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El nacimiento de Ru. La historia de Lourdes.

Madrid, 20 de abril de 2007

Tenía ya ganas de escribir el parto de Ru. Por ella, por que lo lea de mayor y vea lo impresionante y maravilloso que fue su nacimiento, que para mí fue un regalo que ella me hizo; Por Pablo y por mí, para recordarlo siempre y tener esto, -a falta de un vídeo que ahora consideramos demasiado frío-; Y por todas las mujeres, para que, igual que me pasó a mí, cuando estén embarazadas puedan leerlo, -y como éste otros muchos-, y sean conscientes de que parir es algo maravilloso, algo casi mágico.

Me ha costado un año escribirlo, porque no tengo tiempo, porque Ru lo absorbe todo, porque es toda mi vida, porque estoy encantada, y porque no puedo, ni quiero, hacer nada más que estar con ella y con Pablo, empaparme del vínculo tan fuerte que tenemos, porque quiero disfrutar de la maternidad, de ser mujer, de nosotros.

Necesito dar las gracias a todos los amigos que sabían nuestros planes de tener la Ru en casa, por su respeto hacia nuestras ideas y su apoyo en todo momento, y, sobretodo, a los pocos familiares que conocían este secreto, que supieron guardarlo sin decírselo a ningún padre ni a ninguna madre, que habrían estropeado todo metiéndonos el miedo, el absurdo miedo en el cuerpo. Gracias a Juanjo y a Marce, que hicieron del embarazo y del parto algo casi místico, porque, cada vez que íbamos a la consulta, sentíamos que todo aquello que latía entre nosotros, -entre Pablo, Ru, y yo-, se podía hablar y era plenamente comprendido y compartido. Gracias por todo vuestro cariño, y apoyo: hicisteis que todo fuera aún más sentido y más real. Gracias a María, una mujer ejemplar, luchadora, fuerte, sensible; nada habría sido igual sin tus clases de yoga, con las que tanto disfrutamos. Gracias a Fran, sin ti nunca habríamos dado con Juanjo y esto nunca habría sido lo mismo. Muchas gracias a Anabel, que asistió el parto, que nos respetaste plenamente y nos hiciste sentir dueños de toda la vorágine que estábamos viviendo, hiciste que todo fuera maravilloso. Y por supuesto, gracias a ti, Pablito, que eres mi vida, que lo eres todo. No existen novios como tú, que apoyen tanto, tan capaces de sentir y compartir vivencias, tan capaces de amar y hacer que alguien se sienta tan amado, como yo, que no quiero nada más en el mundo, porque me sobra, porque soy feliz, porque siento que tengo toda la vida cuando estoy a tu lado, porque vivo enamorada, fascinada. Y gracias a ti, Ru, mi niña, que eres tú, tan rica, tan bonita, y que también eres yo, porque te siento aquí dentro, para siempre, conmigo, siempre conmigo, habitando en mí; sé que nunca voy a estar sola, y que nunca me faltará de nada, con vuestro amor ya puedo morirme que viviré para siempre.

Nuestro parto empezó años atrás. Estoy convencida de que no es sólo el día en que nació Ru. Todo empezó mucho antes. Ahora lo pienso y siento como si siempre hubiéramos sido los tres; me resulta extraño vernos solos a Pablo y a mí, aunque nunca he sentido que necesitáramos nada más.

Pasé, de pronto, de no querer ni oír hablar de tener hijos, de temerlo y pensar que era casi lo peor que podría ocurrirme en la vida, una desgracia sin solución, a levantarme una mañana y necesitarlo como si me fuera la vida en ello.

Es difícil de explicar: Un buen día, sentí una fuerza que me llamaba, superior a mí, ante la cual no podía más que rendirme, una necesidad que surgía de mis entrañas, que se saltaba la razón, la llamada de la selva. Necesitaba quedarme embarazada, creo, o algo parecido que no podía identificar, algo que venía casi del más allá, como una posesión, algo completamente sexual, arrebatador, incuestionable. Por aquel entonces, aún no había terminado la carrera de arquitectura, y me faltaba el fin de carrera. Desde luego era una insensatez, pero lo necesitaba. No había excusa que valiera: necesitaba tener un hijo y no podía esperar. Tenía que ser YA, parecía haberme vuelto loca, sólo entendía y respondía a mi instinto.

Pablo intentó hacerme entrar en razón, esperar un año a terminar la carrera, a estar asentados, ¿qué haríamos con un hijo? Pero yo no funcionaba racionalmente, no podía posponerlo, era una llamada ineludible, y además, ¿quién estaba pensando en ningún niño, si lo que yo sentía era algo sexual, que provenía de lo más profundo de mis entrañas, un aquí y ahora, sin tiempo que valga, sin consecuencias, algo eterno y por encima de mí, de los problemas de la vida diaria, algo adimensional, sin escala?, ¿Quién pensaba en niños?, “¡¡el niño da igual, no es eso!!, ¡no pienses en ningún niño!”, -le decía yo a Pablo como si me hubiera vuelto loca. Sus intentos de traerme a la tierra fueron vanos, mi deseo no era de este mundo, no de esta realidad, era como un mandato, yo no tenía voluntad ante él… me vio tan obcecada, deseante, loca, que decidió confiar en mi instinto, respetar mi feminidad, respetar el destino, respetar la vida.

