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Relato de parto, historia de María

Estaba gorda, muy gorda. Llevaba semanas viendo el parto como algo inminente pero no acababa de llegar. Hasta la noche el jueves 14 que por fin empecé a tener contracciones que sí que eran de parto. Quienes me decían aquello de "tranquila, que todos acaban por salir" tenían razón. Aunque reconozco que llegué a dudarlo.

Pasé un par de horas viviendo aquello conmigo misma. Todxs en casa dormían. Íñigo y Eneco, y Lidia y Vera, que habían venido a hacer compañía a Eneco durante el parto.

Cuando la cosa empezó a coger carrerilla desperté a Iñi; le dije que avisara a las matronas para que estuvieran pendientes pero que por el momento no hacía falta que vinieran. Veinte minutos después de colgar tenía unas contracciones ya de la hostia así que le dije que las llamara de nuevo y que vinieran. Iñi me miró extrañado y me preguntó si estaba segura. Y le contesté "¡¡¡Llámalas!!!" Es que notaba que aquello iba muy muy rápido.

Bajé al piso de abajo a una especie de sofá que llamamos "el barco" (larga historia). Allí ya podía moverme sin despertar a Eneco. Y me dispuse a seguir mi plan: dejarme llevar, seguir a mi cuerpo.

Mi cuerpo me pedía que me pusiera a cuatro patas en las contracciones. Eso me hacía llevar mejor el dolor.

Mi cuerpo me pedía gemir cada vez más fuerte. Y yo gemía. Y me aliviaba.

Mi cuerpo empezó a pedirme que gritara. Y yo gritaba. Cada vez más fuerte. Y me desahogaba.

Después de algunas horas mis gritos eran tan intensos que yo era incapaz de reconocerme. Venían de muy adentro. Sonaba como un animal. Y sí, era yo. Dándolo todo. Y con la certeza de que ya no quedaba nadie dormido en casa. Igual no quedaba nadie dormido en el pueblo.

Las matronas llegaron cuando mi cuerpo me estaba pidiendo vomitar y cagar simultáneamente. "¡Menuda escena!" pensé. No les pude decir ni hola. Ellas tampoco me hablaron mucho, seguimos allí con la luz apagada.

Pedí que colgaran una sábana de la viga para poder agarrarme. Fue bastante útil poder cambiar de postura.

En algún momento de estos pregunté si ya estaba en el expulsivo y me dijeron que pintaba que sí ¡ole, ole, ole! Eso es como pasar de pantalla. Entonces, calculé que como mucho me quedarían 4 horas, lo que yo pensaba que era un expulsivo largo. Error.

En el piso de arriba estaban montando la piscina, aunque con poca esperanza de que me diera tiempo a usarla.

Pero me dio tiempo.

Cuando me avisaron que estaba lista fui para allá. Estaba harta de estar de rodillas en el sofá y aquello dolía a lo grande. Tenía muchas ganas de meterme en el agua, aunque subir las escaleras me parecía un suplicio. Pero lo logré, hice cumbre y me metí y fue maravilloso. Una sensación impresionante, el agua calentita. Eso sí, volví a ponerme de rodillas porque al final era la única postura que me parecía medio soportable. Iñi me echaba agua por la espalda. Molaba por la vida. Aunque las contracciones seguían siendo cañita brava.

Después del baño hice muchas cosas más. Lo tengo todo mezclado y no tengo claras las horas. Sé que pasaban. Las horas. Me dio tiempo a varios baños más. A llorar, a reírme sin saber porqué, a tener una amorosa charla con mi bebé para animarlo a salir y, varias horas después, a gritarle a mi bebé que saliera, que saliera de una vez por dios.

