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Relato nacimiento de Bruno

Nacimiento de Bruno. 15 de febrero de 2016. Hospital Clínico San Cecilio. Granada.

Mi embarazo había sido absolutamente perfecto y placentero. Lo había disfrutado muchísimo y apenas tuve ningún tipo de molestia o inconveniente. Solo recuerdo un dolor muy incómodo en la ingle unas semanas antes del parto y poco más. Estaba muy informada y empoderada. Tenía una matrona maravillosa de mi centro de salud en Granada y también conocía El Parto es Nuestro, había acudido a un par de reuniones del grupo local de Granada antes de parir. Además, una de las razones por las que en ese momento mi marido y yo habíamos decidido vivir en Granada era porque habíamos oído de la fama de “respetuoso” que tenía uno de sus hospitales, el Hospital Clínico San Cecilio. Creía que lo tenía “todo bajo control”. Me lo sabía de memoria: “ir al hospital lo más tarde posible”, “con la bolsa rota, si el líquido es claro puedes aguantar en tu casa X horas”, pero, ay… Las cosas a menudo no salen como las hemos imaginado. Yo había fantaseado con eso de aguantar las contracciones en casa, meterme en la ducha, balancearme, ir cronometrándolas antes de ir al hospital, pero nada de eso sucedió.

A primera hora de la mañana del 14 de febrero de 2016, aún en la cama, noté un líquido que me recorría la pierna. Mmmmm, se ha roto la bolsa. Ni tapón mucoso, ni contracciones, ni nada. Bolsa rota. Me sequé con un papel y el color era “rosita”. Rosita. ¿qué es “rosita”? ¿”rosita” es claro o no es claro? ¿Cómo de claro? Podemos pensar, pues “chica, rosita no es ni marrón ni verde, es rosita, quédate en tu casa”. Yo misma habría pensado así antes de ese día y, sin embargo, me puse nerviosa e inmediatamente pensé en mi bebé, “que esté bien, que esté bien, que esté bien. No tengo aquí la escala de Pantones para saber cómo de claro es esto, no me voy a arriesgar, lo más importante es mi bebé”. Nos fuimos entonces rápidamente al hospital y ahí empezó todo.

Nos tuvieron esperando muchísimo rato en la sala de urgencias y, cuando por fin nos llamaron, no dejaron entrar a mi marido. Una vez dentro me tumbaron en una camilla, me pusieron los monitores y pasó muchísimo rato (media hora, tal vez) hasta que alguien vino a verme. Yo solo hacía pensar en por qué no habían dejado pasar a mi marido, tanto tiempo separados y ni siquiera me están atendiendo… Él se estará preocupando por mí y yo por él, qué agobio. Al rato de estar sola en la camilla me llegó un fuerte aroma a café recién hecho proveniente de una puertecita que se situaba a mi derecha. No me lo podía creer. Me habían hecho pasar pero primero se habían puesto a desayunar en lugar de atenderme. Una residente que pasó por mi lado dijo algo así como “¡venga ya!” a modo de reproche a sus compañeros, me imagino que incómoda por verme ahí abandonada.

Un grupo de unos cuatro residentes (imagino que eran residentes porque eran jovencísimos, más que yo, pero ninguno se presentó ni con su nombre ni con su cargo) me dijo que el bebé estaba perfecto, que pasase a otra salita y me desnudase para una exploración. Eso hice. Me tumbé, me introdujeron algo, me dolió un poco, como cuando te hacen una citología, y al incorporarme sangré y mojé bastante. Me dijeron entonces que tenía la bolsa rota, me dieron unas compresas y una bata y me dijeron que me la pusiese pues con la bolsa rota ya no podía salir del hospital, me quedaba ingresada. A día de hoy sigo sin estar 100% segura de si me hicieron una Hamilton o no. Parece obvio pero la realidad es que no me dolió demasiado y unas 12 horas más tarde tuve una rotura franca de la bolsa que fue como vaciar una bañera, así que no sé, me quedaré con la duda siempre. Como con tantas otras que ahora os contaré.