El embarazo llegó en seguida. Pasé los nueve mejores meses de mi vida (entonces, porque desde ese momento, mi vida cada vez es mejor y mejor, más plena, más vida). “Se está mejor embarazada que sin embarazar”, no paraba de decirle a todo el mundo. Miradas alucinadas, interrogantes, es lo que recibo. Yo paso, estoy como una moto, siento que pertenezco ya a otra dimensión, a otro planeta, ya no soy de este mundo, vulgar, lleno de problemas, de obstáculos. Nunca me he sentido tan bien; tan llena de vida, tan feliz, tan pletórica, tan que me como el mundo, tan sensual, tan sexual, tan mística, tan femenina, tan mujer… Me encanta ver cómo crece mi tripa, cómo voy sintiendo a mi niña, que siempre está conmigo, que me acompaña a todos sitios, que vive conmigo, que late conmigo, que crece de mí y yo de ella, que cada vez soy más mujer, más persona, que ahora vivo por dos, por tres, por mil… siento una conexión irrompible con este ser que llevo dentro, que es yo pero que es ella, que yo soy ella y sigo siendo yo, que me da vida, que me llena, mi talismán, ya nada puede salir mal, nunca, siento que la veo cuando miro hacia dentro, siento que tengo clarividencia, no sé cómo explicarlo, la fuerza de las mujeres, de todas las mujeres que han existido, que existen, que existirán.

Se mueve mucho, hablamos, sin palabras, sólo con el sentimiento, que no necesitamos nada para entendernos, yo le enseño el mundo, le gusta la música, patalea cuando oye tocar. Le gusta cuando me acaricio la tripa, cuando me toca Pablo, viene a ver qué pasa. Estamos los tres, lo demás no importa, siento como si no viviera en este mundo, no se puede ser más feliz.

Ru (porque no sabíamos si era niño –Rubén-, o niña –Ruth-) iba a nacer el 14 de abril, el día de la República, me entusiasmaba la idea. Pero el día 14 no ocurría nada, paseamos por Madrid, pero nada. Tanto tiempo pensando que aquel era el día que nos sentíamos viviendo el día equivocadamente. Cuando vimos que ya no iba a ocurrir, supe que todo ocurriría el 19, no sé, lo sabía, como tantas otras cosas, las embarazadas somos sabias, tenemos la intuición a flor de piel.

Y efectivamente, el 19, a las 8:05 de la mañana, empecé a sentir las primeras contracciones. Como si lo hubiera sabido toda la vida, supe que eran las del parto: no eran como las contracciones del embarazo, tan sexuales, tan placenteras, tan orgásmicas; eran como las de la regla, iguales, el mismo dolor, pero esta vez, era un dolor que, comparado al tantas veces sentido, era vivo, pleno, lo sentía incluso como algo deseado, como algo que me ayudaba a ser más consciente de lo que estaba viviendo, un dolor que me hacía muy feliz, un dolor fantástico, genial.

En realidad llevábamos la noche sin dormir, porque sabíamos que ese era el día. Somos felices, estamos tan contentos, tan nerviosos, tan deseosos… sabemos que hoy viene Ru, y decidimos ir a dar un paseo y pasar un día maravilloso, sabíamos que no podía ser de otra manera, Ru sólo puede traer cosas buenas.

A las 11:00 salimos y vamos hacia la Casa de Campo, pletóricos, con una sonrisa los dos que no nos cabe en la cara. Yo me siento genial, la vida es bella, todo es bonito, todo es estupendo.

Siento cada contracción como prueba de la fuerza de mi cuerpo, de mi fuerza, de la fuerza con la que empujo a Ru. Siento que ella se deja llevar por mí, que se fía, que está iniciando un viaje maravilloso hacia todo aquello que ha sentido a través mía, que ahora verá y olerá por ella misma. Somos un equipo, los tres, nuestra alegría va a ser la que guíe este día, y nuestra vida para siempre. Pablo cuenta el tiempo entre contracciones, yo paso. La intendencia y la cabeza las lleva él, yo sólo quiero sentir, empaparme, vivir todo esto sin pensar en nada, sin razonar.

Rodeamos el lago y vemos a unos señores pescando. Todo nos encanta.

Seguimos el paseo y nos dirigimos hacia el parque de atracciones, por lugares de la Casa de Campo que no conocemos tan bien, que casi nos desorientan, y que se nos antojan más salvajes… la sensación es de estar entrando en un sueño, en otra dimensión, de estar viéndolo todo por primera vez. Ahora las contracciones son cada 10 u 8 minutos; estamos eufóricos, andando, con fuerza, nos embarga la felicidad con cada contracción; nos damos besos, nos abrazamos… ¡estamos pletóricos!. Terminamos en Batán, y decidimos bajar por la acera de casa, ya en el Paseo de Extremadura.

Hace un día muy soleado, caluroso, a diferencia de los días anteriores, en los que hacía frío y no terminaba de salir el sol. Yo sabía perfectamente que Ru nacería el primer día que hiciera sol, lo había visto miles de veces en la ducha, cuando visualizaba el parto y me sentía muy muy cerca de ella. También imaginaba que era por la mañana y bajábamos por la calle, hacia casa, exactamente igual que lo estábamos haciendo en ése momento, a pesar de que, tal y como habíamos comenzado nuestro paseo (bajando la calle), parecía imposible; todo iba genial, todo parecía cumplirse, -como una premonición-, veía cómo había detalles que ya sabía, porque, como digo, las embarazadas estamos en estado de gracia, tenemos clarividencia.

