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Violencia Obstétrica en Hospital Alvaro Cunqueiro

Han pasado 8 meses de mi parto. Aún me cuesta hablar de ello sin emocionarme. Tengo pesadillas en ocasiones, en las que vuelvo a quedarme embarazada, o en las que estoy en quirófano sin poder moverme, como en una peli de terror. Hoy me han recordado que no lo he contado, que esperaban mi relato de parto sanador, pero no puedo contaros algo así. No quiero asustar a nadie, solo contar cómo nos fue. Comienzo: Adriana nació por cesárea una madrugada tras más de 14 horas de inducción en las que me quejé de dolor. Os hablo de un dolor inmenso y constante. Me pincharon la epidural en 3 ocasiones, y hasta la 3a no conseguí algo parecido al efecto esperable. Anestesista y matrona miraban incrédulas cuando les decía que podía sentir las contracciones, que tenía una leve sensación de entumecimiento en las piernas, pero que podía sentir todo lo demás. Me pasaban un objeto metálico, luego algo mojado. Y la sensación era como de parches: eso lo notaba, y 1cm al lado ya no, y ahí sí, y allá no. Habían roto la bolsa por protocolo, por aquello de que según ellas acelera el parto, aprovechar las ventanas sin dolor de la epidural. Pero una vez rota la bolsa el dolor no me abandonó. Quiero aclararos que yo no quería una inducción del parto. Ni yo ni mi hija corríamos un peligro inmediato y real que requiriese finalizar el embarazo ya. Y de haber sido así hay otros métodos que no son la inducción. Resulta que este hospital hace inducción entre las semanas 37 y 39 por protocolo a las embarazadas con diabetes gestacional. Independientemente del peso de sus hijos, tratamiento, y si no es aconsejable por mala tolerancia a la inducción, como sucedió en mi primer parto, y por lo que terminé en cesárea. La tocóloga y la anestesista que me habían estado atendiendo hasta entonces insistían sobre la conveniencia de que mi parto se iniciase de manera espontánea, por la cesárea anterior. Pero en la última cita de toco me cambiaron de especialista por alguien más afín a las inducciones. Me asusté tanto que pregunté por qué, cómo, cuándo, y si la vida de mi hija corría peligro. A lo que la tocóloga respondió: “Tú no decides ni cómo ni cuándo va a nacer tu hija. Lo decido yo. Ya es lo último que me quedaba, darte explicaciones”. Y discutimos: sí, tenía que darme explicaciones de por qué tomaban la decisión con más de dos meses de antelación que mi hija tenía que nacer por inducción. A qué venían aquellas prisas. Y sobre todo explicarme a qué riesgos nos exponían a las dos, que suponían una ventaja sobre un inicio de parto espontáneo. En la ecografía de alto riesgo de la semana 36 el peso estimado de mi hija era de 2,9kg ±330g. El obstetra me envió a hacer registros cardio-tocográficos en la semana 37. Llegué a la cita de monitorización del registro cardio-tocográfico con 10 minutos de antelación. Y me quedé esperando a que me llamasen para mi cita. Me pasé más de 3 horas esperando sentada en una silla, sin poder comer nada, sin que me llamasen, expuesta a un posible contagio del Covid-19. Cuando ya no quedaban citas me hicieron pasar. Era la última. Según ellas el registro mostraba un bebé poco activo. Pero no había tiempo para que comiese algo y repetir el registro. Me pidieron que pasase a lo largo de la tarde por urgencias para repetir la prueba. Aquella tarde, recién comida, acudí a urgencias. Mi niña estaba reactiva. Perfecta. Y el obstetra me dijo que hice bien en rechazar la inducción, que mi hija estaba perfecta, y me citó para repetir monitores la semana siguiente. Su trato agresivo y la ansiedad que me generó me llevaron a buscar una alternativa aquel mismo día. Me hice mi primera sesión de acupuntura para intentar desencadenar el parto. Pasé el fin de semana con contracciones, pero no sucedió nada. Probamos de nuevo el lunes. Contracciones. Y después nada. En la semana 38 volvieron a repetir la jugada: tras dos horas y 45 minutos sentada en una silla, en la sala de espera de multitud de consultas, me hacen pasar la última. Usan términos como “está muy plana” y me ingresan para hacer un seguimiento de 48 horas. Sus registros fueron perfectos durante aquellos dos días ingresada. El tercero mientras conversaba con mi marido aparecieron en mi habitación 4 sanitarios. No se identifican. Y uno de ellos me ordena que me tumbe en la cama para hacerme una exploración vaginal. Me levanté de la silla, me senté en el borde de la cama y logré reaccionar a tiempo: “¿Y por qué me vais a explorar si no estoy de parto?” Una de ellas echó una carcajada y se volvió por instinto a taparse la boca. El que me había ordenado que me tumbase me respondió: “Para que veamos cómo de dilatada estás y así poder elegir cómo vamos a inducirte el parto”. Mi marido estalló: “La habéis ingresado porque dijisteis que nuestra hija mostraba algo que no os gustaba en los monitores. Durante dos días todos los registros han salido bien. ¿Por qué la queréis inducir?”