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Relato de parto natural vaginal

Era 28 de noviembre de 2017. Aquella mañana me levanté tarde, llevaba noches en las que apenas lograba descansar pero esa recuperé sueño y fuerzas, el cuerpo es sabio y quizás vaticinaba lo que venía. Poco más de un mes antes había tenido una amenaza de parto prematuro, a las 33 semanas. Tras un ingreso de 3 días con medicación las contracciones dejaron de ser preocupantes y volví a casa con un reposo forzado. En realidad, desde entonces no cedieron del todo las contracciones. Al principio apenas las notaba, pero desde hacía dos semanas se habían vuelto más intensas al atardecer, tanto que en tres ocasiones ya había creído que comenzaba el parto. Pero de madrugada siempre acababan cediendo, falsa alarma.

Aquella tarde decidí ir a dar un paseo antes de lo que acostumbraba porque me notaba pesada, con las entendibles molestias de estar en casi las 40 semanas de embarazo. Eran las 6 de la tarde y chispeaba. A la media hora de estar caminando regresé porque había empezado a notarme más molesta, y subiendo las escaleras al piso sentí una contracción más intensa en comparación con cualquiera de las anteriores. Me quedé expectante…unos diez minutos después volví a tener otra similar. Fui al baño y vi que había terminado de expulsar el tapón mucoso (la noche anterior, tras la ducha, cayó parte de él). Con incertidumbre y emoción cogí el portátil y me puse frente a Jorge (que trabajaba con el ordenador) a terminar la playlist con las canciones que llevaba escuchando repetidamente durante los últimos meses para cuando llegara “el momento” (el cual nunca llegó porque no tuve la necesidad de escuchar música durante el parto). También hice unas castañas al horno que comimos juntos, yo sentada en la pelota de pilates, botando lentamente mientras las contracciones seguían sucediéndose, suaves, pero haciéndose notar.

Dos horas después concluí que esa vez sí que estaba empezando todo. Entonces abrí la aplicación del móvil para contabilizar intervalo y duración de contracciones. Las primeras de menos de un minuto cada diez. Pero regulares, acortando pausas, aumentando intensidad y duración. Entonces me preparé un baño, aunque apenas aguanté unos minutos ahí sentada, necesitaba moverme, así que el baño se convirtió en una ducha rápida. Nos fuimos preparando relajadamente, en silencio, con emoción. Jorge cenó, yo solo tomé un yogur. A las 11 de la noche sentí que era el momento de salir para el hospital. Las contracciones ya se sucedían cada cinco minutos, más intensas, pero aun tolerables.

Llegamos al hospital y en apenas 15 minutos pasamos a consulta. Me exploraron, solo estaba de 3 centímetros y por protocolo debían monitorizarme antes de subir a planta. Nada más entrar a paritorio fue un alivio ver a las matronas que estaban de guardia porque ya había tratado con ellas antes. Una me atendió cuando estuve ingresada por amenaza de parto prematuro; la otra me había puesto los monitores hacía unos días. En los dos casos me trasmitieron serenidad y cariño.

Una vez en la habitación, y al poco tiempo de tumbarme en la cama, tuve una contracción especialmente fuerte. Justo en ese momento se rompía la bolsa. A partir de entonces las contracciones empezaron a ser mucho más intensas y tras cada una de ellas la frecuencia cardiaca del bebé empezó a descender. Probé a colocarme en decúbito lateral hacia uno y otro lado, pero hasta que no me puse de pie, tal y como me pedía el cuerpo, no se normalizó la gráfica.

Serían entonces casi las 2 de la madrugada cuando nos trasladaron a la habitación de planta. El trabajo de parto parecía haberse acelerado de repente, ya casi no podía hablar mientras tenía una contracción, eran como olas fuertes, cada vez más grandes y enérgicas que hacían que se escapara bastante líquido con cada una de ellas. Al poco tiempo sentí que necesitaba comer algo y entonces llegó mi madre con un par de zumos y un dulce de máquina. Se quedó con nosotros apenas una hora, y durante todo ese tiempo estuve sentada en la pelota, luego, una de las veces que me levante para cambiar la compresa, me di cuenta que toleraba mejor el dolor de pie mientras Jorge me hacía presión en las crestas iliacas. Después probé a colocarme en cuadripedia en la cama, en esa postura podía descansar más. Y así, alternando una posición y otra, la presión y masaje, pasaron unas tres horas. Las contracciones ya apenas daban tregua y decidí que había llegado el momento de pedir que me llevaran a paritorio. Vino entonces una matrona que me puso una vía y exploró antes de bajar, apenas estaba de 5-6 centímetros…

Al poco tiempo de estar en paritorio me sobrevino una contracción inmensa, descomunal, al dolor eléctrico por el vientre y espalda se le sumó una sensación de empuje en el suelo pélvico que no podía controlar. Pedí entonces que llamaran a la matrona y vino ella, nuestro ángel aquella noche, Mavi.