Ahora las contracciones se ralentizan, son cada 20 minutos, y nos entran dudas de si será hoy el día, pero yo siento que sí, todo esto me suena familiar.

En casa, decidimos comer lentejas, no sé si porque Juanjo nos dijo que era bueno comer legumbres el día del parto para facilitar los movimientos, y lo teníamos guardado en algún recóndito lugar de nuestra mente, o por qué, pero nos ponemos a ello, tenemos la tele de fondo, “Channel nº 4”, pero no le hacemos mucho caso. Ahora las contracciones comienzan a ser más cercanas otra vez, pero desordenadas, entre 30 y 40 segundos: cada 7, 8, 4, 11, 13, 7, 8, 8, 6, 5, 6, 6… nos divierte ver qué está pasando ahí dentro a través del reloj.

Llamamos a Juanjo, y le contamos. Nos dice que, seguramente, Ru nazca sobre la 1:00 de la mañana, y que le vayamos llamando. Nos sugiere dar otro paseo. Nos quedamos en casa, tranquilitos, en el sillón. Siguen las contracciones, es como si pautaran el ritmo con el que vivimos este día maravilloso, como si nos recordaran que algo muy importante está pasando, nos meten en el papel, nos acompañan.

A las 20:00 ya empiezan a ser más dolorosas, y más rítmicas, -cada 6 o 7 minutos-, duelen como la regla, pero a tiempos. Aparecen, como si Ru me estuviera llamando desde mis entrañas, y van haciéndose más intensas, como si quisiera venir, como manifestándose, como entrando en nuestro salón, en nosotros, en nuestra vida, y después, cuando parece que ya ha visto que sí, que la queremos, que sabemos que está ahí, se va apagando la contracción, como si ella volviese a su guarida, al silencio, al descanso. Me encanta la sensación, ella lo domina todo, ya hasta me hace acuclillarme para atenuar el dolor, me siento su títere, me hace bailar, moverme… veo por dentro cómo ella va avanzando, en ese viaje maravilloso a través de mi cuerpo, que la ayuda, que la empuja, que la abraza y acompaña, y que todo lo que mi cuerpo sabio es capaz de hacer está orquestado y dirigido por ella, que me cambia la postura, que me azota como un viento arrebatador, como una presencia que es más fuerte que mi voluntad. Todo sucede como ella necesita, siento el amor que me da y que le doy, y que todo ese amor, tan infinito, de los tres, está marcando los pasos y el ritmo de este día sensacional.

Volvemos a salir a la calle, en teoría yo ya estoy de parto, pero tal vez Ru lo necesite; nos dejamos llevar. Vamos a comprar alguna cosa, (como el alcohol de 70º que necesitaremos para su cordón). Bajamos la calle, cada vez que viene una contracción necesito acuclillarme y abrazarme a Pablo, que me sostiene. No puedo negarme, ella me empuja hacia el suelo, hacia la tierra, hacia una posición en la que estoy acurrucada, como invitándome a meditar. La gente debe flipar, en la farmacia me dan un par de contracciones, pero hay una banqueta y nadie lo nota. Ya son algo más dolorosas, pero alivia el cambio de postura. Decidimos ir volviendo a casa. Cuando pasa la contracción seguimos hablando como si nada y subiendo la calle, pero durante la contracción Ru se hace omnipresente: el dolor me concentra, cada vez soy menos consciente de lo que pasa a mi alrededor, de si la gente mira, de a qué altura de la calle estamos… me voy ensimismando, el ritmo y el dolor hacen que mi radio de sensación se reduzca a Pablo, a Ru, y a mí misma; la conexión que tengo con mi interior es bestial, siento que estoy entrando en trance, y que, cada vez más, es Pablo, con su voz y sus abrazos, lo único que me une al exterior… es todo tan bonito y arrebatador…

Llegamos a casa y ponemos la tele, no sé, como para darnos sensación de normalidad, de “aquí no está pasando nada”. Yo ensayo posturas para aliviar las contracciones, a ver cuál es la más cómoda: me pongo “a gatas”, fatal, veo las estrellas, me pongo sentada, ¡¡un dolor terrible!!, en fin, que veo que lo mejor es hacer caso a mi cuerpo y dejarme llevar, porque lo primero que me salió del alma fue ponerme de cuclillas y lo cierto es que me iba genial; Pablo me dice que vio una postura en el libro de Sheila Kitzinger que iba genial para estar en cuclillas: él sentado en una silla, y yo de cuclillas, entre sus piernas y de espaldas a él, colgándome de sus muslos, que me sujetan: para mí, comodísimo, y él no se parte la espalda sosteniéndome. Decidimos proceder así todas las veces. Al final ha dado muy buen resultado nuestro “pacto” de que él se dedicara a estudiar y a usar la cabeza, y yo a sentir y dejarme llevar.

Emocionados, nos disponemos a preparar todo para el gran evento: yo me cambio de ropa y me pongo cómoda, con una camisola, ponemos plásticos en la alcoba a la que da el salón, y ponemos la mesa para cenar, nos hacemos fotos con nuestra cara de alegría y felicidad, es todo muy divertido.

Las contracciones se van aproximando. Yo digo: “¡¡Pablo, Pablo, Pablo!!”, y él viene corriendo y se sienta en la silla, en posición, y yo me acuclillo y me apoyo con los brazos en sus piernas, y pasamos las contracciones juntos, abrazándonos de esta forma tan extraña, como si Ru nos mostrara nuevas maneras.

