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El nacimiento de Jesús en casa

Es duro tener que reconocer que el nacimiento de tu primer hijo no ha sido el momento más feliz de tu vida, más bien todo lo contrario, una experiencia dolorosa y traumática. Di a luz a Ángel en un “moderno” hospital madrileño, que al igual que otros muchos en España, sigue aplicando unos protocolos obsoletos y desaconsejados por la OMS, pero yo entonces no tenia ni idea de esos temas, no me informé a tiempo y mi niño y yo sufrimos las consecuencias de un parto totalmente medicalizado. Anestesiada, no sentí nada, ni para bien ni para mal durante el mismo, pero después tuve que sufrir la herida de una episiotomía bestial, la pena por una lactancia imposible y la falta de conexión con un bebé que yo no sentía como mío, debido a una separación que se prolongó durante diez días, por su ingreso innecesario en la UCI. Yo no parí, mi hijo no nació, fue extraído de mí de una manera mecánica y artificial.

Conocí El Parto es Nuestro, cuando me topé con la web mientras buscaba información sobre el vínculo. Mi hijo mayor tenía unos nueve meses y desde su nacimiento no lograba ser feliz. Tampoco había sido capaz de conseguir conectar con él. Participando en las listas abiertas entendí que era lo que nos había pasado. Me hice socia, cambié de ginecóloga y empecé a ahorrar para que el siguiente, fuese un parto respetado.

Cuando quedé embarazada por segunda vez tuve claro que quería que esta vez todo fuera diferente, y en lugar de disfrutar tranquila de mi embarazo, estuve los 9 meses investigando para intentar tener el mejor de los partos posibles y evitar, sobre todo, que me separaran de mi bebé. Recuerdo mi primer embarazo como un periodo de placidez y tranquilidad, sin embargo este segundo ha sido bastante estresante. No quería dejar nada al azar, ya se había malogrado un nacimiento y no iba a permitir que volviera a suceder lo mismo. Por lo que terminé haciendo un “master” en partos y obligando a mi marido a hacerlo también. Pero la peor parte de todas fue decidir donde y con quién dar a luz, pues todas sabemos lo difícil que es encontrar un sitio, un profesional, que nos atienda respetando la evidencia científica, las recomendaciones de la OMS y en definitiva nuestros derechos, no solo como usuarias del sistema sanitario si no simplemente como personas.

La ginecóloga que llevaba mi embarazo tenía muy buenas intenciones, pero no terminaba de transmitirme seguridad. Seguí de cerca todas las historias de quien conocía iba a parir con ella y surgían cosas que no me gustaban: que si hacía masaje perineal, que si dirigía los pujos, que si esperaba muy poco tiempo a que saliese de forma espontánea la placenta… Intuía que, como algo se saliera mínimamente de lo que ella considerase “normal”, no iba a tener paciencia e iba a querer intervenir rápidamente alterando todo el proceso y provocando con ello un resultado incierto. Yo quería llevar las riendas de mi propio parto. Yo si confiaba en mi misma, en mi capacidad de parir, eso sí, siempre que quienes estuviesen a mi alrededor me dejaran hacerlo a mi ritmo, a mi manera. En mi primer embarazo tuve diabetes gestacional, controlada con dieta sin mayor problema. Ahora sé que es relativamente normal que los niveles de azúcar se alteren durante el embarazo, pero mi ginecóloga le daba mucha importancia a este tema y me metía miedo con ello. No quise hacerme el O’ Sullivan, ella no estaba de acuerdo con mi decisión pero no podía obligarme a hacerlo. Que si parecía que el niño era demasiado grande, que si tenía más liquido amniótico del normal,…No me gustaba como me sentía al salir de su consulta así que decidí buscar otra opinión.

Me hablaron de Emilio Santos, un ginecólogo que atendía partos en casa. Me metí en su página Web y me puse a leer los relatos de parto. Me llamó la atención que muchas mujeres coincidían en que verle llegar era como “ver un ángel”, las calmaba y tranquilizaba de tal modo que incluso algunas dejaban de sentir el dolor de las contracciones. Sonaba muy bien, así que pedí cita con él.

Era un viernes, iba pasando consulta con retraso, éramos los últimos. Cuando salimos de allí le dije a mi marido: “está claro que Emilio no me va a meter prisa para parir”, nos reímos mucho. Es tan calmado, se toma tanto tiempo para explicarte las cosas. Era muy tarde y como nos pillaba de camino le acercamos en coche al metro. Ya sabía que quería parir con él a mi lado y a ser posible en casa. Pienso que en el fondo siempre lo tuve claro, el hospital no me hacía gracia, no sólo por mi mala experiencia previa sino porque cuánto más aprendía sobre partos, más me daba cuenta de que ese no es el lugar más idóneo para dar a luz. Además, iba conociendo a mujeres que coincidían en que, a pesar de haber tenido un segundo parto bueno y respetado en un centro hospitalario, estaban decididas a que el siguiente fuera en casa. Yo pensaba que no era casualidad que todas tuvieran el mismo sentimiento. Mi marido me apoyaba fuera cual fuese la decisión que tomase, así que cuando encontré el profesional que me inspiraba confianza, no lo pensé más.