Serían las 5 y poco de la madrugada y por primera vez me sentí perdida. Estaba agotada, solo necesitaba unos minutos de tregua pero el cuerpo ya iba a toda máquina. Aun así creía que avanzaba lento. Soñaba con un parto natural, pero rocé por instantes la desesperanza y desilusión al no creerme capaz de aguantar aquello. Titubeé preguntándole sobre la opción de ponerme la epidural, y ella, al otro lado de la cama, agachada para poder mirarme a los ojos y esperando cada pequeña calma entre contracciones para hablarme me preguntó si quería que me volviera a explorar para ver si había dilatado un poquito más, luego ya decidiríamos qué hacer. Y así fue. Me tumbé en la cama y la miraba atenta. Volví a sentir justo en ese momento otra contracción enorme y me pidió que intentara empujar un poco, después sacó la mano, se quitó los guantes, me dijo que estaba de 8-9centímetros y que ya sólo quedaba que comenzara a descender el bebé. Aquellas palabras fueron una inyección de adrenalina y ánimo. No me lo podía creer. Por lo menos en tres ocasiones le pregunté si era cierto, e incluso necesité que me corroborara que ya no podía ponerme la epidural, para seguir con fuerzas, más que nunca.

Las contracciones me recorrían entera, ya no podía controlar casi ninguna parte de mi cuerpo y de pie me agarraba fuerte a Jorge. No gritaba, solo dejaba escapar el aire suave, haciendo una espiración larga, muy larga, intentando estar relajada para dejar fluir la fuerza de la naturaleza. Me apoyé en la cama, Jorge se puso a mi lado dándome la mano. Mavi estaba por allí, casi pasando de puntillas, sin hablar, cuidándome. Me pidió ponerme el monitor en la parte baja del abdomen si no me molestaba y se colocó detrás de mí. Me gire y le pedí que no me hiciera una episiotomía, ella asentó con la cabeza. Esa fue la última vez que habló mi cerebro racional. A partir de ahí vinieron, quizás, una decena de contracciones, las últimas. Eran tremendamente fuertes, el cuerpo entero iba tras ellas mientras tetanizaba toda la parte baja del abdomen y suelo pélvico. Durante las contracciones sentía que levitaba, me ponía de puntillas y dejaba caer aún más mi cuerpo sobre la cama, no podía hacer nada más que acompañarlas, solo empujaba un poco al principio de cada una de ellas, y es que bastaba con no entorpecer el impulso de mi útero para que todo fuera bien. Y Jorge, a mi lado en un susurro contante, como un mantra, diciéndome que confiara, que no tuviera prisa y me diera tiempo.

En un momento, Mavi se apoyó a mi lado en la cama para decirme que intentara respirar profundo entre las contracciones y que cuando me avisara no empujara más. Fue lo único que me pidió y así hice. Me esforcé más en coger mucho aire entre contracciones y no hacer una apnea que en empujar, de eso ya se encargaba mi útero. Entonces empecé a sentir la cabeza de mi hijo, como bajaba y se abría la pelvis. La potencia de cada contracción lo hacía descender para luego, en la pausa, retroceder un poco. Era un vaivén enérgico e intenso que duro unas pocas contracciones, pero ya se le podía tocar la cabeza. Finalmente apareció el aro de fuego. Un ardor penetrante en la vagina que me avisaba de que ya quedaba poco. Con los ojos cerrados y dejándome llevar por el poder del parto, sintiendo que me abría para dar paso a la vida, apenas pasaron un par de contracciones más cuando escuché a Mavi decirme: “¡ya, no hagas nada!”. Segundos después nacía nuestro hijo. Rápidamente me separé de la cama y lo cogí. Traía una vuelta de cordón que Mavi le quitó mientras Jorge y yo lo sosteníamos, y le pedí que no se lo cortara hasta que dejara de latir. Después empezamos a acariciarlo, a hablarle, a reír. ¡Era un niño!. Él aun exhausto, no fue hasta que me tumbé cuando lo escuchamos por primera vez, apenas un gimoteo, luego se quedó tranquilo sobre mi pecho.

Ahora ya solo quedaba esperar el alumbramiento de la placenta. Mientras tanto, y con Darío sobre mí, seguían el protocolo hospitalario de registro, y a pesar de no ser el momento más oportuno lo hicieron como infinita dulzura. Pasaron los minutos y la placenta no terminaba de salir, entonces Mavi comenzó a masajear mi abdomen, y así, con un poco de suave ayuda salió el órgano que había alimentado a nuestro bebé durante 9 meses. Grande, bonita y poderosa.

Aquel amanecer, a las 6.35 de la mañana, no solo nació nuestro hijo Darío, también el momento más bonito de mi vida. No hubo ni un daño (ni físico (periné intacto) ni emocional), ni prisa, ni miedos. Solo intimidad, seguridad, ternura y respeto. Tuve un hombre excepcional a mi lado que me dio soporte y amor, y una matrona que cuidó y protegió nuestro momento.

Aquel 29 de noviembre pude parir y mi hijo nacer, los dos fuertes y rebosantes de oxitocina en el encuentro de nuestras vidas.

(Llevaba “Plan de Parto” pero no lo llegamos a entregar. Nada más llegar nos dijeron que después nos lo pedirían. Ese después no llegó, así que fuimos hablando las cosas sobre la marcha. Con las ideas claras y la suerte de contar con una gran profesional todo fue tal y como habíamos deseado.)