. Y comenzaron a hablarnos de manera autoritaria. Nos negaron la información sobre ventajas e inconvenientes de la inducción, insulina, diabetes, inicio de parto espontáneo. En medio de la disputa el obstetra me amenazó abiertamente: “Si pretendes llegar a la semana 40 me veré obligado a tomar medidas” y nos da el alta en contra de su voluntad, haciendo hincapié en que nos iba a hacer firmar un documento en el que asumiríamos todos los riesgos derivados de no aceptar la inducción. Le respondí “No pretenda engañarme, se que la responsabilidad la tengo siempre yo, acepte o no la inducción”. Mi marido le pide que nos explique qué ven en el registro cardio-tocográfico, qué ven exáctamente que no les gusta. Y le responde “Hombre, explicarte 4 años de carrera así en un momentito…” haciendo aspavientos, manifestando su negativa a dar explicaciones. A regañadientes nos envía a repetir registros cardio-tocográficos 4 días después. En esos 4 días volvimos a consulta con mi matrona e intentar desencadenar el inicio del parto con acupuntura, pero solo obtuvimos contracciones. Me hace una Hamilton con un plan en mente: si me pongo de parto me iría con ella en su coche a otro hospital en otra ciudad, donde ella trabaja, para así pasar los cierres perimetrales, y allí me tramitarían una tarjeta como desplazada. Pero no me puse de parto para mi desgracia. 39 + 1. Esta vez no me hacen esperar tanto. En el registro cardio-tocográfico observan la variabilidad deseada, pero… no tiene la amplitud de oscilación que buscan. “Esta excusa es nueva”, pensé. Me hacen una ecografía e insisten sobre la necesidad imperiosa de inducir el parto. Solicito dejen que mi marido esté en la consulta para escuchar sus argumentos, se niegan, y les digo que sin él presente no aceptaré nada. Le dejan entrar, rechazamos el ingreso para inducción y accedemos a pasar por la tarde para repetir el registro. No imaginaba la acogida que recibí: desde detrás de la mesa de la consulta una joven obstetra se dirigía a mí en un tono beligerante. Me dice que no me va a repetir los registros. Que tiene en una bandeja detrás suya una orden judicial. Que si no accedo a la inducción va a solicitar al juez realizarme una cesárea bajo sedación porque “no quiere tener que lidiar conmigo durante una inducción”. Me vine abajo. Solo pensaba que podía arriesgarme a que un juez me diese la razón, o se la diese a ellos, y hacerme una cesárea en su ignorancia. Le comento a la obstetra que mi matrona me ha hecho una exploración el día antes, y una Hamilton. Que no estoy de parto: cuello posterior, dilatado 2cm, borrado un 30%. Y que no quiero prostaglandinas, que me gustaría si fuese posible usar una sonda de Foley. A ella se le iluminó la cara: había conseguido lo que quería. Pide mi ingreso en planta para inducirme a primera hora de la mañana siguiente. Le solicito poder volver a mi casa, a organizar con quién dejo a mi hijo, cenar tranquila y dormir en mi cama. Me amenazó: si a las 8 no estoy cursará la solicitud judicial. Incluso me espeta: “Si mañana te encuentras con que tu hija se ha muerto luego no vengas llorando”. Me gustaría deciros que mi historia de violencia acaba aquí. A pesar de haber terminado en una inducción de parto fallida. Con la bolsa rota demasiado tiempo, la dilatación no progresa, mi hija no empuja, aunque su latido es estable y no se inmuta con las contracciones. El obstetra de guardia me dice que está muy alta, que no llega a ella, y ni pujando logra alcanzarla. Me cuenta que podrían empujarla hasta alcanzarla con las palas. Alucino, y le digo: una Kristeller para sacarla con palas?! En cuanto dije Kristeller me dijo: te doy 2 horas para que empujes a ver si eres capaz de sacarla, sino vamos a cesárea. Todo esto con las matronas de uñas, discutiendo con mi marido. Negándome atención de otro anestesista para que intente ponerme bien la epidural porque no puede venir de otra parte del hospital por el Covid. Así que me practican una cesárea solo con dolantina. Como ya he dicho: una película de terror, en la que parecía estar borracha, no poder moverme, y sentirlo todo: el corte del bisturí, los depresores y el "tironcito" en el que dejé de ver, pero podía sentir todo: sacar a mi hija, tirar de la placenta, limpiar con