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POR UN PUÑADO DE EUROS

El 7 de agosto de 2013 se cumplían las 40 semanas de gestación. Era la “fecha prevista de parto”.

El embarazo había ido viento en popa. Ningún problema, ninguna alteración, Emma y yo estábamos estupendas. ¡Estábamos disfrutando tanto del embarazo…!

Y yo, que siempre he visto la escena en las películas, estaba convencida de cómo sería el parto: un día, en casa, mientras mi marido arreglaba una radio vieja en la cochera y yo escribía 4 tonterías en Facebook, ocurriría: me pondría de parto. No tenía claro si se rompería la bolsa o me darían fuertes contracciones, pero estaba segura de que habría un pequeño momento de pánico, luego con más calma cogeríamos mi maleta, la maleta de Emma, los papeles, la cartera… y pondríamos rumbo al hospital agitando un pañuelo blanco por la ventanilla.

Pero no fue así.

Se acercaba “el día” y tenía muy pocas contracciones. Emma debía sentirse tan a gusto dentro, que aún no tenía intención de salir. O quizá era yo la que estaba muy a gusto teniéndola a ella dentro y quería retenerla un poco más…

El caso es que el ginecólogo (nunca más diré “mi ginecólogo” porque no lo siento como nada mío) me dio cita para el mismo miércoles 7 de agosto. Me puso los monitores y seguía sin tener muchas contracciones. Yo estaba bastante tranquila. Hasta que me lo dijo: que debería ingresarme en el hospital para provocármelo. ¿Cómo? ¿Por qué? ¡Si yo sabía que tenía “de plazo” hasta la semana 42! ¡Pero si mi embarazo había ido perfecto de principio a fin! ¡Si Emma y yo estábamos perfectas! Entonces me empecé a poner nerviosa. Le dije que NO. Que no había motivos y que no pensaba ingresarme. Efectivamente, él me dio la razón diciendo que no había peligro, porque de haberlo, me haría firmar un papel declarando que me negaba a ingresarme, pero que aún así él me lo recomendaba. El ambiente se empezó a poner muy tenso, y mi marido, para poner un poco de “paz”, sugirió que lo aplazáramos hasta el lunes 12 de agosto, y que entonces ya veríamos.

Salí de allí nerviosa, agobiada, preocupada, cabreada con el médico, indignada con la situación, incomprendida por todos, e impotente.

Ahora no me volvería a pasar, pero en aquel entonces yo no sabía ni la mitad de lo que sé ahora…

Así que me fui a casa y estuve 5 días, que pasaron volando, asustada, pensando que pudiera terminar “el nuevo plazo” sin que comenzase el proceso. Pero claro, cuando el miedo está de tu parte, entonces sí que es difícil ponerse de parto…

Volvimos a la consulta el lunes 12 de agosto por la mañana, con todas las cosas preparadas en el coche. Me puso los monitores y todo seguía igual, pocas contracciones. Entonces me rellenó el volante para el ingreso en el hospital. Pregunté si podía darme una vuelta y entrar a la tarde, pero me dijo que no, que me fuera YA (indicio de prisa sin venir a cuento nº1). Y, por supuesto, fuimos. Es lo que hacen el desconocimiento y la ignorancia en algún tema, que obedeces sin rechistar a “la autoridad”. Y yo iba con la indefensión aprendida en modo on, derrotada, sabiendo (o mejor dicho, creyendo) que ya no podría hacer nada, que ya no había marcha atrás.

Así que el día que iba a nacer Emma, los sentimientos que albergaba, lejos de ser la ilusión, la emoción, el amor, o la ternura, eran más bien rabia, impotencia, nervios, miedo, tristeza y mucha desilusión. Y aún no había empezado lo peor…

Llegamos al Parque San Antonio sobre la una de la tarde. Del 12 de agosto, no lo olvidéis. No había habitaciones libres y tuvimos que esperar en la sala de espera. Dos horas. Dos horas en las que yo, otra vez, fruto quizás de mi inocencia o mi ingenuidad, visualizaba lo que vendría a continuación: nos darían una habitación (sí, como en los hoteles), nos acomodaríamos en ella, abriríamos nuestras maletas, sacaríamos las cosas necesarias, y pasaríamos allí la tarde entre visitas de enfermeros, o matronas, hasta que yo me pusiera de parto.