Estuve gritando salvajemente todo el rato, cada contracción, dolía mucho, luego descansaba unos minutos y otra, y así. Intentaba cambiar de postura, aunque no me apetecía, por si ayudaba, probaba en cuclillas, o con la pelota, o de pie apoyándome en lo primero que pillaba (o en quien primero pasaba por allí). Preguntaba a las matronas que podía hacer, me decían que lo que estaba haciendo. O que fuera al baño. O nos dejaban un rato solos a Iñi y a mí. O que bajara las escaleras. Preguntaba si era normal que se alargara tanto. Me decían que sí, que podía suceder. Controlaban el latido del bebé cada poco. Iba bien.

Sé que me escondí detrás de la piscina por un rato. Que en otro rato me puse a bailar o algo así y a cantar o hacer ruiditos que no sabía de dónde venían, todo medio en trance. Yo me dejaba ir, no sentí miedo, ni vergüenza, sí extrañeza de verme haciendo estas cosas, pero yo sabía que esto no era cuestión de lógica, ni de cerebro así que dejé fluir mi lado primitivo. Fue liberador y al mismo tiempo me sentía poderosa de alguna manera. Sentía mi cuerpo muy fuerte. Sentía que podía con todo a pesar del dolor. Eso es difícil de explicar. Pero allí estábamos Yago y yo currándonoslo, a tope sin drogas. Muy fuerte.

Hubo un momento en que con el espejo nos pareció verle la cabecita. Fue muy emocionante, pensábamos que ya no faltaba nada, pero no... No debía de ser, porque seguimos igual. Y seguí. ¿Qué iba a hacer por otro lado? Tampoco me podía pirar a otro lado, ni pedir el relevo. No me quedaba de otra, así que cogí aire, me animé como pude y palante.

Y más hora pasaron. No sé cuántas veces llegué al "ya no puedo más" y luego podía. Incluso si cogía ritmo pensaba "puedo, puedo, aunque queden horas sé que puedo". Era agotador pero sentía que podía.

Volvía a preguntar si era normal, ya me decían que bueno, que tampoco era lo más habitual, pero estaba todo bien. El parto tampoco estaba parado, yo seguía con contracciones a saco, pero parecía que nada cambiaba.

Me dolía el culo, la verdad no es muy romántico pero todo el parto me lo pasé con un horrible presión en el culo. Tenía unas ganas inmensas de sentir dolor en algún otro sitio, aunque fuera por variar. Y por descansar el culo.

En algún momento pregunté si pensaban que para la noche habría nacido. Yo sabía que las matronas no me iban a dar plazos pero yo necesitaba uno, un límite. No dijeron nada pero por la cara que pusieron me pareció que quería decir que sí, que seguro, que antes.

A eso de las 6 (llevaba 12 horas de expulsivo, mamma mia), decidimos hacer un tacto a ver si nos daba alguna información. Por lo visto el bebé estaba como un péndulo, o un yo-yo rebotando en la bolsa. Decidí que me rompieran la bolsa. No me molaba intervenir pero ya no sabía qué más podía hacer para que avanzase. Así que rompimos la bolsa. Aguas claras. Más horas. Ningún cambio.

Y llegó la noche ¡llegó la noche! No me lo podía creer. Desesperación. Y después otra vez "Puedo. Puedo seguir. ¿Hace falta más? Pues más"

Le dije a Iñi que fuera a dormir con Eneco, que descansase. Las matronas empezaron a hacer turnos. Lidia y Vera se fueron a dormir a la casa de los vecinos. Ahí ya yo estaba rota. Seguía de rodillas, ahora en la cama. Después de cada contracción caía noqueada, me dormía y despertaba unos minutos después con la siguiente contracción. De vez en cuando miraba hacia atrás y veía a Noelia o a Isabel y pensaba ¡vaya, ha debido pasar un rato! Pedía agua después de cada contracción, tenía mucha sed pero sólo podía beber un traguito sin vomitar. También empecé a tener hambre pero no soportaba comer. Me daban miel en una cucharita y yo chupaba un poco. También un batido de frambuesas. Yo pensaba en el gazpacho que tenía en la nevera, tan líquido, tan fresquito, pero luego me venía una arcada. Pensé que ojalá no se lo acabaran los demás y me dejaran un poco para después de parir.

