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Un parto en Mauritania

Durante el embarazo de Ismael estábamos toda la familia en Mauritania. Viví un embarazo sereno, intentando centrarme en los cambios de mi cuerpo y con cierto deseo de “estirar” el tiempo. A mí me gusta estar embarazada. Me maravilla saber que tengo dos corazones latiendo dentro. Me enorgullecen las redondeces que se vuelven cada vez más evidentes. Creo que es un estado de plenitud y de mucha intensidad, en el que las emociones están a flor de piel. Saberme habitada por el milagro de la vida me hace sentir fuerte y vulnerable al mismo tiempo, con necesidades mayores de protección pero también con mas coraje que nunca. Era la cuarta vez que vivía esta maravillosa experiencia, quizás la ultima, por lo que trataba de no perder la conciencia de lo excepcional del momento, aunque no siempre lo conseguía y eso a veces me frustraba. No quería acostarme un solo día con la sensación de que había sido un día banal. Mi hijo estaba dentro de mí formándose y preparándose para este mundo y yo quería estar lo mas presente posible.

Al principio pensamos volver a España para dar a luz, en alguna clínica respetuosa, quizás en casa de alguna amiga… el lugar estaba por definir. Los meses iban pasando y a medida que se acercaba el momento me costaba más trabajo arrancarme del lugar que era mi hogar desde hacia más de dos años. En el séptimo mes, a la vuelta de una excursión, descubrí que tenía pérdidas. Me asusté mucho. Tuve miedo de que mi hijo naciera prematuramente. Me prescribieron reposo absoluto durante 10 días. Claude, mi pareja, estuvo esos días especialmente pendiente de nosotros dos. Llevaba el timón de la familia, la logística con los otros tres niños con mucha naturalidad de forma que yo pude estar tranquila. Me regañaba “severamente” cada vez que me veía levantada, nos mimó y cuidó mucho. Esos días tan “caseros” empezamos a ver con evidencia que nuestro hogar era la cueva acogedora y segura en la que queríamos dar a luz con intimidad y respeto. Pasados esos días, la ginecóloga me aconsejó limitar mis movimientos hasta el momento del parto, nada de estrés, ni de viajes… Acabamos así por convencernos de que el encuentro con nuestro hijo se produciría bajo el cielo africano. Empezó entonces el proceso de búsqueda de una comadrona que quisiera atenderme en casa. Contacté con varias matronas, nadie parecía estar disponible… alguien de la asociación “Nacer en Casa” me dijo, hay una matrona, en Tenerife que quizás estaría dispuesta a ir, se llama Cande… Me gustó su nombre, me sonaba a candela, a luz y además Tenerife está a solo un par de horas de Mauritania, todo parecía cuadrar, un buen presagio. La primera vez que hablamos ella acababa de salir de un parto. Sentí la emoción en su voz y me gustó. 35 años acompañando nacimientos y seguir emocionándose… eso es amor a la labor… Hablamos muchas veces por teléfono. Creo que nos sentimos muy próximas antes de conocernos. Yo esperaba su llegada con impaciencia, con cierto temor a que se adelantara el parto antes de que ella llegara. Por fin nos encontramos, solo cuatro días antes de que naciera Ismael. Fueron cuatro días intensos, tuvimos tiempo de conocernos, de charlar, de ver vídeos de partos juntas, de intimar, de confesarnos... hasta de visitar la clínica adonde iríamos sólo en caso de urgencia y de donde salimos todavía más convencidas de que mi hogar era el mejor lugar, tanto por cálido y como por seguro, para acoger y celebrar el mejor de los regalos, “mira, seguro que tú no tendrás problemas y vas a parir en casa, confía en tu poder, Anita”.

Mi hermana,
Marta, llegó desde Granada, apenas 24 horas antes de que naciera Ismael. Era jueves y por la mañana fuimos al mercado, entre mujeres. Por la tarde empecé a sentirme rara, con contracciones diferentes y ganas de recluirme en casita, de poner orden... habíamos acordado ir a la playa pero ya no me apetecía... Cande insistió en que me sentaría bien caminar por la playa. Ella ya sabía. Llevaba todo el día preguntando con sonrisa de pilla "¿tienes contracciones? Ah, ¿quieres preparar el nido?”. Salí de casa refunfuñando. En la playa, dos horas de viento y sal, puesta de sol preciosa... Soplaba un viento fresco mientras observaba a mis hijos. Marc, el mayor, casi adolescente, que se lanzó de cabeza al mar, sin desvestirse, y se pasó media hora saltando y nadando entre las olas como un delfín. Clara contemplando el mar tranquila, sentada en la arena, como meditando. Y Josué vestido de superman, que iba y venía corriendo por la playa. Claude, observando el mar y sirviéndose el té con menta con gestos de ritual religioso. Me sentí afortunada de tener a mi familia. Valió la pena el paseo, aunque las contracciones se volvieron más intensas y rítmicas. Al volver me encontraba entre la certeza de que se había puesto en marcha el tren del alumbramiento que una vez arrancado es imparable hasta su destino final y una sensación de irrealidad.

