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EL NACIMIENTO DE NURIA, 1996

Siempre he pensado que el momento en que dejas salir a ese pequeño ser que vive dentro de ti debe ser maravilloso. No digo dar la vida, porque vida tenía ya desde hace tiempo, pero si una cierta independencia, el comienzo de un camino que nos va separando de nuestros hijos a medida que crecen para luego volver a nosotras cuando la madurez elimina su rebeldía.

Pero volviendo al tema, que me pierdo: decía que siempre, desde niña casi, pensé que ese debía ser mi momento cumbre como hembra y que tenía derecho a disfrutarlo sin intervenciones molestas, pero sobre todo, sin prisa.

Por ello, cuando supe que estaba embarazada empecé una larga lista de conversaciones con el que era mi ginecólogo privado, en las que hablamos de todo lo que yo quería y no quería. Querer sólo quería una cosa, porque siendo la primera malamente podía yo saber lo que se puede querer, quería que no me cortaran. Y no querer no quería muchas cosas; no quería epidural, no quería oxitocina, ...en fin, no quería nada que provocase, anestesiase, manipulase o forzase de ninguna manera algo que yo consideraba natural como la vida misma.

Se acercaba la fecha probable de parto, el 1 de noviembre de 1996, y mi ginecólogo, en una de las visitas a monitores, me dijo muy convencido él: “te vas a poner de parto en seguida y yo me voy de puente, ¿quieres parir el jueves?”, ahí debí empezar a darme cuenta de que todas sus concesiones no habían sido más que buenas palabras, pero lejos de eso a mí se me abrieron unos ojos como platos y contesté: “¡No!, si te tienes que ir te vas, la que tiene que parir soy yo, no tu”.

Y así, me puse de parto el 2 de noviembre, como él calculaba, en mitad del puente de todos los santos. La primera contracción me despertó a las 6:00 de la mañana. Me levanté, desayuné, puse la lavadora, arreglé mi casa y no dije nada. Las contracciones venían cada media hora o así, suaves pero inconfundibles. No tenía duda de que estaba a punto de ser mamá. Mi compañero se levantó unas horas después y me pidió que le acompañara, así que nos fuimos los dos a cuidar los corderos, le ayudé con los sacos del pienso, y a repartir la paja.

Pasamos luego por casa de su madre y ella me notó “rara”. A ella sí le dije que creía que estaba de parto, y muy serena me preguntó cada cuanto tenía dolores. Yo le dije que se hacían más frecuentes, pero que aún había tiempo. Al final de la mañana le dije al futuro papá que había llegado la hora. Volvimos a Segovia, cogimos las maletas y salimos en dirección a Madrid, a la clínica Belén, en Arturo Soria.

Al llegar a Madrid no me encontraba aún con ganas de meterme en la clínica, así que paramos en un bar conocido, tomamos una cerveza, pedimos unos callos y subimos con ellos a casa de mi madre, donde mi hermana nos esperaba porque yo ya la había avisado. Después de comer, que sabía ya que no me iban a dejar, me fumé un cigarro y a las cinco de la tarde nos dirigimos a la clínica.

Al llegar me reconocieron: 8 cmts. La matrona muy contenta me dijo: “tranquila, que en seguida acabamos” y yo le contesté: “tranquila tú, que yo no tengo prisa.” Pero le dio igual. Vino automáticamente con la vía y la oxitocina. Protesté: mi gine me había dicho que no si no hacía falta, y tenía que haber dejado un suplente informado. Fue a preguntar; nada, ningún suplente, sólo el médico de guardia. Así me pusieron el enema, la oxitocina, el monitor (externo, antes no había de los otros), y me tumbaron en la cama. Me retorcía de dolor. Lo que llevaba siendo un dolor controlable durante casi doce horas de repente se había convertido en una tortura insoportable, mis contracciones se confundían con otras que yo no podía controlar y sentía que me moría de dolor.