Qué tonta soy, siempre me pasa igual…

La chica de la recepción nos dijo que ya podíamos subir a la tercera planta y desperté de mis ensoñaciones… Al llegar allí, la matrona nos dijo que seguía sin haber habitaciones, pero que el ginecólogo había llamado para decir que me pusiera en los monitores YA (indicio de prisa sin venir a cuento nº2).

Le comenté a la matrona que no había almorzado, y que por tanto no comía nada desde que desayuné por la mañana, sobre las 9. Pero no, no podía comer por si me tenían que poner la epidural. Así que a los sentimientos negativos que albergaba, le sumaremos un hambre voraz.

Me pusieron en los monitores, con las maletas a cuestas. Y una vía. Todo iba bien, como en las otras 40 semanas anteriores; no había la menor sospecha de que pasara nada.

La matrona volvió para decirme que me “soltaba”, porque ya había una habitación lista. Que fuera, me pusiera un camisón, y volviera, pero que no me entretuviera, porque el ginecólogo había dado “orden” de inyectarme YA la oxitocina (indicio de prisa sin venir a cuento nº3). Le pregunté a la matrona por qué el ginecólogo tenía tanta prisa, y ella se encogió de hombros, y respondió: “a mí no me ha explicado nada; se lo tendría que haber explicado a usted, que es la paciente”. Y yo me encogí de hombros también, resignada desde hacía ya horas…

Debimos entretenernos en la habitación poniendo los móviles a cargar, porque nos llamaron por teléfono a la habitación para decirnos que estábamos tardando mucho, y que volviéramos YA.

Serían las 4 de la tarde cuando nos metieron en una habitación que llaman “paritorio”, aunque en ella haya bastante menos vida que en un “tanatorio”. Una habitación blanca, aséptica, sin decoración de ningún tipo, sin ventanas, sólo con mobiliario y utensilios médicos y quirúrgicos.

Me empezaron a inyectar la oxitocina. La matrona me dijo que podía moverme libremente por la habitación. A estas alturas de la historia no sé si reírme o volver a llorar… ¿Qué me podía mover libremente por la habitación? ¡Pero si con la vía de la oxitocina no podía dar más de 3 pasos, por favor!

Así pasaron horas interminables de aburrimiento, desconcierto y decepción.

Yo, que siempre había creído, y CREO, que traer una vida al mundo debía ser de las experiencias más maravillosas que existen, me encontraba encerrada y atada en una habitación fría e inhumana, esperando a ver cuál sería el próximo capricho de un hombre, al parecer igual de frío e insensible que la habitación.

No recuerdo exactamente a qué hora llegó él. Tampoco quiero saberlo, la verdad. Sólo recuerdo que una de las primeras cosas que hizo fue bromear con el matrón (había cambiado el turno) sobre unas tijeras que había en la sala y que al parecer “eran tan grandes que más bien deberían estar en la consulta de un veterinario”.

Acto seguido me pinchó la bolsa amniótica (indicio de prisa sin venir a cuento nº4). Sí, exacto, me introdujo un pincho muy largo y pinchó la bolsa. Yo nunca rompí aguas; a mí me las rompieron. Lo peor no es que te rompan la bolsa, lo peor es que por el camino te rompen otras muchas cosas…

A continuación nos sobrevinieron cientos de minutos de gente entrando, mirando el reloj, metiendo dedos en lugares íntimos, y dando muestras de prisas e impaciencia.