Al llegar a casa la matrona me examina y me suelta “ay la madre si ya estás dilatada de cinco centímetros". Le grito a Claude muy emocionada y riendo, "¡¡que estoy de
5 cm, que en unas horas tenemos bebe en casa!!". A partir de entonces todo fue rápido e intensísimo. Mientras yo viajaba al mundo paralelo del alumbramiento, con música, cantos, respiraciones hondas, movimientos de pelvis sobre pelota gigante, velas... Claude, Marta y Cande se coordinaron como si hubieran trazado un plan de trabajo telepáticamente: aseguraron que la casa se quedaba tranquila y en silencio (duchas, cena a los peques y poco después todos los menores de edad dormían), prepararon una piscina con agua caliente en la habitación. Cande, con pantalones verdes de hospital y sus calcetines rojos con ositos de la suerte, iba trayendo silenciosamente su instrumental de comadrona. Claude me acompañaba con reiki en la espalda y el vientre… Pasé las primeras horas muy interiorizada, visualizando con cada contracción una especie de túnel que se ensanchaba a lo largo de mi columna. Recordé lo que decía el último libro que leí sobre el nacimiento: que se atraviesa el mismo túnel que aparece en el momento de la muerte pero en sentido inverso. El recién nacido viene de la luz y el moribundo se va hacia ella. Empecé a llorar al pensar que mi hijo estaba renunciando a ese paraíso divino por amor, a nosotros, a la humanidad, a la tierra, y también porque él todavía sabía muy bien lo que venía a hacer, esa misión que en las distracciones terrenales casi siempre se olvida. Los sentía cerca, sobre todo a Claude, de quien ya no quería separarme un momento, vigilantes y disponibles, respetando mi recogimiento. Llegó un momento en que sentí la necesidad de presencias a mi alrededor que me dieran fuerza y confianza. Me abracé a Cande durante algunas contracciones dolorosas y la sentí como un árbol antiguo, de raíces profundas, como un enorme baobab. Entré en la piscina buscando el alivio del agua cálida. Los tres formaron un circulo protector entorno a nosotros dos. Claude frente a nosotros, también en el agua, me transmitía su serenidad innata, mi hermana a mi espalda me soplaba en el cuello con cada una de mis expiraciones y sentía como el dolor se disipaba hacia atrás, Cande, a nuestro lado, controlaba el ritmo cardíaco de Ismael y decía “fantástico”. Estábamos en total sintonía, respirábamos juntos, al mismo ritmo.

En un momento dado Cande dijo “está casi a dilatación completa”. Claude tocó la cabecita de Ismael y dijo “está todavía un poco lejos”, “sí, está alto”, corroboró Cande. Sentí un ligero desaliento y tuve la sensación de que algo se paraba. Como si Ismael cogiera fuerzas para el último tramo, el más difícil, y al mismo tiempo se retuviera antes de saltar a un abismo desconocido. Le repetía “no tengas miedo, no tengas miedo”, “vienes de la luz a esta tierra que ofrece muy poco a cambio por amor”. Por un momento dejé de tener contracciones. La música se había parado y escuché el bullicio de la calle. Tenía que sumergirme al máximo en el mundo de mi hijo para ayudarle a salir. Les pedí que pusieran de nuevo la música sagrada que me acompañó durante las contracciones y hubo un momento cómico. En la emoción y la penumbra,
Marta y Cande no atinaban “no aquí, este botón, rebobina, uy, que no veo”. Les miré con sonrisa de oreja a oreja, estaban las dos graciosísimas con sus caras de “qué pasa pues”… Cande me diría después que sólo me faltó decirles en ese momento “se acabó el simulacro, chicos”.

Pero no era un simulacro. Instantes después mi cuerpo empujaba con una fuerza descomunal que no me pertenece, instintivamente me alcé verticalmente como para ayudarnos de la fuerza de la tierra y apoyé después las manos en el suelo. Grité con todo mi ser y la habitación, hasta entonces en el silencio de las iglesias, se llenó de una voz ancestral que no reconocí como propia y que parecía venir de miles de mujeres antepasadas gimiendo en ese mismo trance. Sentí como si me quebrara en mil pedazos, perdí la conciencia de los límites de mi cuerpo y pasó, de nuevo al igual que las otras veces, como una ráfaga, el convencimiento de que me moría. Ese último grito puso fin a los susurros y abrió paso a sollozos, risas, exclamaciones y el llanto de nuestro hijo. Claude acogía con sus manos a Ismael, calentito y húmedo, y lo ponía en mi pecho.

Cande dijo: “un niño, acabo de tocarle los huevos”.

Mirarle fue reconocerle y me pareció una pura evidencia que era él quien tenía que venir. Claude cortó el cordón cuando dejó de latir.

Eran las 11 de la noche del 29 de mayo, sólo tres horas antes volvíamos de un paseo por la playa.

Ismael ya estaba entre nosotros.

Bienvenido al mundo!!

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