Entré entonces en un pequeño aseo dentro de la sala de urgencias, me puse el pijama, la compresa y cuando salí me estaban esperando detrás de una mesa los cuatro residentes. Me dijeron que me sentase y me dieron para firmar los papeles de la inducción. Yo tenía muy claro que un parto inducido suponía entrar en la cascada de intervenciones y lo quería evitar a toda costa. Además, una de mis mayores ilusiones era parir sin epidural y con la oxitocina sintética no sé si lo conseguiría. Les pregunté entonces por qué me estaban dando ya esos papeles si apenas llevaba con la bolsa rota unas dos horas (recordemos que salí pitando de mi casa y llevaba solo un rato en el hospital). No debió de gustarles mi pregunta pues una de ellas saltó a la defensiva y me dijo “mira, te pongas como te pongas si al final hay que inducirte pues te vamos a inducir”. Pensé entonces muy rápidamente que mejor no ponerme por las bravas con estas personas que tal vez me tuviesen que atender y a quien no parecían gustarle demasiado las mujeres informadas. Me saqué un as de la manga y dije “vale, vale, si yo no digo que no lo vaya a firmar, pero es que me gustaría que lo viera antes mi marido, leerlo con él ¿de acuerdo?”. Pobre mujercita que se lo quiere enseñar al marido. Fue una jugada maestra, lo reconozco, pues conseguí escapar de aquella habitación sin planes de inducción a la vista.

Me encontré con mi marido y fuimos a la habitación que me habían asignado. Le conté lo sucedido y le pregunté ¿qué hacemos? ¿llamo a mi padre para preguntarle su opinión? (Quiero aclarar aquí que mi padre es médico de familia, de ahí mi pregunta). Y mi marido, tan sabio, atinó con las palabras perfectas: “Pero si seguro que te vas a poner de parto de forma natural, por eso se te ha roto la bolsa. Además, ¿si llamas a tu padre, qué te va a decir?”. “Que haga lo que me digan los médicos” -contesté. Y añadí -“vale, es verdad, no llamamos a nadie”.

Y así pasamos un rato, horas, tranquilos en la habitación hasta que una matrona vino para llevarme a monitores. Allí, tras colocarme las “correas” miró un papel y me dijo, aquí pone que te tengo que poner ahora las pastillas de prostaglandina, ¿verdad?”. “¿Cómo? ¡No! Bueno, no sé… veras... ¿te puedo hablar francamente?”. Le conté a esta matrona la verdad de cómo nos sentíamos, que yo no quería inducción, que sentía que no llevaba apenas nada con la bolsa rota y que me gustaría ponerme de parto espontáneamente pero que tampoco era yo médico ni estaba tan segura. Entonces esta matrona, este ángel, me dijo lo siguiente “verás, te voy a decir una cosa, pero esto que no salga de aquí. Antes a las mujeres se las dejaba 48 horas hasta que se las inducía, después 24 y ahora a las 4 horas ya quieren empezar con las prostaglandinas. Yo misma tuve a mi hija después de estar tres días con la bolsa rota”. Podéis imaginar lo que significó para mí. Qué paz. Qué alegría. Miró el monitor y añadió “tu bebé está perfectamente. Yo te voy a dejar aquí hasta que haya cambio de turno y así nadie te molesta, ¿vale?”. Y así hicimos. Mi marido me trajo mi libro (ahora no recuerdo qué leía en aquel momento, tal vez él lo sepa). Y pasaron las horas leyendo. Ya no sé cuánto tiempo después entró otra matrona, miró los papeles que salían del monitor y me dijo “pero, bueno, ¡tú cuánto tiempo llevas aquí!” a lo que yo contesté con ese registro entre sumisa y despistada que me estaba dando tan buen resultado “pues no sé, nos dijeron que estuviéramos aquí y aquí estamos”. “Anda, anda, pero si este bebé está perfecto, vete a tu cuarto”. Al salir de la habitación me crucé en el pasillo con uno de los residentes que me atendieron por la mañana en el reconocimiento de urgencias: “Ya me han contado que no te quieres inducir. Pues, ya sabes, mañana a las 8, si no te has puesto de parto: e hizo un gesto con la mano como de poner una inyección en un brazo.