Ya son las diez de la noche. Llama por teléfono Almudena, una amiga que hace tiempo que no vemos; se pone Pablo y disimula, le corta rápido, con la excusa de que estoy muy cansada porque ya me queda poco para dar a luz.

Seguimos con nuestro baile, pero antes de media hora, llama mi madre, como siempre tan oportuna, intentando asustar porque, según ella, como han pasado seis días desde que salí de cuentas, debería ir al hospital. En esta llamada sí que me tengo que poner, porque si no, tal vez haría demasiadas preguntas y no queremos que se presente y nos fastidie nuestro momento. Yo hablo y hablo, para disimular, y cuando noto que llega otra contracción, fuerzo a que hable ella; todo parece ir bien, comienza la contracción, -esta vez la voy a pasar sola, sin Pablo-. Mi madre habla y habla, ya estoy en el punto álgido e intento tapar el teléfono para que no escuche mi respiración un poco forzada. En cierto modo me resulta divertido, es como jugar al escondite: ella, amenazándome con todo lo terrible que me puede pasar si no voy al hospital, llamándome irresponsable, y yo, mientras, segurísima de mí misma, en pleno parto, sintiendo el dolor de las contracciones y sintiéndome más libre que nunca del acoso que siempre me ha venido haciendo. En un momento, aún en plena contracción, me pregunta algo. Me asusto, si no soy capaz de responder, notará todo, se presentará en casa, y adiós a todo ésto, pero consigo articular un “sih, sih”, que parece que suena convincente. En cuanto pasa la contracción, comienzo a hablar de nuevo, para disimular, cortando la conversación en previsión de una nueva contracción. En fin, ¡¡¡prueba superada!!, ahora ya sé que todo irá bien, mi madre está en su casa, convencida de que no estoy de parto ni de lejos y nosotros estamos a salvo, en casita, con nuestras cosas, nuestra música de Radiohead, y nuestra infinita felicidad.

Aún quedaba otra sorpresita, menos mal que vienen todas juntas: Pili, la vecina de arriba, que es medio familia (por eso tampoco puede saber nada), baja a ver qué tal estoy y si falta poco para que nazca Ru. Pablo habla con ella desde el vestíbulo, sin invitarla a entrar, claro, y le dice que estoy descansando ya en la cama. Ella se va al rato y Pablo vuelve conmigo. Ahora sí que ya no puede venir ni llamar nadie, son las diez y pico de la noche.

Nosotros seguimos con nuestra danza. Yo me voy dando paseítos por la casa y me abrazo a Pablo de la manera surrealista para pasar las contracciones, que ya duelen bastante; es como un dolor de regla pero a lo bestia. Cuando están en su punto álgido noto como funcionan a modo de mantra, -a lo que ayuda la música de Radiohead que hemos puesto-, metiéndome en el papel, y cómo después me siento orgullosa de haberlas pasado y siento un enorme agradecimiento y amor hacia Pablo, que está pariendo conmigo. También siento cierta curiosidad por el reto de la siguiente, siento cómo Ru avanza a través de mi cuerpo, cómo la voy llevando hacia fuera, es todo muy bonito y muy divertido, porque ahora es todo mucho más rápido, asumimos que ya no da tiempo a cenar, y a Pablo, a veces, le cuesta llegar a donde yo me encuentro, todo se precipita, parece un juego, yo voy cada dos por tres al baño, y a veces llego casi a rastras, nos reímos mucho.

A las once decidimos llamar a Juanjo. Yo ya no puedo ni hablar. Le dice a Pablo que está en el hospital, que no nos lo quería decir por si la cosa se arreglaba, pero que su hijo tiene apendicitis y que no va a poder venir. Nos sugiere llamar a Anabel, que venga a hacerme un tacto, y que si la cosa va para largo se vuelve a ir y ya veremos qué pasa. Estamos tan entusiasmados que, a pesar de que ahora me parece increíble, no nos importa que no venga: nos da mucha pena, porque Juanjo era ya como de la familia, pero no nos asusta que vaya a faltar, pese a la confianza y seguridad que nos daba y pese a que a Anabel sólo la habíamos visto un día, porque estamos tan seguros de nosotros mismos (en su mayor parte gracias al propio Juanjo), que sentimos que el parto es nuestro y que da igual quien lo atienda, siempre y cuando se respete eso, que el parto es nuestro y que nadie nos lo va a quitar.

Yo no quiero llamar a Anabel aún: me encuentro de maravilla, me lo estoy pasando genial, y me da miedo que venga y me diga que falta mogollón, se vaya, y a mí me de un bajón y piense que no voy a ser capaz de soportar esto tanto tiempo más. Decidimos esperar entonces, pero a las once y media, le digo a Pablo: “¿cuándo vamos a llamar a Anabel?”. Pablo le explica cómo va la cosa y Anabel pide que me ponga, “Quiero oír cómo respira Lourdes”, le dice a Pablo.

Yo cojo el teléfono, me encuentro bien y así se lo hago saber, pero viene otra contracción y no puedo hablar. Me agacho colgándome de la mesa y le paso el teléfono a Pablo, que le explica a Anabel, quien responde: “vale, es todo lo que quería oír, voy para allá”. Pablo intenta ir quitando la mesa de la cena mientras viene, pero no da tiempo, todo se precipita, todo va muy rápido.

