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Relato de mi parto vaginal tras dos cesáreas.

Ya está todo listo para tu llegada. Estoy embarazada de 40 semanas de ti, mi tercer hijo, y durante varios meses me he preparado para este momento: quiero parirte tras dar a luz a tus hermanos mediante dos cesáreas inesperadas y que, ahora lo sé, hubieran sido evitables.

Estoy lista. Las oraciones y meditaciones, los mantras personalizados, las clases de yoga, los largos paseos nocturnos, la lectura de varios libros inspiradores, la de los mails de la lista, el grupo de preparación al parto en Sevilla y las visitas a mi comadrona, mi madre postiza durante todo este viaje. Una madre buena, paciente, sabia, que coloca delante de ti las verdades para que puedas verlas, desentrañarlas y digerirlas poco a poco.

Todo está listo. También la casa y lo doméstico. La mochila de emergencia por si acaso es necesario volar hacia el hospital, los remedios homeopáticos, los plásticos cubre-colchones, la linterna, la botella de cava en la nevera y el cuidado de los niños a cargo de mi doula, una douka amable a la que hemos conocido hace pocos días. Nuestra casa, lugar que he elegido para sentirme recogida, tranquila, confiada y abierta a la experiencia de darte a luz.

Todo está listo. Si has de nacer por cesárea, hijo, juntos habremos de darle las gracias por traerte sano y salvo a este mundo, pues, llegados a este punto de conciencia, sabremos que será la manera justa en que has de nacer. Ningún paso del camino habrá sido en balde ni nadie podrá parar ya los cambios que en tu madre y en nuestra pequeña familia se han iniciado.

Ya está. Todo está listo. Sólo faltas tú. Te hablo, te digo que el momento ha llegado, que te estoy esperando feliz y tranquila, que el viaje será duro, pero hermoso. Que confíes, que confíes, que confíes...

Aún no he salido de cuentas y aparece mi primer fantasma. Mi matrona me lo advirtió: en los partos después de cesárea suele transitarse antes por las experiencias vividas en estas antes de poder lanzarse de lleno a la vivencia del parto. Mi primer fantasma es no ser capaz de ponerme de parto, que pasen los días y las semanas y alguien sugiera hacerme una inducción. Así llegué a quirófano la primera vez, por el efecto violento de la prostaglandina en mi cuerpo, que comenzó a ahogar a mi bebé en lo que había sido su santuario durante 9 meses. Se me pasa por la cabeza “¿y si otra vez...?”, pero trato de no alimentar ese pensamiento y concentrarme en mis largos paseos, el té de frambuesa y en mi mantra favorito, el más poderoso de todos: “Acepto y confío”. Llamo a mi doula y le pido que me ayude a hacer un ritual de despedida. Viene a casa y me prepara una hermosa visualización, en la que puedo hablar contigo, mi bebé. Me dices: “Todo está bien. Sigue adelante con todos tus miedos. No desaparecerán, se quedarán ahí acompañándote; cógelos, pues, de la mano. Yo te quiero así, madre, con todos ellos. También yo vengo a este mundo con mis propios nudos...Todo es como debe ser”. Al marcharse, me deja un regalo muy especial: me ha preparado un baño con flores, plantas aromáticas y velas, para que me relaje y, según me ha dicho, me entre un subidón de oxitocina natural. De verdad me siento cuidada por estas dos mujeres. Me zambullo en el agua cálida, cierro los ojos, respiro el dulce aroma, acaricio mi abultado vientre cubierto de pétalos y me despido de esta etapa tan feliz y fértil para mí. Estoy lista. El momento ha llegado.

Catorce de septiembre. Queda un día para cumplirse la fecha prevista de tu llegada. Durante mi paseo en la noche, empiezo a notar contracciones algo intensas, aunque todavía muy espaciadas. Me noto rara, me entra un miedo extraño, una sensación incierta de que algo malo puede ocurrir. Cojo al miedo de la mano y trato de saludar a la experiencia. Digo: “Bienvenidas, os estaba esperando. Ayudadme a dar a luz a este hijo”, y al decirlo, parece que algo cambia en mí.

Durante la noche, las contracciones continúan y empiezan a hacerse seguidas. Ya casi ocurren cada cinco minutos, así que, al llegar la mañana, decido avisar a las chicas. Mi doula llega primero. Me abraza y se coloca a mi lado para respirar conmigo en cada contracción. Cuando se marchan, masajea mi espalda, la cabeza, los pies...Siento su afecto y apoyo. Recuerdo a las enfermeras del hospital y sus comentarios dudando acerca de mi capacidad para tener un parto sin epidural, ofreciéndomela -instigándome- a cada rato a pesar de mi negativa. Respiro hondo. Me siento en casa, cuidada. mi doula confía en mí. Entre contracción y contracción me entrego a sus cuidados con plena confianza yo también en ella.