Desde ese momento mi único objetivo, mi lucha, era “ponerme de parto espontáneamente”. Pero, ay, amigas. ¿os habéis dado cuenta? “lucha” y “parto” son palabras que nunca funcionaran juntas en una misma frase. Yo caminaba y caminaba como una loca por los pasillos, notaba contracciones, pero eran débiles y muy irregulares. Hasta que llegó la noche. Estábamos cenando algo cuando entró una compañera a mi habitación (era una habitación doble inmensa que habíamos tenido todo el día para nosotros solos). Era una chica con unas contracciones tremendas, ya estaba de parto, con unos fuertes dolores, ella quería ya la epidural pero le dijeron que tenía que esperar aún un poco, que no había roto la bolsa. Yo la veía apoyada en la ventana, retorciéndose de dolor, y sentía una envidia terrible. Si yo le pudiera haber dado mi bolsa rota y ella a mí sus contracciones… Hasta que vinieron para llevársela al paritorio y volvimos a estar solos. Entonces, nos acurrucamos en la cama y le dije a mi marido: “ya está. Lo hemos intentado. Me hubiera encantado tener un parto espontáneo, natural, pero parece que no lo vamos a conseguir, intentemos disfrutarlo como venga. Te quiero” y, con un pequeño flexo sobre nuestras cabezas, cada uno se acomodó y nos pusimos al leer. En ese preciso instante, en ese justo instante, ni un segundo antes, ni uno después, sentí que se partía mi espalda. Craaaaaack. No me lo podía creer. Magia. Craaaaaack. Otra vez. No quise espantar el embrujo e hice como si estuviera leyendo y cogí un boli. Empecé a apuntar en el borde de un periódico los minutos de las contracciones (aún lo conservo, el diario Ideal de Granada del 14 de febrero de 2016). Hasta que ya no podía aguantar más y se lo dije a mi marido. Fortísimos dolores que me hacían inmensamente feliz y el estómago descompuesto, cuatro o cinco veces seguidas fui al baño a hacer caca. Mi cuerpo se vaciaba, se preparaba. Cada vez más fuertes. Y en una de las salidas del baño splaaaaaaash un inmeso charco de agua en el suelo, no paraba de salir. Llamamos excitadísimos a la enfermera que vino con cara de hastío y una fregona. Le dijimos entre nerviosos y entusiasmados que ya estaba de parto, que qué se hacía, a lo que contestó con expresión de aburrimiento que no estaba de parto, que las contracciones tenían que ser más seguidas. A los dos minutos venían a por mí para llevarme al paritorio porque se escuchaban los gritos desde la otra punta del hospital.

Mi sueño se estaba cumpliendo.

Me tocó un paritorio bastante feo, muy pequeñito y sin la famosa bañera que tanto anuncian en las visitas al hospital (no recuerdo qué excusa me pusieron para no usarla cuando la pedí) pero que escondía un secreto que descubriríamos horas después. La enfermera que me atendió hasta el final me preguntó creo que antes de nada si quería epidural. Le dije que no y contestó con un escueto “vale”. Días después, mi marido me contó que cuando él iba de camino al paritorio (entró unos minutos después de mí) escuchó cómo una matrona le gritaba espantada a esta enfermera “¿Qué no quiere epiduraaaaaaaal?” a lo que la otra contestó con un shhhhhhhhh señalando a mi marido que justo venía de camino. Me dijo entonces esta enfermera si quería probar el óxido nitroso. Había oído hablar de él y me pareció buena idea pero la verdad es que no me gustó nada. La enfermera me insistía para que lo utilizase pero lo único que me producía era agobio tener que estar pegando esas bocanadas de aire en lugar de dejarme llevar por las contracciones y estar a lo que tenía que estar. Por lo que al cabo de dos o tres intentos pasé del óxido nitroso y no volví a tomarlo más. Me hicieron un tacto y me dijeron que ya quedaba poco. Apenas un rato después sentí que tenía muchísimas ganas de empujar, mi enfermera llamó de nuevo a la matrona que, tras hacerme un tacto, me dijo sorprendida que ya estaba en completa, que empujase si quería.