Le pedí a mi hermana que llamara a la enfermera porque no podía soportarlo y vino para llevarme al paritorio.
Una vez allí me colocaron en el potro, con las piernas bien atadas para que no las pudiera cerrar, un gran foco alumbrándolo todo, sobre todo mi parte más íntima y mucha gente con mascarilla dando vueltas a mi alrededor, ruidos metálicos de instrumentos sobre bandejas, conversaciones que nada tenían que ver conmigo... Y a mí, se me fueron las ganas. Las contracciones literalmente desaparecieron y sentí deseos de decir “dejadlo para mañana, que se me han quitado las ganas”, pero no pude. Qué más da, no me habrían hecho caso. Entonces supe que no tenía más opción que resignarme. De allí saldría con mi niña en brazos (y ni eso), pero no como yo quería.

Llegó el médico, se sentó delante de mi en un taburete pequeño. Mis partes delante de su cara y me dijo “empuja“. La enfermera dijo “ya le veo la cabeza, es morena”. Pero yo no podía empujar. Así no, tumbada con las patas p’arriba. Entonces el médico me puso una anestesia local y cortó. Noté el frío de las tijeras en mi piel y lloré por dentro. Volvió a decir “empuja” y yo lo intenté con todas mis ganas para que no cortara más, pero la niña no salió y corto otra vez, desde donde lo había dejado y en otra dirección, el principio de una ceta, y mientras cortaba decía: “ es que estás muy tensa”. Yo pensé “¿y si te pongo unas tijeras debajo de los huevos, a que se te encojen?” Pero no podía decirlo, sólo le dije “no me cortes más, por favor”. Y él contestó: “ si no te corto tú no pares”. Y lo cierto es que no parí. El médico pegó un tercer corte, la Z completa, y la enfermera que veía la cabeza se cansó de esperar, se apoyó con los codos en mi vientre, los clavó con fuerza y sacó a mi niña de mí. No se si en el momento en que ella quería salir, o antes, o después porque hasta ella se asustó, pero la sacó. Del paritorio no te vas sin parir.

Sólo pude verle los ojos un momento, se la llevaron, la lavaron, aspiraron, vacunaron, vistieron, le dieron un biberón y no me la devolvieron hasta la mañana siguiente, porque como ya era tarde el nido cerró mientras ella estaba en observación por nada, rutina pura. Además ¿para que la quería yo?, como dijo mi querida enfermera, ya la tendría luego en casa, ahora había que descansar. Y yo me pregunto ahora: descansar de qué, ¿del parto o de la tortura?

Entonces llegó mi madre, muy apurada porque iba allegar tarde. No sabía que eso era lo que yo quería y que por eso no la habíamos llamado hasta que bajé al paritorio: “¿Cómo te encuentras?” me preguntó al ver que ya había parido (mentira!, me habían parido ellos). “Como si me hubiera follado un elefante” contesté yo. “Normal, hija” me dijo ella en tono de consuelo. Luego supe que NO es normal, pero ya os contaré los otros partos para que veáis la diferencia.

El resultado de todo aquello, más lo de “dale cada 3 horas, sólo diez minutos de cada pecho y si llora suero glucosado para que se calle.” fue que salí sin poderme mover, casi ni sentar, mi niña no se agarraba bien, le pusieron unos pendientes que le tuve que quitar infectados, a los veinte días empezamos con la ayudita, a los dos meses no quería mi pecho, y aún hoy tengo las molestias de la cicatriz que me dejó el de las tijeras, para que no se me olvide porqué después lo hice como lo hice.

Por suerte la vida me dio la oportunidad de recuperar mi dignidad. Confirmar que todo aquello era totalmente innecesario y que no me equivocaba al pensar que fue una salvajada. Aún cuando todo el mundo me decía “¿De qué te quejas? Si tardaste media hora en parir...” Pero esas ya son otras historias que merecen dedicación a parte.