gasas. Y no dejar de gritar y llorar. Y después todo negro. La violencia no cesó: desperté en una REA aturdida, con dos sanitarias sobre mí, haciendo un masaje compresivo sobre mi útero. Quitaban empapadores. Me gritan que deje de quejarme, que estoy asustando a los otros pacientes, que no los dejo descansar. Entre lágrimas pedí disculpas, les dije que no me daba cuenta de que me estaba quejando. Temblaba. Sentía mucho frío. Me respondieron que allí se estaba muy bien, que no hacía frío, y que iban a ponerme algo en el gotero para que siguiese descansando. Ahora sé que fue mi primera hemorragia. Volví a despertarme con ellas encima, masajeando, comentan que estoy sangrando, quitan empapadores. Quejándome de dolor, suplico que me pongan algo que me cubra, que tengo mucho frío. De mala gana ponen otra manta sobre mis piernas, se acercan al gotero, inyectan algo, y vuelvo a caer en un vacío. Segunda hemorragia. De nuevo las siento tocar bajo las mantas, presionar mi abdomen, las oigo pero no las entiendo. La tercera. Les digo que aún tengo frío. A regañadientes me ponen un calefactor bajo las sábanas, ligeramente tibio, y logro dejar de temblar. Me despiertan: “Vamos a llevarte a tu habitación, aquí estás molestando al resto de pacientes”. A diferencia con mi anterior parto por cesárea parece que ya no es tan importante verificar que puedo mover los dedos de loa pies: corre más prisa sacarme de allí, porque según ellas me quejo demasiado. Mientras me sacan de la REA miro a mi alrededor. Estaba sola. No había otros pacientes a los que pedir disculpas. Miré al reloj. Habían pasado menos de 3 horas desde el inicio de mi cesárea. Me dejan sola en la habitación, que van a avisar a mi marido. A ratos estaba dormida, a ratos despierta. Mi marido aparece por la puerta dos horas después y sorprendido me pregunta: “¿Qué haces aquí sola? ¿Cuándo te han traído? “. No le habían avisado de mi salida de REA, y había estado sola en la habitación desde entonces. Solo me consuelan sus palabras: ha estado haciendo piel con piel con nuestra hija en neonatos. Está bien. Es preciosa. Que se me parecía mucho, y lloraba y me agarraba la mano. Aún así yo estaba triste. ¿Dónde estaba mi niña? Quería verla. Habían estado juntos desde entonces haciendo el piel con piel en neonatos. Había vuelto a la habitación porque iban a hacerle unas pruebas y le habían dicho que tenía que descansar, pero no que yo ya estaba allí. Nos pasamos la mañana pensando en ella, preguntando por ella. Y nos decían que ahora nos la traían. Pero el ahora no llegaba. La reclamamos hasta en 3 ocasiones. En la última mi marido les amenazó con ponerles una reclamación: habían pasado 11 horas desde su nacimiento y a pesar de estar sana seguían sin entregárnosla. Me ofrecieron llevarme en silla de ruedas a verla, pero por el dolor y los puntos no me lo aconsejan, que ya nos la entregaban. Bromean sobre que sin querer le habían dado el alta domiciliaria. Ellas le verían la gracia, porque a mí me dio un miedo horrible que despareciera alguien con ella. Cuando me la entregaron me pareció diminuta. La pesan delante nuestro: 3,120kg. 47 cm. Al cogerla en brazos regurgitó parte del suplemento lácteo que acababan de darle. Me enfadé: en mi plan de parto dejé claro que no quería que le diesen ningún suplemento. Por fortuna mi hija se lanzó desesperada al pecho e hizo su primera toma. Perfecta. Aprovechando me retiran el catéter urinario, y comencé a sangrar profusamente. Insistían que no era nada, que es "común" , mientras 3 obstetras corren a la habitación. Traen un ecógrafo portátil. Una de ellos sumerge ambos brazos entre mis piernas y empieza a sacar brazadas de sangre. Otra me realiza un masaje compresivo. Mi marido me miraba con nuestra hija en brazos llorando. Pensé que al menos algún día podrían contarle que su madre pudo cogerla después de nacer, y que me iba a morir allí después de lo sucedido en la REA. Consiguieron detener la hemorragia. Arrojaron los empapadores llenos de sangre y coágulos en la papelera de la habitación. Me pusieron un gotero de oxitocina para ayudar a contraer el útero y detener el sangrado. Según ellos es solo un pequeño susto. Uno de los posibles riesgos de la inducción. Es curioso que en los informes pone que es un varón, de 3,5kg, nacido a las 5 de la mañana por cesárea. Cuando nació a las 3:03, y ha pesado 3,120kg. Nos cuentan la pérdida de peso según ese registro de ese otro niño, e intentan dejarla ingresada. No bajó de 3,080kg. Y a regañadientes nos dieron el alta. La obstetra me dice: “has tenido dos cesáreas, espero que sepas qué hacer para no volver a pasar por esto”.