A pesar de haber hecho toda la dilatación en apenas dos horas, el expulsivo se estancó. Yo empujaba como una leona pero mi bebé no nacía aún. Entonces vieron en los monitores que había cambios en la frecuencia del bebé cuando había una contracción y me preguntaron si me podían hacer una prueba que consistía en un pequeño pinchazo en la cabecita del bebé para extraerle una gotita de sangre y ver el nivel de oxígeno. Dije que sí, supongo que me hicieron algo parecido a un tacto (ya no lo recuerdo), salieron de la habitación, y al poquísimo tiempo volvieron para decirme que mi bebé estaba perfectamente, simplemente no le gustaban las contracciones, y que siguiese empujando. Llegaron de golpe un buen grupo de residentes, cuatro, si mal no recuerdo, pues parece que se habían terminado todos los demás partos y yo era el último entretenimiento. Tres de ellos eran los que me habían atendido a primera hora de la mañana en urgencias (¡y ahora eran casi las 5 de la madrugada del día siguiente!). Una de ellas se sentó a mi lado y me preguntó cómo se iba a llamar mi bebé y me dijo que en esa habitación parió ella a su hijo. Otra, aquella a la que no le hizo gracia que yo no quisiera firmar la inducción inmediatamente, se sentó a los pies de la cama y me animó a empujar con fuerza. Me introdujo dos dedos en la vagina (sin preguntarme, aunque en aquel entorno de caos ni siquiera lo viví como algo violento) y me dijo “venga, empuja, sácame los dedos”. Yo empujaba con todas mis fuerzas en mitad de aquel barullo y se me ocurrió pedir una silla de partos; hasta entonces había empujado de mil maneras posibles pero siempre alrededor de la cama y pensé que tal vez sentarme o acuclillarme sobre la silla de partos podría ayudar. Pero nadie me contestó y más bien se hizo un silencio en la habitación. Ante la falta de respuestas pregunté “¿qué pasa?” a lo que me contestó el residente de ginecología, “que se acaba el tiempo”. “¿Qué tiempo?”-volví a preguntar. “El tiempo del expulsivo”. “Pero ¿el expulsivo tiene tiempo?”. “Sí, tres horas”. “¿Y cuánto tiempo llevamos?”. “Dos horas y cincuenta minutos. Te vamos a preparar para cesárea.” Sentí aquella frase como un mazazo en mi cuerpo y en mi alma, sentí el peso del mundo que caía sobre mí. Y al oído, en voz muy baja, las palabras de mi marido: “tú, como si nada, sigue, mi amor”. Han pasado cuatro años hasta que he conseguido recordar esas palabras sin romperme de emoción. Qué valentía, qué entereza, cuánto amor demostró en ese momento mi marido susurrándome esas palabras de aliento y esperanza. Y así hice.