Seguíamos escuchando al bebé, su latido. Estaba aguantando como un campeón. Es muy fuerte Yago.

Pregunté cada cuanto tenía las contracciones, dos cada 10 minutos. Hacían falta más, o más fuertes no sé. Me dijeron que si me tocaba los pezones la oxitocina aumentaba y provocaba más contracciones. Lo hice y fue increíble, tenía mucho placer muy rápido y luego... una contracción súper dolorosa. Maldito yin yang. Lo hice un par de veces pero la verdad es que no podía permitirme perder el descanso entre contracciones por muy placentero que fuera.

En algún momento habíamos hablado que si de madrugada no había nacido Yago, haríamos un tacto para valorar un traslado al hospital. A mí aquello me sonaba a derrota, a más dolor (un traslado tal y como estaba por esa carretera del demonio sonaba imposible) pero también me sonaba a salida de ese punto muerto en el que estaba. Pregunté que me harían en el hospital, si sería cesárea como con Eneco. Noelia me dijo que no, que ya a estas alturas sería ventosa.

Ventosa. Buff.

Empecé a echar meconio. Eso sí era preocupante y de los motivos de traslado. De todas formas viendo que no era espeso y que el bebé estaba bien, Noelia me dio un margen para aguantar en casa.

La parte más dura empieza ahora. Ya no me creía que Yago fuera a salir nunca. Me veía ahí aguantando más y más tiempo para acabar yendo al hospital igualmente. Me habían dicho que en el parto una mujer despliega todos sus recursos. Y era verdad. Había desplegado todos mis recursos, y algunos más que no sabía que eran mis recursos. Y aún así, allí seguía. Había sentido de todo, fuerza, ilusión y mucho dolor. Y para mí ya estaba. Había que hacer algo. Entonces les pedí que me hicieran el tacto para valorar. Despertamos a Iñi. El bebé estaba bastante alto, nunca se puede saber con seguridad pero podían quedar horas. Iñi me intentaba animar, pero yo ya no quería ánimos, quería acabar. Decidimos el traslado. Buff. Sabía que lo que me quedaba por delante era pura tortura pero también sabía que sería rápido.

Me preguntaron que dónde estaba la bolsa para el hospital ¡joder! 42 semanas de embarazo y no había preparado la bolsa para el hospital. Es que no quería ir. Pillamos la carpeta con los papeles y me puse lo primero que pillé, literalmente. Que resultó ser un vestido rosa chicle ajustado y con un súper escote. Llámamos a Lidia para que se quedara con Eneco hasta que llegaran mis pradres. Entre una cosa y otra nos dieron las 7 de la mañana.

Subí al coche con las matronas e Iñi iba detrás en la furgo. Yo iba de rodillas (una vez más) agarrada al respaldo. Gritaba e Iñi me veía y me saludaba. Se dispararon las contracciones. Horrible. Y además empecé a echar meconio bien espeso. Noelia escuchaba al bebé, y estaba bien, aún así yo me alegré bastante de estar de camino del hospital.

Un asco. No iba ser ese parto hogareño y entrañable. Pero habíamos tenido nuestros momentos.

A las 8 llegamos urgencias del HUCA. Me trajeron una camilla, dije que era imposible que me pudiera tumbar así que me subí a cuatro patas y así me llevaron por los pasillos, abriendo las puertas abatibles al paso de mis gritos. Yo ahí con mi vestido rosa a cuatro patas, bramando cual demonio. Noelia entró con nosotros para darles información.

