelo, onduladito y pegado a la cabeza por la humedad. Lo cogí en brazos y me lo acerqué al pecho. No quería que estuviera triste ni asustado, quería consolarlo. “Mi bebé, no llores”, le decía. Le miré la cara. Pedí que me pusieran las gafas, que me había quitado no sabía ya cuándo. Era mi hijo. Sentía que ya lo conocía. Me ayudaron a ponerme de pie y a subirme a la camilla sin que tuviera que soltarlo. Me quitaron el sujetador y, enseguida, Lorenzo se me enganchó a la teta izquierda. Le miraba mamar, miraba su carita, esos ojos todavía cerrados, las uñas largas me sorprendieron. Qué pequeñito era. Y cuánto lo quería ya. Busqué a Alejandro, que estaba a mi lado y nos miraba con lágrimas en los ojos.

Ahora soy yo la que llora recordándolo todo, recordando cuánto me ayudó, y mirándolos a los dos.