A las doce llega Anabel. Coloca todo su instrumental, ordenado, sobre la mesa: pinzas, el aparato para escuchar a Ru, guantes… y un libro de sudokus; es curioso, pero, a pesar de ver cosas de metal, y con lo aprensiva que soy yo con esas cosas, es como si no fuera conmigo, no me afecta lo más mínimo, tengo mucha confianza.

Ahora, se dispone a hacer el tacto; me da miedo que quede mucho tiempo y no resistir, pero me dice: “¡estás ya de ocho centímetros!”, y yo, “¿de verdad?”, y ella, “bueno, dejémoslo en seis”. ¡¡Buá!!, me pongo supercontenta, qué subidón, es como si me hubieran dado una poción que me diera superpoderes, de pronto me siento que puedo con todo, que la vida es maravillosa y que soy la caña, me siento una supermujer, soy superfuerte.

Anabel va a cambiarse de ropa, y nosotros seguimos a lo nuestro, solo que yo ahora, tengo más energía que nadie. Se alternan contracciones con visitas al baño, me tiemblan las piernas, pero ahora todo me parece muy divertido, a veces ni nos da tiempo ya a ponernos en la postura surrealista, y aguantamos como podemos las contracciones. Mientras, Anabel, a su bola, en la mesa, haciendo sus sudokus, se hace un café…

Yo voy hablando, cuando llega la contracción paro y al terminar sigo por donde lo había dejado, es muy gracioso, me encuentro genial, yo en bolas, y ellos vestidos, yo moviéndome según los designios de Ru, que avanza y avanza, a través de mis entrañas, y ellos, tan normales, hablando conmigo pero sin quitarme atención, Pablo ayudándome siempre, me encanta.

Todo va cada vez más rápido, las conversaciones ya no tienen hilo. Anabel escucha a Ru. Yo me cago y ya ni llego al baño. En este alarde de naturalismo nudista, decido cagarme en el salón, estoy harta de tantas idas y venidas…Y son las tres mejores contracciones, ¡qué placer!, ¡¡quién me lo iba a decir!!, ¡qué liberación!, me siento perro, me siento animal, MUJER con mayúsculas, cagadora profesional.

A la siguiente me da un ataque de sed, y bebo. Bebo agua como una posesa, a trompicones, a lo bestia… inmediatamente vomito, un nuevo placer desconocido hasta entonces para mí. Creo que no tengo nada dentro del cuerpo ya, salvo a mi niña, que sigue y sigue avanzando, que ya tiene el camino preparado. Anabel me dice: “Ya sabes lo que dicen las matronas viejas: parto vomitado, parto terminado”. Bueno, yo estoy encantada, qué genial es todo, qué natural, qué bonito a la vez que escatológico, qué divertido, qué bien pensado, qué funcional, no sé, estoy impresionada, de mí misma, de la naturaleza, del mundo, del universo, me siento muy universal, muy salvaje, muy segura, muy animal. Me gusta.

Pablo le comenta a Anabel su deseo de coger él a Ru cuando llegue, -cosa que ya habíamos hablado con Juanjo-, y ésta le dice que vale, pero que en la postura en la que estaba yo (cuclillas), no era posible, que podíamos intentar en horizontal para así, además, evitar desgarros. Anabel mete sus dedos en mi vagina y me dice que empuje como si quisiera sacarlos fuera. Me molestan sus dedos, estoy tan concentrada en mis sensaciones, que el hecho de que haya algo externo a mí y a Ru, tocándome, me desagrada. Empujo y me dice que lo hago de maravilla. Le pido a Pablo que cambie de música: Radiohead me está rayando demasiado, y pone Chopin.

Ru sigue bajando, pero no noto ninguno de los supuestos dolores de riñones, y pienso que aún debe andar muy por arriba, cuando me dice Anabel que estoy en dilatación completa, que cuando apoye en el periné nos avisa y que si quiero, la puedo tener de lado, en el sillón. Con tanto sentir y sentir y que sea Pablo el que lleva la intendencia, yo no sé si vienen ahora los dolores de riñones porque va a empezar a bajar, o si es que ya está abajo la cabeza. Comprendo que es lo segundo cuando me propone que meta mis dedos y le toque la cabeza; no puedo, ni lo intento, en parte me asusta, de nuevo un cuerpo extraño, aunque sean mis propias manos, por ahí. No quiero cambiar el punto de vista, lo estoy viviendo y sintiendo todo, casi viéndolo, con los “ojos interiores”, de un modo tan intenso, que no quiero sacarlo fuera, quiero que todo siga así, desde aquí, como llevo haciéndolo todo el embarazo, no tengo ninguna prisa ni curiosidad, todo está ocurriendo como tiene que ocurrir.

Anabel dice que Ru tiene sitio de sobra para salir, tal vez por eso no me ha dolido nada. Yo le comento mi miedo a rajarme, ahora que, de pronto, veo que ya llega el momento álgido; me dice que de lado es muy difícil rajarse, y que si no puedo ir al sillón, me llevarán ellos.

Dos contracciones más y Anabel prepara el sillón: lo cubre con una funda, pone almohadas…

Ya está casi apoyada, “se le ven los pelillos”, dice Anabel. ¡¡Qué impresión!!, estoy tomando conciencia muy rápido, en medio de esta vorágine que no me deja pararme a pensar en nada, de que esta presencia interior se está tornando hacia fuera, que pugna por salir, no sé. “Ya está apoyado, ¡¡al sillón!!”, exclama Anabel, y me levanto y me dirijo hacia él. Me preguntan si puedo, ¿cómo no voy a poder, si me encuentro de maravilla?.

