548

Relato de parto de Marta, el nacimiento de Raúl

En una consulta en la semana 37, vieron que mi bebé no estaba en un percentil demasiado alto, y aún sin encontrar algún otro motivo, el señor que me hacía la ecografía sentenció una frase que marcó el principio de mi historia: “Si fuera mi mujer, induciría el parto esta misma tarde”. Fue un juicio de valor el que me llevó de manera resignada a firmar mi ingreso al día siguiente para provocar el parto de mi hijo. Recuerdo que sólo pregunté si su desarrollo pulmonar sería adecuado, y no se me ocurrieron más preguntas. Me confié a los profesionales, he hice de su opinión ciencia.

Al día siguiente ingresé y me pusieron un tampón de prostaglandinas. Estuve con dolor continuo durante 12 horas. De vez en cuando pasaban y me realizaban tactos. Eran muy dolorosos. Recuerdo uno especialmente. Pasó una ginecóloga rubia, joven de pelo rizado. No se presentó, no recuerdo siquiera un saludo, una palabra, una indicación. Me metió la mano de tal manera... fue tan violento, tan doloroso que cuando se fue yo no podía parar de llorar de dolor, de impotencia.

Mi madre, que me acompañaba, no validó mis sentimientos e incluso comentó que ese tacto era por mi bien, para acelerar el proceso, que ya empezaba a ser muy cansado. Me cuesta escribirlo, porque la comparación es terrible pero me sentí violada de alguna manera.

La dilatación estaba parada y decidieron romperme la bolsa, mientras me hablaban como a una niña pequeña, preguntándome cómo se iba a llamar mi bebé. Me sentí estúpida y se lo hice saber educadamente. Su reacción fue un giro de tono total, muy brusco, casi prefería el modo anterior... Cada vez me hacía más y más pequeña. Más vulnerable.

Enseguida me ofrecieron la epidural, pero yo recordé, de las clases de preparación al parto, que aguantar hace que el parto sea más rápido y me armé de valor y con mis cables, mi bolsa rota y mi oxitocina decidí aguantar más tiempo. Pasaron 2 horas, y ya la cosa se ponía sería, y pedí la epidural, como bien me habían aleccionado en aquellas clases.

No sentía nada. Por fin dejaba de sentir dolor. Suben la oxitocina...

No puedo toser, se me ha dormido parte del pecho. Me bajan la dosis. Me duele muchísimo, me suben la dosis... De repente el monitor entra en alarma... Las pulsaciones del bebé bajan. Mucho. Entran 4 personas corriendo, a la dilatación diminuta donde yo estoy con mi pareja. Trabajan muy rápido, muy serios, alguno asustado (o esa impresión me dio a mi). Me monitorizan internamente (pinchan a mi bebé en la cabeza) para controlar más eficazmente sus pulsaciones. No me informan absolutamente de nada. Me ponen una mascarilla y me piden que respire hondo. En cada contracción hace bradicardia... Me paran las contracciones con algún medicamento.

Mientras, veo a mi pareja sentado, con las manos en la cabeza mirando al suelo.
Yo pienso que mi bebé morirá, pero ni pestaneo. Le pido a la ginecóloga (residente, joven, era una chiquilla) que me haga una cesárea por favor. Y me explica que van a valorar parto vaginal primero.

Estoy aterrorizada. En shock. Paralizada, pero alerta. Nunca he sentido tanto miedo.

Estoy casi en completa. Pero quieren medir el ph de Raúl. La primera prueba sale mal. La saturación no es suficiente. A los 20 minutos la repiten, y alcanza el valor que hace que quieran intentar un parto vaginal.

Yo entretanto hablo con dios. No soy creyente. Hago tratos con él. Le pido que termine bien.

En el expulsivo yo no tenía contracciones eficaces. Empujaba, sin sentir nada. Con el oído puesto en esas escasas pulsaciones del monitor.
La matrona cogió unas tijeras y cortó ampliamente mi vagina... Pero seguía sin salir. Había que sacarlo. La matrona adjunta se subió encima de mi tripa y empujó el bebé. Y salió.

Estaba vivo. Era un milagro. Qué agradecida me sentía. Qué gran equipo!, pensé...

Ya en planta, después de 24 horas de dolor físico y terror emocional. Me encontré en la cama, muerta de cansancio, rodeada de familiares.

Y lloré. Lloré con ganas. Intenté explicar: “No sabéis lo que ha sido. Ha sido horrible!” entre sollozos... Pero nadie me hizo caso. Nadie quiso saber. Sólo oí una voz que decía: “pobrecilla, las hormonas...” En ese momento mi cerebro desconectó de mis sentimientos, y me convertí en otra persona. Me convencí de que no pasó nada excepcional allí.