Poco tiempo antes del parto, me llevé un gran susto: parecía que el bebé estaba de nalgas. Tanto esfuerzo preparando el parto y cuando por fin decido donde y con quién, esto lo echaba todo por tierra. Mi primer hijo fue siempre muy tradicional, lo recuerdo boca a bajo, presionando con su cabeza mi pelvis y dándome pataditas en las costillas, sin embargo la postura de este bebé era distinta, rara, no se distinguía muy bien donde estaba la cabeza ni se diferenciaba del pompis. Me habían hecho una palpación pero era necesaria una ecografía para verificarlo y pasaría una semana hasta que pudiese hacérmela. Recordaré siempre una conversación telefónica con una amiga matrona. ¡Como lloré! Y que bien me hizo hacerlo, desahogarme con ella. Eran demasiados meses de lucha, necesitaba parar, concentrarme en la llegada de mi niño, dejar de pensar y empezar a sentir para facilitarle el camino. A pesar de que podía contar con mi marido para todo, en el fondo me sentía muy sola. Las decisiones para bien o para mal, tenía que tomarlas yo y la responsabilidad abrumaba. Pasé una semana muy mala, estudiando diversas opciones para que se diera la vuelta: pedí cita para una moxibustión y por las noches adoptaba la postura del mahometano en la cama, a oscuras con una linterna apuntándome la vagina y unos saquitos calientes para indicarle a mi bebé cual era el camino correcto. La verdad es que suena ridículo, pero yo recuerdo esos momentos con especial cariño, pues eran momentos de verdadera intimidad y tranquilidad en los que me sentí mas unida que nunca a mi bebé. Emilio me habló de la versión externa, pero fue algo que me inspiró mucho rechazo desde el primer momento. No sé por qué, pero no me gustaba la idea, así que decidí seguir mi instinto y no hacerla. Si mi hijo había decidido venir así al mundo, pues así sería, ya veríamos como nos las apañábamos. Era muy triste e injusto porque en ese caso, Emilio no me atendía en casa y mi seguro no me cubría para que lo hiciera en un hospital, así que me quedaba totalmente desamparada, pues no conocía a nadie en Madrid que atendiese partos de nalgas aparte de él, por lo que lo más probable es que terminase en cesárea. Cuando por fin me hice la eco: el niño estaba bien colocado! ¡Fue un alivio enorme!. No sé si siempre estuvo así y habíamos interpretado mal la palpación o habían surtido efecto mis “acrobacias nocturnas” y se había dado la vuelta, pero el caso es que estaba boca abajo y era posible el parto en casa.

Mi fecha probable de parto era el 31 de diciembre, pero yo intuía que en cuánto dejase todos mis asuntos resueltos el parto se desencadenaría rápidamente. Otra de los preparativos pendientes era - como casi todas hacemos - el depilarme. Siempre recordaré la cara de sorpresa de la esteticien cuando le dije que no quería las ingles brasileñas, que no me iban a rasurar ni iba a ser cesárea. Seguro que he sido la única embarazada que ella haya conocido que no saliese de allí impoluta hacia el hospital. Por otra parte me preocupaba qué hacer con mi hijo mayor cuando llegase el momento, pues sabía que no iba a ser capaz de desinhibirme y concentrarme si él se encontraba en casa, pero el cuerpo es sabio y supo ver la oportunidad idónea en cuanto se presentó. Habíamos comprado un calendario de adviento. Todas las mañanas Ángel y yo abríamos la casilla correspondiente a ese día y nos comíamos el trocito de chocolate. El día 24 abrimos la última. Sin saberlo habíamos hecho juntos una cuenta atrás hacia el día del parto.