Aquella sentencia sobre el límite de tiempo del expulsivo y la preparación para la cesárea creo que fueron una bomba no solo para mí, pues en el paritorio se hizo el silencio y algunos de los residentes y la enfermera que había estado conmigo desde el principio se miraron entre sí como diciendo “¿pero en serio le vamos a hacer esto con lo que lleva luchado por su parto?”. Fue entonces cuando el residente ginecólogo, como movido por una especie de compasión, se acercó a mí y me dijo “mira, si quieres, te podemos ayudar un poco con la ventosa, te tengo que hacer un cortecito, ¿vale?”. Os podéis imaginar, cuando ya me habían puesto la vía para la cesárea, la posibilidad de terminar el parto “solamente” con epsiotomía y ventosa sonó en mis oídos como música celestial. Le contesté ilusionada que sí, que por supuesto. Y así nació Bruno. Apenas recuerdo el corte de la episiotomía, tal vez un pequeño pinchazo para la anestesia local y que tuve que hacer un pujo muy lento, tal y como me indicaban, para acompañar la salida con la ventosa. Me pusieron a mi bebé encima tan solo un segundo e inmediatamente después lo colocaron en una mesita que estaba como a un metro de distancia de mí con una lámpara de esas que da calor y le acercaron a la nariz un tubito con oxígeno porque, según ellos, no lloraba con fuerza. Todo tan innecesario. Pues apenas unos minutos después me lo volvían a colocar sobre mi pecho (donde más caliente puede estar un recién nacido) y le dieron a mi marido el tubito para que lo sujetase él un rato más junto a su nariz, aunque a los pocos minutos volvió una enfermera y nos dijo que dejase ya el tubito porque el bebé no lo necesitaba. Justo entonces viví las dos horas creo que más felices de mi vida. Desaparecieron por completo toda esa troupe de residentes que se habían amontonado en nuestro paritorio y nos dejaron completamente solos a los tres. Al alba. Aquel paritorio tan cutre resultó tener unas vistas preciosas sobre el Albaicín al amanecer. Qué sensación de paz tan infinita, de calma absoluta, jamás lo olvidaré. No vino absolutamente nadie en las dos horas siguientes. Transcurrido ese tiempo vino un celador para acompañarnos a planta. Le dijo a mi marido que bajase por su cuenta y a mí me bajaría por el ascensor de carga, en la cama, con mi bebé en brazos. Qué grata sorpresa, ser yo quien bajaba al bebé a planta. Lloré entonces por primera vez, en el ascensor, con mi bebé en los brazos, tan unidos, me encantó pasearme en la cama por los pasillos junto a él, sentí que éramos uno y no me lo podían quitar.

Ahora, cuatro años después, he comprendido muchas cosas. Algunas de ellas solo las he llegado a comprender con el nacimiento de mi segundo hijo y gracias a las matronas que me han acompañado en mi segundo parto, en casa. He comprendido que un expulsivo no tiene tiempo límite. Que es normal que un bebé haga movimientos de bajada y subida en el camino por el canal del parto. He comprendido que, habiendo dilatado en apenas dos horas, mi expulsivo habría durado seguramente muy poco de no ser por la pesada mochila con la que entré en el paritorio; la mochila de un día entero de lucha contra los protocolos, de incertidumbre, de haber estado literalmente escondida en una habitación, de largas caminatas por el pasillo, una mochila llena de todo menos del disfrute y goce que conlleva un preparto. He comprendido que estar permanentemente atada a unas agobiantes correas entorpece a la mujer y es innecesario. He comprendido que en los hospitales, donde una mayoría de mujeres pare sin epidural, les dirigen los pujos también a las mujeres que no llevan epidural, prolongando así sus expulsivos y creándoles un gran malestar, pues les hacen empujar cuando no les apetece, a un ritmo distinto del que les pide su cuerpo y se les impide empujar cuando lo necesitan. He comprendido que aquella breve separación de mi bebé durante unos minutos era totalmente protocolaria e innecesárea también, pues tuvo un apgar de 9-9-9 y, si era verdad que necesitaba calor (cosa verdaderamente extraña con esa puntuación en el test de apgar), el máximo calor lo habría obtenido sobre mi pecho, y el tubito ese, si era necesario (cosa que también dudo) se lo podríamos haber sostenido sobre mi pecho como hicimos unos minutos después. Además, otra prueba más de su perfecto estado de salud es que nos dejaron completamente solos a los minutos de nacer y ya nunca más vino nadie a vernos. Menos mal. Mi bebé, como la inmensa mayoría, lo primero y único que necesitaba era a su mamá.

He tardado cuatro años en escribir este relato y me duele pensar que durante este tiempo haya podido dejar de ayudar a alguna mujer de Granada buscando información acerca de dónde parir. No obstante, me consuelo al pensar que nunca habría estado completo de haberlo escrito en otro momento. Es más, solo ahora, con el nacimiento de mi segundo hijo, en casa, lo he comprendido todo de verdad.