Llegué a la sala de partos y pasó algo increíble. Se me presenta una mujer que me dice "Hola, soy María, tu matrona". Yo la miraba y no daba crédito, pensaba que se me estaba yendo la pinza del cansancio o algo. Era mi matrona del parto de Eneco. ¡No me lo podía creer! Me había llevado fatal con ella y alli estaba otra vez, 4 años después, en otro hospital, diciéndome "soy tu matrona". Joder. ¿Pero cuántas matronas hay en Asturias? Si supiera rezar hubiera rezado para que no se acordara de mí porque lo último que oyó de mis labios en el anterior parto no fue nada bonito. La suerte es que concocía a mi matrona de casa y la dejó quedarse un buen rato. Al menos eso.

Luego la echaron. Llegaron unas gines cafres que me dijeron que me iban a hacer daño. No sabían lo por encima que estaba yo ya del dolor ¡hacerme daño!

Me empezaron a dar 5000 instrucciones sobre cómo respirar, dónde agarrarme y que me esforzara porque todavía acabábamos en quirófano. ¡Qué cambio de estar en mi casa, siendo acompañada a esta total falta de empatía, a estas faltas de respeto!

Fueron 3 ó 4 empujones, el último con su episiotomía y ventosa. Y Yago estaba fuera, llorando y de mierda hasta las orejas, pero fuera. Le aspiraron las vías respitartorias al lado, fue cosa de un minuto y ya el pediatra me dijo que estaba bien. Me los pusieron encima. Y yo, claro, lloré, Iñi lloró, Yago estaba aparentemente a gusto, y la matrona... ¡me empezó a pedir datos! Pero ya me daba igual todo.

Aguanté el último tirón, sacar la placenta, coserme el desgarro. Desde que llegué al hospital hasta que nació Yago habían pasado 54 minutos. Lo dicho: una tortura pero rápida. Luego sí que llegó la calma. Nos dejaron solos un par de horas. Hasta bajaron la luz y la pared de enfrente estaba decorada con mariposas. Avances.

Yago empezó a mamar. Sentí el calostro recorrer su camino. Muy lindo. Muy emocionante. Muy de todo. Sólo me faltaba Eneco. Pero Eneco no había querido acercarse a mí durante el parto, estaba bastante impresionado y yo sabía que estaba bien con los abuelos.

Y ese fue el parto. Ni tan guapo como hubiera querido, ni tan terrible como muchas veces me imaginé.

Me sentí a gusto porque sé que lo dí todo, lo puse todo y si no salió como quería ya fue porque la vida a veces se presenta así, torcida, con sus cosas. Pero lo hicimos muy bien. Todxs. Yago, yo, Iñi, Noelia, Isabel, Eneco, Lidia y también Vera, la hija de Lidia que alguna vez me venía a saludar.

Decir que a Noelia le debo esto, no haber acabado con otra cesárea probablemente, haber experimentado todo este proceso, descubrir todo lo que descubrí. Me dio esa oportunidad cuando no había ninguna matrona en toda Asturias, ni Cantabria, ni León... que atendiera partos en casa. Se vino desde Burgos a atender mi parto y nunca me cuestionó por tener una cesárea previa.

Ella e Isabel, me dieron toda la información, todo el apoyo emocional, todos los cuidados. Me limpiaron, me dieron de comer. Estuvieron allí presentes pero al margen. En la medida justa. Aguantaron también las 30 horas al pie del cañón, dándome apoyo, sin permitir que me rayara, sin juzgarme, dándome el tiempo, dándome el espacio. Ojalá todas las matronas fueran así. Y ojalá el sistema sanitario te permitiera hacer esto normalmente. Poder sentir la fuerza que tenemos las mujeres.

Gracias también a Esther, por todo lo que aprendí de ella del parto, y del posparto, y también el apoyo y la información en los dos partos.

Y a mi Iñi. No voy a decir que sin él no hubiera podido, porque hubiera podido, pero habría sido infinitamente más difícil, menos gustoso y mucho pero que mucho menos bonito.

Y a Lidia que cuidó a mi peque grande.

Gracias mil.