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Relato de parto de Cinthya - nacimiento de Aroa

Me siento a escribir, mientras tú duermes, pegadita a papá. No quiero dejar de mirarte. Pero también siento urgencia por escribir esto, no quiero dejar pasar los días porque no quiero olvidar nada. “Esto” es la historia de mi parto, la historia del nacimiento de Aroa. Nuestro día 0 como trío.

Domingo, 2 de septiembre de 2018. La FPP por FUR era el 6 de septiembre, pero hacía unas semanas que había leído que en la ecografía de la 12 ajustan esa fecha con cierto fundamento. Y me fui a mirar el informe. FPP corregida, 2 de septiembre. Desde ese momento, tomé ese domingo como otra de las fechas (junto con la luna llena del 26 de agosto o el propio 6 de septiembre) “marcadas” en mi calendario particular. A medida que se acercaba el fin de semana, la intuición se iba decantando por el domingo por la noche... Mientras tanto, y por mi agobio a que se retrasara (agobio por posibilidad de inducción y también porque mis padres tienen billete de avión comprado del 11 al 27 de septiembre y yo prefería que naciera antes de que llegaran o, al menos, no mucho después), y sin haber sentido pródromo alguno en las 39 semanas y 3 días de embarazo, yo iba poniendo en práctica “ayuditas”: piña, algo de picante, mucho caminar y un té de parto maya que empecé a tomar el mismo domingo y que no sé si no ha sido el “ingrediente mágico” para este parto.

El domingo fue un día “normal”, salí a caminar por la mañana y después a comer a un restaurante mexicano. Acabé de leer los 3 libros que estaba leyendo. Uno de ellos, Los Detectives Salvajes, que había empezado hace cerca de dos años y lo había recuperado en el embarazo después de un largo parón. Otro de ellos, Momo, que le he leído a Aroa en voz alta durante el embarazo. Todo tenía un ambiente de “cierre de ciclo”. Ariel acabó de organizar las fotos del embarazo y hacer el collage de los 9 meses. Y escribió un post precioso sobre el embarazo. Terminé de leerlo poco antes de la media noche (recuerdo, además, que me dijo “no hace falta que lo leas ahora” pero yo quise hacerlo) y apagamos la luz para dormir. A los pocos minutos empecé a tener sensaciones raras, mi dolor continuo de espalda, se intensificaba por ratos. Se lo dije a Ariel y fui a darme una ducha, a ver si eso me calmaba el dolor de espalda y conseguía identificar lo que sentía. Después de unas cuantas, identifiqué que sí eran contracciones, pero no eran tan intensas y eran irregulares. Al ir al baño, vi hilitos de sangre, así que supe que estaba expulsando el tapón mucoso y/o borrando el cuello del útero. Supe que Aroa estaba por llegar, pero que aún podía tardar hasta un par de días.

Nos fuimos a la sala y empezamos a ver tele, para intentar distraernos un poco mientras intentábamos cronometrar las contracciones que no parecían seguir ningún patrón. A la hora y media aproximadamente, en alguna de las contracciones, empecé a soltar líquido. Cuando acababa la contracción ya no expulsaba más, pero a la siguiente, de nuevo y cantidades que me parecieron considerables. Ariel llamó a la ginecóloga, quien le dijo que nos fuéramos para el hospital, que probablemente estaba en la fase inicial, pero que sí parecía que había roto bolsa, así que mejor ir, que me vieran y ya quedarnos allí. Metimos todo en el coche: maletas, pelota, cojín, el tablón de corcho con las fotos de mis amigas... El camino al hospital fue tranquilo. Llamé a mi madre, le dije que luego le escribiría.

Al llegar al hospital, la médico residente escuchó los latidos de Aroa, estaban bien. Me hizo un tacto y no estaba dilatada ni de 1 cm, aunque ya se estaba borrando el cuello. La residente llamó a mi ginecóloga y ella llamó a Ariel, le dijo que estuviéramos tranquilos, que ella creía que, con bolsa rota, en unas 6 horas el trabajo de parto estaría avanzando. Al levantarme para ir a la habitación en la que estaríamos, contracción y vómito. Me ofrecieron silla de ruedas para ir a la habitación pero preferí ir andando.

Una vez llegamos, sobre las 3:30 de la madrugada, comenzó el festival. Las contracciones cada vez venían más seguidas. Y dolían. Mucho. Además, al principio no las sabía manejar. Me esperaba algo más progresivo, más parecido a lo que había leído que era la fase inicial del parto. Estaba desconcertada y abrumada y no conseguía focalizarme en la respiración. Le dije a Ariel que le dijera a la médico residente que quería la epidural para que avisara a la Doctora Valencia (mi ginecóloga). Él me dijo: “Sé que me dijiste que cuando lo dijeras, te preguntara si estabas segura, te recordara que querías intentar esperar para pedirla... Pero creo que este ritmo es demasiado.” Lo era, yo lo sabía y por eso no dudé. La médico residente me dijo que la doctora Valencia le había dicho que había que esperar a una dilatación de al menos 4 ó 5 cm ya que si se ponía antes, se podía parar el trabajo de parto. La residente me hizo tacto. Hacía sólo una hora del anterior pero con ese ritmo de contracciones queríamos ver cuánto había dilatado. 1 cm (4: 30 a.m). Pfffffff. La médico residente se fue, creo que para dejar de oírme decir que quería la epidural, que me daba igual si se paraba la labor de parto, que llamara a la ginecóloga y se lo dijera.