Cuando parecía que ya -¡por fin!, pensarían ellos- tenía las suficientes contracciones, entró el anestesista para hacerme la pregunta del millón: ¿quieres la epidural como las niñas buenas, o eres de esas hippies-perroflautas que prefiere soportar el dolor para hacerse la valiente? En aquel momento no me dolía casi nada, así que estaba en duda. A decir verdad, llevaba con esta duda 9 meses. Pero como siempre he sido buena y obediente, me la terminé poniendo, claro. Luego me arrepentí muchísimo, pero en ese momento, y con esas circunstancias, no supe tomar otra decisión mejor.

No sé cuánto tiempo más tarde, el ginecólogo dijo que Emma ya estaba cerca (qué otro remedio le había quedado a la pobre…). Empezó otra de las escenas típicas de las películas: respira y empuja. Pero sin el encanto de las películas, como era de esperar.

Como muchos ya sabréis, la epidural te “duerme” de cintura para abajo, así que yo personalmente no tenía ni idea de si estaba empujando mucho o poco, bien o mal. No sentía nada. Emma estaba naciendo y yo no sentía nada… Triste pero real como la vida misma.

Pero veía y escuchaba. Y lo vi. Cogió las tijeras y cortó, como si fuera un sastre. Y vi por primera vez la cara descompuesta de mi marido. Y el ginecólogo sacó a la niña. Y el ginecólogo cortó el cordón sin esperar a que dejara de latir y sin preguntarle al padre si tenía intención de hacerlo. (Indicios de prisas nº 5, 6, 7, hasta el infinito y más allá).

Eran las 22:10h.

Y lo escuché. Le dijo al matrón que me pusiera más anestesia local para poder coserme aquella raja, porque era posible que pasara el efecto de la epidural antes de que él terminase.

Y me pusieron a Emma encima y por primera vez en todo el día fui feliz.

Hasta que un minuto después la enfermera dijo que se la tenía que llevar. Que no respiraba bien, que tenía frío, que blablablablablá. No sé si fue con mucha, poca o ninguna asertividad, pero protesté. Dije que la mejor forma de combatir el frío era el calor del cuerpo de su madre. Que la forma de empezar a respirar bien era escuchando y sintiendo la propia respiración de la madre. Pero entre todos me asustaron, me chantajearon emocionalmente, me acusaron de exagerada e histérica, me hicieron sentir egoísta y mala madre, y me arrebataron a Emma.

Se la llevaron a otra sala, y la metieron en una urna de cristal.

Y me quedé allí sola, llorando desconsoladamente. Jamás en mi vida, JAMÁS, me he sentido tan impotente y tan incomprendida por todos. Y cuando digo “todos” incluyo a mi marido, aunque diga esto con todo el dolor de mi corazón.

Eran ya más de las doce de la noche. Seguíamos solos en el paritorio. Por allí no aparecía absolutamente nadie. Así que obligué a mi marido a llamar al matrón o a quién fuera para que me devolviesen de una vez a mi hija.

Pero en vez de traérmela, vino el celador. Iba a trasladarme a mi habitación. Y cuando llegué, tuve que esperar un poco más hasta que llegó una enfermera con Emma en brazos. Me la puse al pecho y en seguida se enganchó a la teta.

Al día siguiente una de las enfermeras se sorprendió al ver el enorme hematoma negro que tenía en uno de los cachetes del culo. Como con la epidural no sentía nada, había empujado “demasiado” con el lado derecho del cuerpo, y eso me había provocado ese hematoma.

Le pregunté al ginecólogo cuántos puntos me había echado en la episotomía. “Yo cuando me pongo a coser no cuento los puntos. Si quieres te digo un número al azar como hacemos muchas veces con las madres para que se queden tranquilas, pero la verdad es que es imposible saber el número exacto…”.

“Yo creo que más de 20”, me confesó luego mi marido.

Me dio el alta el miércoles 14 de agosto.

Se iba de vacaciones el jueves 15 de agosto.