Llega la matrona y me pregunta si quiero que me haga un tacto para ver si he dilatado algo. Dudo al principio -me sentaba tan mal que el matrón de monitores me dijera que estaba aún muy verde para parir-, pero después no puedo resistirme a saber. Me palpa con mucho cuidado y sin apenas notarla, y me dice que no puede tocar mi cuello, que está “posterior”. Hace aparición mi segundo fantasma: seguramente no estoy en trabajo de parto, “qué verde estoy/soy”. Cuando di a luz a mi segundo hijo, estuve tres días en pródromos de parto, pensando que en realidad estaba en parto franco, desesperándome y sintiendo que mi cuerpo no sabía avanzar en la dilatación. Para cuando llegó el momento, me encontraba cansadísima, incapaz de enfrentarme a la ofensiva del hospital. Cuando me dijeron que necesitaban acelerar el parto con oxitocina sintética, no pude rebelarme más de unas pocas horas, así que acabé, previo consentimiento del paquete completo de oxitocina y epidural, dando de nuevo a parar en quirófano de manera urgente, por la misma razón que con mi primer hijo. Mis hijos mayores, en virtud de la poca fe en mí misma y a la completa cesión de su nacimiento a la ciencia y la técnica, acabaron ahogándose en mi vientre y arrancados de él, sin tiempo para elaborar una transición.

Mi cuerpo necesita tiempo, reacciona mal a los intentos de acelerar sus procesos, así que la matrona me sugiere dar un paseo, despejarme, dejar de pensar que estoy de parto. Salimos mi marido y yo a caminar mientras mi doula queda al cuidado de los niños. Las contracciones no cesan, pero se espacian cada vez más. Parece que se disuelven. Las chicas se marchan a comer. Pasarán la tarde fuera, hasta que las avise cuando las contracciones hayan vuelto.

Me quedo en casa. No puedo comer, no me entra nada, pero le pido a mi marido que me prepare algo de fruta, pues sé que es importante tener glucosa en el cuerpo y estar hidratada para que el útero pueda hacer su trabajo. Parece que las contracciones vuelven y ahora con más intensidad, como si alguien hubiese subido el volumen del dolor. Me piden que saque la voz, que tras cada inspiración diga “Aaaaahh”, mientras imagino cómo se abre el cuello de mi útero. Me pongo contenta. “Ahora sí”, me digo.

A última hora de la tarde le pido a las chicas que vuelvan a verme. Estoy ansiosa por que la matrona me haga un nuevo tacto. “Ahora sí, ahora sí...”. Por fin llega y, tras mirarme, me dice lo que no pensaba oír: “el cuello sigue posterior”. Me vengo abajo. Qué ganas de llorar, cómo había podido pensar que sería capaz de parir si mi cuerpo no sabe o si mi mente se bloquea...Para qué todas esas contracciones dolorosas...Y si no he dilatado nada, pero a mí me duele sentirlas, no podré soportar las contracciones más fuertes que vengan... “Soy débil, soy débil...” Imagino a las enfermeras del hospital y al matrón de monitores triunfantes escuchando a la matrona y la doula darles la razón en su veredicto sobre mí. La matrona, que a estas alturas ya me conoce, al ver reflejada en mi cara esta caravana de pensamientos, me invita a una charla de mujeres en la cocina. Hablamos de que seguramente no esté de parto, de que quizá vaya a estar varios días así, pero me dice también que no tiene prisa, que me espera, que aunque no estoy de parto, todo es normal. Se marchan.

Se marchan. Vomito lo poco que he comido. Me siento fatal. Me digo que tengo que recolocarme, abandonar este sentimiento de víctima e incapaz que me invade. Me digo que, si esto ha de durar días y que lo que esté por llegar sea más duro, mejor que me relaje y trate de descansar. Me voy a la cama, pero las contracciones vuelven y me duelen. Me tiro en el colchón que hemos preparado al lado de la cama por si necesito moverme en distintas posturas. Me tumbo y trato de dormir, pero contracciones cada vez más fuertes vienen y perturban mi sueño. Algunas contracciones me hacen vomitar, como si necesitara vaciarme entera. Ya no digo “Aaaah”. Todos duermen y no quiero molestar por si “aún estoy verde”. Me apetece hacer la respiración superficial que aprendí en yoga y descubro que es lo que más me calma. También me alivia el calor de una manta eléctrica con la que acompaño en su recorrido físico a cada contracción: viajan desde mi bajo vientre hasta el ombligo y, luego, se extienden hacia los costados y llegan a mi espalda para apagarse poco a poco y desaparecer.

Entre contracción y contracción, a veces logro soñar con presentarme en el hospital y pedir a gritos que me hagan una cesárea, que me enchufen la epidural a chorros o que hagan conmigo lo que sea. Me vienen pensamientos de inutilidad, de derrota, pero trato de apartarlos de mí y de centrarme sólo en la contracción que llega, aunque, de nuevo, vuelven con fuerza.“No voy a poder, no puedo...”. Así, en este duermevela nutrido de contracciones, y en esta lucha mental, va llegando el amanecer. Es la mañana del dieciséis de septiembre.