El día de nochebuena fuimos, como siempre, a casa de mis suegros. Cené genial e incluso brinde con un poquito de cava. Ángel, mi niño, se quedaba a dormir allí para recibir los regalos de Navidad a la mañana siguiente, así que nos despedimos pronto y nos fuimos a casa. Pusimos una película y empecé a notar unos pinchazos. Mi marido, Luis, estaba cansado por lo que no terminamos de verla y nos fuimos a la cama. Expulsé el tapón mucoso antes de acostarme, pero cuando quise decirle que ya estaba efectivamente de parto, el estaba profundamente dormido. Puse la calefacción y estuve una hora sentada en la pelota de Pilates en la oscuridad sobrellevando sola las contracciones y a eso de las dos le desperté. Me daba mucha vergüenza llamar a Emilio, molestándole en un día tan señalado, pero no quedaba mas remedio. El pobre estaba dormido, me dijo que me relajara que me dejara llevar y que le llamara por la mañana. Me hizo pasarle el teléfono a Luis, no sé que le dijo. Cuando colgamos yo me preguntaba que sería para él por la mañana: las seis, las ocho, las diez… Sabia que iba a ser muy rápido pues las contracciones eran bastante seguidas. Como el parto se había adelantado, no tenia hecha la “canastilla”, por si al final teníamos que ir al hospital. Intenté hacerla, pero no pude. No podía encontrar las cosas ni tenia ganas de buscarlas. Estuve de pie, de rodillas, sentada… intenté tumbarme de lado para descansar pero las contracciones eran mucho mas dolorosas así, me hacían levantarme como un resorte, como si estuviera poseída, vomité…en una de esas creí hacerme pis, había roto aguas. Volvimos a llamar a Emilio y al poco tiempo ya estaba en casa. Muy tranquilo, miró el latido del bebé, todo iba genial, así que nos dejó solos en mi habitación a mi marido y a mí. El se fue al salón, se le oía teclear en el ordenador. Hace gracia pensar en como cambian los tiempos… ahora la matrona no espera pacientemente en una esquina mientras teje calceta si no que se dedica a trastear con las nuevas tecnologías… Estábamos a oscuras. A veces tenía frío y me ponía la bata, otras tenía calor y me desnudaba. Luis se portó genial aguantando mis gritos y mis fuertes apretones de mano en las contracciones. Yo me quejaba del dolor, él me acariciaba y me daba ánimos: “tú puedes, lo estás haciendo bien”, decía. Recuerdo pensar “¡que alguien me ayude!”, pero en el fondo yo sabía que nadie podía ayudarme, esto tendría que hacerlo yo sola. Intenté sentarme en la silla de partos que había traído Emilio, pero no me gustó nada, me pareció super dura y desagradable. Tan sólo me hizo un tacto, creo que yo no lo pedí, él me lo ofreció y yo acepté. Estaba de siete cm y me sugirió que me diese un baño de agua caliente. Estuve un rato metida en la bañera, pero no terminaba de estar cómoda porque es bastante pequeña y el agua no llegaba a cubrirme entera. Al salir del agua, mi bebé seguía estando un poco alto, así que me coloque de rodillas en el suelo con el cuerpo sobre la cama y con cada contracción me incorporaba, ayudándole a bajar. Emilio me animaba a tocarme, a sentir como me abría, como se abultaba mi vagina con la cabeza de mi bebé. Notaba una especie de babilla suave y mojada colgando de mí, supongo que sería un coágulo o algo así, era agradable. Me sugirió que quizá querría echarme un poco para atrás y empujar cuando sintiese ganas y así lo hice.

Tras varios intentos salió la cabeza. Es alucinante sentirla entre las piernas mientras el resto del cuerpecito sigue dentro de ti. Emilio me animó a tocar la naricita de mi bebé. Me sorprendió lo dura que la tenia. Yo le pregunté qué tenia que hacer ahora: “esperar a la siguiente contracción para empujar”. Al poco ya había salido del todo. Lloró con fuerza y pensé: “¿porqué lloras si todo ha salido bien?”. Mi marido también lloró de la emoción abrazado a Emilio. Miramos debajo de las toallas para descubrir que era niño, yo lo supe siempre, pero nunca habíamos querido que nos lo confirmaran con las ecografías. Hasta ese momento no habíamos decidido el nombre en caso de ser niño. Eran las ocho y media del 25 de diciembre así que estaba claro, le llamaríamos Jesús. Jesús era muy largo (no sé cuánto porque no le medimos), estaba bastante gordito (pesó 4,200 kg.) y muy coloradote. Habíamos comprado plásticos para evitar manchar pero se nos olvidó utilizarlos. Luego bromeamos con que el C.S.I. se pondría las botas descubriendo, con esa lamparita que utilizan, los “restos del crimen”. El pobre de mi marido se pasó el día siguiente limpiando y poniendo lavadoras. Di a luz de rodillas, en el suelo de mi habitación, sobre una alfombra nueva, redonda y de color rojo, de una conocida tienda de muebles sueca, que evidentemente fue derechita a la basura. Ahora cada vez que vamos a esa tienda de compras y la vemos, nos reímos y la llamamos la “alfombra de partos”. Meses atrás alguien nos dijo: “vosotros veréis lo que hacéis pero, eso de dar a luz en el barro no era normal…”. No sé de donde había sacado esa idea del barro, pero al final resulto tener razón, pues el suelo de mi casa es de barro cocido y allí es donde nació mi bebé.