Mientras me tumbo y nos colocamos, Anabel cuadra la cámara de vídeo, que teníamos encima del trípode, a los pies del sillón, por si me apetecía grabarlo, y lo cierto es que no me importa hacerlo. Pablo se sienta en el sillón, yo, de lado, mirando hacia fuera, y Anabel, medio de cuclillas al lado de Pablo. Es una extraña emoción la que siento, muy contenida, muy ensimismada, concentrada, tranquila. Sé que estoy viviendo uno de los momentos más intensos de mi vida, si no el que más, pero a pesar de todo, no estoy nerviosa, me siento en conexión con la naturaleza, con mis ancestros, con mi especie, con las mujeres… Me sobra una pierna, la izquierda, lo cierto es que no sé qué hacer con ella. Trato de apoyarla en algún sitio, pero está Pablo, y resignándome a no ponerla en su cabeza, decido sujetármela yo misma, con el brazo izquierdo a modo de gancho, la verdad, pesa, pero no puedo ni hablar, estoy en éxtasis, este tipo de dificultades me perturban sobremanera, pero bueno.

Todo va muy rápido, Pablo quiere conectar la cámara, pero no se puede levantar (mi pierna derecha está sobre las suyas); le dice a Anabel dónde está el botón, pero yo ya no soporto ni que hablen, estoy completamente ensimismada, nada debe enturbiar mi estado de máxima introspección, lo de fuera sobra, sólo existe mi interior, que ahora es infinito y se extiende sin ningún límite; escucharles, o que me toquen, que hablen de banalidades como ésas, me resulta muy desorientador, muy molesto. Haciendo un esfuerzo sobrehumano por salir, en parte, de mi estado de meditación, para que dejen de hablar, para decirles que se callen, consigo articular un “noh, noh”, que escucho como desde ultratumba, pero ellos piensan que no quiero que graben, con lo que se apartan de la cámara. ¡Dios, qué lejos están!, ¿cómo llegar hasta ellos?, ¡si yo sí que quiero grabar! Aún a costa de morir en el intento de salir a la superficie, vuelvo a articular un nuevo “noh, noh”, que me suena superdébil, refiriéndome a que no era eso, pero llega tarde: su tiempo transcurre a otra velocidad, y ya les ha dado tiempo a quitarse, y a volver a intentarlo, de modo que lo interpretan como una nueva negativa a sus acercamientos a la cámara… Desisto, de todos modos las cosas se van precipitando, yo no me siento a gusto en su mundo superficial, ¡qué importa la cámara!, al fin y al cabo voy recuperando mi estado de meditación y ya ni siquiera me importa estar cargando con mi pierna.

Anabel le coloca a Pablo su mano, con una gasa, apretando entre el ano y el periné, para evitar infecciones. Me molesta mucho, no soporto que me toquen, es muy perturbador, dado mi estado de buda. Otra vez la pierna sobrante, no consigo explicar que quiero que me la sujeten, están muy muy lejos. De nuevo consigo recuperar la concentración, con mi pesada pierna a cuestas y con la molesta mano de Pablo.

Ya asoma un trocito de la cabeza de Ru, con sus pelillos. Yo noto la cabeza ahí, entre mis piernas, que no puedo cerrar porque ella está ahí, es ya tangible, aunque yo la note en mis entrañas. Anabel me pide que apriete. Lo hago y siento alivio, y fuerza, mucha fuerza. Siento que necesito seguir y seguir, hasta el infinito, para siempre, pero ahora me pide que respire profundamente, lo que me cuesta horrores, me resulta frustrante, lo siento como una interrupción, y me cuesta concentrarme para ir en contra de mis deseos, que son de apretar, lo que me estaba reportando mucho placer, plenitud, libertad… con esfuerzo y control mental, lo consigo.

En cada contracción aprieto y empujo sacando toda mi energía, me sale del alma. Siento como si me estuviera liberando de todo lo que me ha agobiado siempre, en toda mi vida, en todas mis vidas. Siento que no soy yo sola la que empujo, que empujamos todas: yo soy yo y todas las mujeres, todas las que hay en el mundo, todas las que han existido y todas las que existirán; ellas me dan fuerzas, y yo a ellas, es una sensación plena, de libertad absoluta, de auténtico placer. Grito desde dentro, muy bajito, desde mi lugar, tan alejado del mundo ahora, desde mi cueva, mi guarida; el grito va aumentando de intensidad, pero nunca de volumen: grito de fuerza, grito de energía, grito de esfuerzo, pero también de placer. Un grito sexual, un grito femenino, un grito, en definitiva, ancestral, un grito eterno. “Tienes grandes dotes para parir”, me dice Anabel, es el piropo más bonito que me han dicho nunca, me encanta ser una superparidora.

Anabel pregunta que dónde están los aceites, y se va corriendo al baño. Coge el de rosa mosqueta, que llevo dándome desde la semana 26, aproximadamente, y comienza a masajear el periné con él, sin parar. La tía se lo curra muchísimo, yo ya no noto nada por ahí, me da igual si me tocan. Pablo ve cómo se abre la vagina en cada contracción, como va apareciendo y desapareciendo la cabeza de Ru, parece que no cabrá nunca por ese pequeño agujero.