Llamo a la matrona y mi doula y, mientras llegan, rezo por haber dilatado unos cuantos centímetros -!como mínimo, los cuatro que logré dilatar con mi segundo hijo, por favor!”. Al fin me hace el tacto, y tras una pausa eterna, me dice que estoy “en completa”, que estoy a punto de dar a luz. Yo ya lo he intuido antes, pero he rechazado esa idea, tan falta de confianza como estoy. Desde hace un rato, en el final de cada contracción, vengo notando unas ganas tremendas de empujar y me dejo llevar por ellas, como si tuviera que orinar y defecar, sintiendo al final como, de hecho, parece que me he orinado. Incluso he sentido cómo el cuello de mi útero termina de abrirse, pero, del mismo modo, he juzgado esa sensación como fantasía. Ahora me lo confirma la matrona y se hace totalmente real: lo estamos logrando, ¡estás bajando y te preparas para salir de mi cuerpo!. Vienes resbalando por el líquido amniótico que mana de una pequeña rotura de la bolsa.

Me tumbo en el colchón boca arriba con las piernas estiradas y abiertas, y con una de ellas apoyada en la pared. Lo hago siguiendo mi intuición, a pesar de que siempre pensé que pariría en una postura vertical. Noto que me repliego hacia adentro y que, extrañamente, sé exactamente lo que hay que hacer. Parece como si fuera detrás de un impulso muy fuerte que me guía. Sólo tengo que escucharlo y seguirlo, y para eso necesito silencio. Las chicas, mi marido y los niños, que se han reunido con nosotras para presenciar el nacimiento que llega, parecen saberlo. Se respira calma en la habitación y, como tengo tiempo entre pujo y pujo para descansar, me permito cerrar los ojos y respirar profundo. Saboreo este momento. Es increíble, sé lo que hay que hacer y lo estoy disfrutando. Con cada pujo sale de dentro de mí un grito profundo que me ayuda a empujar. Es un grito liberador, que me abre y sana por dentro. Mi matrona me habla en voz baja (“lo estás haciendo muy bien, queda poco, es así, justo así...”) y tras cada pujo, coloca una toalla caliente en la entrada de mi vagina, que me calma enormemente, - !qué enorme abrazo no le daría en este momento!-. Con uno de los pujos, termina de romperse la bolsa y noto desbordarse desde dentro de mí el resto de las aguas que te han acompañado todo este tiempo. El último pujo llega y parece que me voy a romper en dos, pero acepto y confío...un último grito y sales por fin de mi cuerpo, mi hijo amado...

Ya estás aquí, mi niño, ya estás aquí. Húmedo, suave, oliendo ricamente a bebé. Lo hemos hecho muy bien. Lo hemos logrado y nos dijeron que no se podía. Te tengo en mi pecho, tan pequeño y hermoso, y soy feliz. Me siento fuerte y poderosa. No he sucumbido a mis miedos ni me he dejado asustar por los de los demás -los de los médicos del hospital; los de la primera matrona de parto en casa con la que contacté que, a los pocos meses de aceptar mi propuesta, se echó atrás; los de este mundo tecnificado en general-. Ahora puedo confiar. Sé que mi cuerpo sabe. Ha sido un parto tranquilo y suave, con contracciones cortas y muy espaciadas, que me permitían abrirme muy despacio, sin peligro para mi cicatriz.

La cicatriz. No había pensado en ella casi hasta ahora, quizá porque creía que quedaban días para la gran tempestad. Ahora puedo darle las gracias por haberme traído a tu lado a este justo instante de mi vida. Sin ella jamás habría cuestionado el poder médico, para devolvernos el poder a nosotros, ni habría logrado recibirte en este parto maravilloso en casa junto a nuestra familia.

Ahora lo sé. Para parirte, en vez de oxitocina sintética, necesitábamos un ambiente de amor, que estimulara mi oxitocina natural. Necesitaba una sabia y paciente guía a mi lado, una mano cálida calmando mi cuerpo, unas palabras justas de apoyo, la confianza y el sostén de mi marido, la certeza de saber a mis hijos cuidados y cerca de mí, la tranquilidad y el silencio de mi habitación...

Una vez quitada la sábana a mis fantasmas, ha sido tan fácil, fluido e incluso placentero que no puedo creerlo. Tengo que contarlo. Todas las mujeres tienen que saberlo. El parto nos pertenece. No es un proceso peligroso, del que tengamos que anestesiarnos y que debamos manipular para sentir que lo hacemos más controlable. La herida de mis cesáreas me ha enseñado que es justo al revés. Lo peligroso es tratar de alterar la vivencia, resistirse a ella, pretender que se ajuste a nuestros deseos.

Dejé que nos robaran dos veces a mí y a mis hijos la brutalmente hermosa experiencia del parto, pero ahora he recuperado la fe en mí misma y, al fin, en la vida, en Ti. Lo hemos logrado, hijo, y no puedo ser más feliz.