Me dejaron sola con Jesús, estaba en el suelo con él en brazos. Lo habíamos envuelto en las primeras toallas que encontramos, que justamente no eran las más bonitas ni las más suaves o nuevas. Lo recuerdo y pienso: qué desastre de organización la nuestra. En parte nos justifico porque Jesús se adelantó y nos pilló un pelín desprevenidos. Estábamos tan concentrados en el parto, que tampoco se nos ocurrió sacar una triste foto de recuerdo, aunque la verdad es que tampoco eché de menos la cámara en esos momentos. Detalles aparte, no me faltó lo fundamental: la presencia silenciosa y respetuosa de Emilio y el mejor acompañamiento de todos, el de mi marido. Puedo decir de él con gran orgullo, que es una auténtica doula. Emilio le preguntó si quería cortar el cordón umbilical, pero él prefirió no hacerlo. Le daba un poco de reparo y creo que ya había tenido suficientes emociones por ese día. Allí, en el suelo, no nos apañábamos para que Jesús se prendiera al pecho. Pasó un rato, no sé cuánto, y noté, supongo que por algo que dijo Emilio, que estaba preocupado porque no hubiese salido todavía la placenta. Me dijo que me sentase con Jesús en el vater y le pusiese al pecho. Allí empezó a succionar y al poco cayó la placenta. Tuvieron que pescarla de allí para examinarla, estaba perfecta, yo no la vi porque me fui a recostarme a mi cama. No pensé que no fuera a soportar el dolor, aunque me dolió y mucho. No tuve miedo en ningún momento durante el parto, ni pensé que fuera a terminar en el hospital por ninguna complicación, pero el tema de la placenta si me preocupó. Parecía que sangraba más de lo normal y creo que en ese momento se activó la parte racional de mi cerebro y me quedé como paralizada ante la perspectiva de tener que ir al hospital a que me pusiesen oxitocina o algo por el estilo. No recuerdo sentirme especialmente cansada, pero tampoco estaba pletórica, sólo quería estar tumbada con mi niño encima. Al final la cosa no fue a más, pero este detalle empaño un poco la felicidad de los primeros momentos tras el parto.

Cuando dijimos a la familia que Jesús había nacido y que estábamos en casa no se lo creían, pensaban que estábamos de broma y que lo que tenia encima de mi en la foto que les mandamos por msm era un muñeco. Mi muñeco estaba sano y conmigo, y aunque pesó casi un kilo más que su hermano, tan solo tuve un desgarro minúsculo que no me dio ningún problema y se curó solo sin necesidad de sutura.

Hubo quién tardó bastantes días en venir a conocer a Jesús, dijeron que para no molestar. Hubo quién no se dignó si quiera a venir a casa y no le vio hasta pasado un mes… yo lo interpreto como su forma de “castigarnos” por no haber pasado por el aro e ir como todo el mundo a un hospital…

Ángel vino horas después a casa, se acercó a la cama sonriendo, acarició a su hermano y en ese momento Jesús se echó a llorar.

A los pocos días, supongo que coincidiendo con el bajón hormonal, empecé a pasarme todo el rato llorando. Había una idea que no conseguía quitarme de la cabeza: “ese bebé que tenía en brazos no era Ángel, ni nunca lo sería”. Me daba cuenta de con que ternura cogía y acariciaba a Jesús y no podía recordar haber hecho lo mismo con Ángel. ¡Era tan injusto para todos! La herida emocional del parto de Ángel todavía existe aunque quiero creer que ahora escuece un poquito menos.

Ya va a hacer un año desde aquel día, Jesús sigue mamando y tenemos una relación muy especial. Es un niño muy cariñoso y alegre, pienso que se debe no a como, ni a donde nació, si no a que al salir de mi vientre encontró en mí, a una madre fuerte, consciente de sus necesidades y más segura de si misma y de sus capacidades para cuidarle y darle todo el amor y la atención que necesita y eso supongo que en parte si que se debe a que mi parto fue mío y salí reforzada de él.

A partir de ahora las Navidades van a tener un significado si cabe más especial, pues además de celebrar el cumpleaños de mi segundo hijo, yo siempre brindaré por haber elegido dar a luz en mi casa y por haber elegido a Emilio para compartir con nosotros este momento.

Gracias a Ángel, Jesús tuvo un nacimiento feliz.

Gracias a Jesús, yo sé lo que es parir.

Gracias a El Parto es Nuestro todo esto fué posible.

Candy Tejera 10/01/10