Llega un momento en el que me empieza a doler muchísimo la piel a la altura del clítoris. Siento como si en vez de piel tuviera raso, tela de raso: rígida, sin flexibilidad, muy muy tirante, y muy frágil, fácil de rasgar. Siento que se va a romper la tela, que se raja. Salgo de mi estado de concentración y de sensaciones placenteras por culpa de mis paranoias. Mi cabeza entra en juego, y comienzo a imaginar una auténtica escabechina, una carnicería. Me asusto, me asqueo, me horrorizo. Siento que de pronto, todo cambia, que ahora el miedo me paraliza. “¡¡Me duele muchísimo!!”, grito, -esta vez ya, en el mundo real-, pero no me hacen caso, todo va muy rápido y están muy ocupados. En estos momentos sólo me preocupa mi tela de raso, su inminente rasgamiento, mi futuro estado de lisiada sexual; mi imaginación gore no tiene límites, pero la cosa sigue. Anabel me dice que no grite con la garganta, que no contenga, que siga como antes, pero no puedo, estoy preocupadísima, mi cabeza se ha adueñado de mi parto y ya no controlo yo la situación. En cada empujón contengo, es cierto, pero es que me da miedo liberarme y rajarme de arriba abajo: “¡¡Me voy a rajar, me voy a rajar!!”, grito con verdadero pavor, pero Anabel, con su seguridad característica, me dice de forma contundente: “¡¡No te vas a rajar!!”. Entre la seguridad que me dio, -la creí ciegamente-, y que yo sentía que ya no podía seguir así, tan incómoda, con una cabeza cada vez más grande entre mis piernas, conteniendo una fuerza que era superior a mí, decido que sea lo que dios quiera, y que si me rajo, mala suerte. Vuelvo al estado anterior, sin cerebro, y en las dos siguientes contracciones, vuelvo a gritar desde dentro, y a sentir, y a conectar conmigo misma y con Ru, y todo comienza a marchar: “Ya hemos pasado el temporal”, dice Anabel, y yo sigo. Pablo ve que me puedo abrir aún más, y de pronto, pasa la cabeza de Ru, y queda aplastada contra mí, es como un botijillo. A mí ya no me importa haberme rajado, sólo siento una enorme liberación, de que ya no esté la cabeza de Ru ahí, en estado refractario, empujándome, como sin sitio para las dos.

Pero aún no está todo hecho. Pablo ve que hay una vuelta de cordón, la misma que yo veía que tenía Ru cuando visualizaba el parto en la ducha. Anabel mete el dedo y la quita sin problemas. Me dice que empuje otra vez y sale el cuerpo de golpe, a gran velocidad. Pablo coge a Ru y me la pone encima. Es todo tan bonito… se le caen un par de lagrimillas. Yo estoy en mi mundo, Ru se mueve mucho, tiene los ojos abiertos y mira a todos lados mientras grita “ah, ah”, ¡¡qué rica!! ¡se la ve tan feliz!!... Creo que le ha encantado nacer tanto como a nosotros parirla. Nos quedamos embobados con que nazca tan despierta, tan atenta. Está llena de vermix, tan blanquita. Es la 1:55 de la mañana.

Pablo me dice: “Mira a ver qué es, que yo ya lo sé”. No para de moverse, es tan escurridiza… Yo no sé ni cómo cogerla. Al principio creo que es un niño, porque, con tanto movimiento, confundo el ombligo, que es muy largo, pero, finalmente, veo que es una niña. Se llamará Ruth.

Al rato, Anabel le pone una pinza verde en el cordón, y le dice a Pablo que lo corte. Él siente lo cárnico que es el cordón, y le hace mucha ilusión cortarlo.

Ahora, hay que expulsar la placenta: Anabel me pide que apriete otra vez. Yo lo hago y sale toda de una vez. Le digo a Anabel: “¿ya está?, ¿esto es todo?”, y ella me contesta que sí mientras comprueba que están todos los tejidos en esa gran torta roja, tan viva, que ha sido el órgano maravilloso que ha dirigido mi cuerpo durante nueve meses a las órdenes de Ru, que yo formé, que era mío, y que, sin embargo, como decía Juanjo, tenía el ADN de ella. Anabel me comentó, mirando la placenta, que no estaba de 41 semanas, “porque ésta está perfecta, sin calcificaciones, y es gordita”. Además, Ru está llena de vérmix, que es como tocinillo.


Es todo genial, maravilloso, tanto, que en ningún momento sentí esa tremenda emoción que dicen sentir las mujeres, esa sensación de ser superadas por algo, de necesitar ver, tocar, besar, chupar, a sus bebés recién nacidos. Yo sentía una enorme alegría, sentía la felicidad rezumando por todos y cada uno de los poros de mi piel, sentía amor, me sentía mujer, que yo era, a la vez, todas las mujeres de ahora y de toda la eternidad, del mundo entero, pariendo a la vez, sentí la fuerza, la energía, lo salvaje, lo animal… pero todo bajo una enorme sensación de normalidad, de que todo ha sido así desde el principio de los tiempos, que nací para esto, en fin, que no estaba haciendo nada del otro mundo. Fue todo tan fácil, tan natural, tan instintivo, tan disfrutado, que quizá por eso, cuando llegó Ru a mis brazos, seguí sintiendo esa sensación de normalidad. Me sentía un animal: no creo que los animales, tras parir sientan esas emociones tan fuertes, tan de haber sufrido para conseguir a sus crías; simplemente, ellas están ahí, como lo más normal del mundo, y las madres sienten que han hecho algo natural, sin pararse en meditaciones. Así me sentía yo, como una leona, como una leona con su cría, parida sin dificultad, lo más normal del mundo. Todo huele a sangre, a regla, a vida; ése olor me inunda, todo es sangre y sexo, (y eso que no rompí bolsa y que no salió apenas sangre).