Ariel me propuso ir a la ducha. Así hicimos. Pusimos la música, mi playlist de parto, una playlist repleta de contribuciones de las mujeres de mi vida. El agua caliente ayudó, sobre todo me permitió ir encontrando el modo de manejar un poco mejor la respiración. Y la música... La música fue un bálsamo. No recuerdo exactamente cuándo empecé a prestarle una atención más concentrada. Pero sí recuerdo que, en algún momento, Ariel me dijo que estaba informando a mi madre vía whatssap y yo le dije que no me dijera nada de eso, nada del mundo “racional”. Nada para mi hemisferio izquierdo, por favor. Sólo quería escuchar la música. Empecé a medio bailar dentro de la ducha. No sé cuánto tiempo duró ese estado de medio trance, pero en ese rato sí sentí que había entrado en laborland, en el universo-parto, en el hemisferio cerebral adecuado. El dolor nunca desapareció, pero era distinto. Mi ginecóloga llegó sobre las 6:30 a.m.. Había salido de la ducha porque habían venido a escuchar los latidos de la bebé un rato antes. Me hizo un tacto. Mi mayor miedo era no haber dilatado apenas, porque además sentía que mi barriga estaba todavía alta, que Aroa ni siquiera habría encajado. 4 cm. “Vas bien”. Yo volví a repetir mi mantra: E P I D U R A L. Me dijo que contactaría al anestesiólogo. Lo hizo y dijo que llegaría como en una hora. NOOOOOOOOOOO. Volvimos a la ducha. Ariel debía estar agotado, no le dejaba un descanso porque en cuanto sentía que empezaba una contracción, necesitaba sus manos en mi espalda para que aquello fuera apenas soportable. Y las contracciones seguían y seguían. Nunca pude llegar a cronometrar nada, pero yo creo que no pasaba ni un minuto completo entre ellas.

A partir de ahí mis recuerdos son difusos. Sólo podía pensar en el anestesiólogo y en cuánto dura una hora. En algún momento, las contracciones cambiaron y empezaron a llegar con ganas de pujar. La niña había encajado. Con cada contracción chillaba hasta quedarme casi sin aire. Ariel y la doctora me pedían que respirara, que recordara que necesitaba aire para mí y para Aroa. Pero yo no podía, me era físicamente imposible poder tomar aire en el pico de la contracción, sólo podía chillar, dejarlo salir desde ahí. Nuevo tacto, 7 cm (8:00 a.m.). El anestesiólogo no llegaba. Lloré de la desesperación. Me sentía agotada por el dolor. Hubo un momento en que las contracciones parecieron espaciarse un poquitín más y esa mínima fracción de tiempo, ya fue algo... Pero no suficiente.

En algún momento me puse a 4 patas en la camilla. En algún momento, la ginecóloga me dijo que si sentía ganas de pujar, lo hiciera. En algún momento, llegó la pediatra. En algún momento, la doctora me hizo otro tacto y estaba de 9 cm. En ese momento dudé sobre si ponerme la anestesia. Ya total... ¿y si cumplía la hazaña y lo hacía todo “a pelo”? En algún momento, llegó el anestesiólogo. La doctora me dijo que me la pusiera, que sería una dosis pequeña pero que me ayudaría a soportarlo. La pediatra me dijo que no me preocupara, que no sería malo para la bebé.

Decidí que sí, no me veía capaz de aguantar el expulsivo. Sabía que no podía moverme mientras me la ponían y no supe si sería capaz. Me vino una contracción mientras estaba en ello y la ginecóloga se puso delante de mí y me dijo “Aquí sí necesito que no te muevas, mi vida”. Aguanté inmóvil, no sé ni cómo. La anestesia empezó a hacer efecto casi enseguida. En efecto, la dosis no era suficiente para eliminar el dolor, sólo para hacerlo algo más soportable. Lo bueno es que, junto con la sensación, conservé la posibilidad de moverme. La ginecóloga me dijo que lo intentáramos en cuclillas.

Bajé al suelo como pude. Contracción-pujo. Contracción-pujo. Recuerdo la voz difusa de la doctora diciéndome que estaba bajando. Recuerdo bien cuando me dijo “ya está aquí, ya va a salir” porque yo lo había sabido antes de oírlo, acababa de sentir ese círculo de fuego sobre el que tanto había leído durante el embarazo y que pensé que nunca sentiría. Es exactamente cómo lo describen. Fuego. Pujé y sentí perfectamente cómo la cabeza de Aroa salía y como después salía el resto de su cuerpo, con mucho menos esfuerzo. Alguien la sujetó junto a mí mientras iba hacia la cama, yo recuerdo pedir que la bajaran un poco porque sentía que el cordón umbilical tiraba de mí hacia arriba.

Me subí como pude a la cama y me la pusieron encima. Perfecta. Única. Amor puro. Mientras, me pusieron un parche de oxitocina para alumbrar la placenta (esto estaba acordado en mi plan de parto por mi anemia). Yo estaba deseando que saliera todo lo que tenía que salir, quería dejar de sentir cualquier cosa. Mi perineo necesitaba descansar. La placenta salió enseguida, completa. La ginecóloga me revisó y me dijo que había un desgarrito mínimo que no requería siquiera de un punto. Había parido. En cuclillas, sintiéndolo todo y sin desgarrarme. Todo por lo que habría firmado desde que supe que estaba embarazada.

Durante esas 6 horas me quise morir o matar al anestesista que nunca llegó. Pero una vez pasó todo, me di cuenta de que había sido un parto precioso. Totalmente respetado, acompañado con el mayor mimo posible por parte de la doctora y con toda la fuerza del mundo por parte de mi compañero. Aroa tuvo un apgar de 10 y, como nos dijo la doctora, soportó en todo momento el trabajo de parto súper bien.

Es una niña muy fuerte. Pudo hacer piel con piel conmigo, y con su papá, cuya voz reconoció de inmediato. Se calmó enseguida cuando le habló y le cantó su canción, Blackbird de los Beatles.

Aroa, eres magia.