“¡Me voy a bañar!”, exclamé, no sé por qué, tal vez sí necesitaba asimilar la situación. Cuando me levanto y me dirijo a la ducha, me siento rara, como si no me sujetara bien, Anabel me explica que es por el centro de gravedad, ¡claro, lleva 9 meses cambiando gradualmente, y de pronto me lo ponen donde antes!.

Mientras me ducho, están Pablo y Ru, en sus brazos. Nos miramos emocionados, sin poder creerlo, como si no fuera verdad. Yo además me siento extraña: miro mi tripa vestigial, llena de vermix (que por cierto, cuesta trabajo limpiar), y, comparando mi aspecto lozano y lleno del embarazo, me veo como una chica famélica, tan flaca, sin mi tripa, con esa riñonera de piel, tan blanda y elástica…

Cuando me estoy duchando, llega Juanjo. Me apetece mucho verlo, así que salgo con la toalla, sin fijarme en la ropa interior, camisón y compresa que me había preparado Anabel para vestirme. Me dicen: “¡¡pero chicaaa!!, ¡que lo vas a poner todo perdido!”. Nos damos un abrazo, estamos todos muy contentos. Mientras me duchaba, Anabel ha recogido toda la casa, está todo como si no hubiera pasado nada.

Al ratito de estar con Juanjo, éste dice que probemos a ponerla al pecho. Me pongo nerviosa, ésto ya son palabras mayores. A ver cómo es ésto. Me la acercan a la teta derecha, según se va acercando, mueve las manos hacia delante, se quiere agarrar a mí, y se pone nerviosa, es como una fierecilla, emite un ruido parecido al de un acelerador, que es, en cierto modo, parecido al lloro, pero más ansioso, más salvaje, -si cabe-. Según se aproxima, la intensidad aumenta, me asusta un poco tanto deseo… yo que veía el parto como algo tan animal, ahora veo todo lo humano que llevo dentro a mis 30 años. Por fin llega, se engancha al pecho con gran fuerza, casi con furia, y comienza a mamar, con un ímpetu y un deseo que me desconcierta, es arrebatador, realmente impresiona. Ella se va calmando, pero succiona, con vehemencia, casi con violencia, es un animal, mi pezón es suyo, miro desde fuera, esto me supera, estoy maravillada con lo que ven mis ojos, cómo se calma, cómo esto estaba escrito que ocurriría desde el comienzo de los tiempos, desde antes de nacer yo, y cómo ella lo sabía, que soy suya, que es su derecho y su territorio. Estoy encantada, la naturaleza me puede, pero miro, y miro a todos, y no sé qué hacer, y no hago nada, y Juanjo y Anabel están ahí, como si tal cosa… Al ratito se suelta, también con fuerza, yo estoy desconcertada. Miro mi teta, que ya no es mía y veo mi pezón, que ahora es inmensamente largo, y con forma aplastada, por la boca de Ru, mi animalillo. La piel de éste, de la fuerza de la succión, se ha quedado sin oxígeno en tres zonas, que ahora son como tres miniampollas blancas. Es impresionante, lo que más de todo, cómo ha llegado este nuevo ser, al que conozco como si lo hubiera parido y se adueña de nuevo de mi cuerpo, de tan arrebatadora manera, es impresionante, es desgarrador.

Tras estar haciendo fotos a nuestra placenta (mi ser de bióloga sigue latente) desde todos los ángulos y comentando la jugada con Anabel, y con Juanjo, que el pobre casi se nos duerme, éstos se marchan. Son las 4:00 de la mañana, nuestra casa ya no es la misma, ni nosotros, ni el mundo, ni nada. Nos metemos los tres en la cama, alucinados. Ru no quiere dormir, se mueve y mira a todos lados, da grititos, parece que se quiere comunicar, su presencia arrebatadora ya nos acompañará siempre, sin darnos cuenta nos cambiará la vida, haciéndola aún más maravillosa, más especial, más feliz, si cabe. Yo ya no me siento ni media persona cuando recuerdo cómo era yo antes de llegar ella a mi ser, ella, mi chinilla, mi brujita, mi niña, que la quiero más que a nada en el mundo, que me ha enseñado tantas cosas de mí misma, de mi pasado, de por qué soy ahora así, de mi familia… Esto ha sido para mí una experiencia mística, que dura incluso ahora, con igual fuerza, gracias a la lactancia, que nos une fuertemente, que nos enamora a las dos, y gracias a Pablo, que es lo que más amo en el universo, y a todo lo que nos queremos, al amor, al deseo, a nuestro vínculo indestructible, cada vez más fuerte, más sólido. Me encantaría pasarme la vida embarazada, pariendo, dando de mamar, con miles de hijos, y con Pablo, mi vida, todos juntos. Esto es la felicidad, y la felicidad, ahora lo sé, es eterna e infinita.