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Parto de Lorea, en casa. Nacimiento de Haizeder, Navarra

Siento el deber de compartir mi experiencia de parto (más allá de ser la mía personal y querer celebrarla) porque me quedó una misión tras parir; hacer un reconocimiento al cuerpo, a su sabiduría y capacidad, al mismo tiempo que ensalzar la libertad tanto de parir libres como de gestionar nuestra salud desde el respeto y la confianza en nuestros cuerpos.

Sentí la llamada de la Naturaleza. Siempre ha estado ahí. Pero emergió; la semilla de Haizeder la hizo efervescente, y me colocó dónde debía ser; en mi lado salvaje, en mi virtud animal, en mi libre esencia. Haizeder llegó cuando yo estaba preparada para ello, cuando había recopilado el atrevimiento suficiente para darnos lo que nos pertenecía: Parir y Nacer en libertad. Abrir, sanar, soltar, crecer.

Conforme iba acercándome a la maternidad en la vida, mi forma de hacerlo se iba definiendo por sí misma, como si fuese un libro ya escrito, del que poco a poco iban pasando las páginas, avanzando. Hacia lo profundo, dejándome llevar por la sabiduría del cuerpo, de la cual he aprendido que ni siquiera me pertenece; va más allá, mucho más allá de mí, y le debo entrega, respeto y gratitud. Más si cabe, después de parir.

Decidí, escuchando mi sentir, parir en casa, libre. Acompañada de mi compañero en esta aventura y de dos mujeres sabias y experimentadas. Dos matronas que me han facilitado el proceso en todo momento. Que me han ayudado a no alejarme de mi naturaleza, a resistir el impacto de una sociedad desanimalizada, desnaturalizada que apaga la capacidad de las mujeres y los cuerpos.

Haizeder se movía dentro del útero tanto como lo hace fuera, ahora comprendo el porqué de tantas contracciones tempranas. Llegó un momento en el embarazo, que sentí miedo por que naciera demasiado pronto, por ello, conforme el embarazo avanzaba en perfecto estado, yo agradecida me relajaba y lo celebraba. Fueron pasando las semanas, y cuando empecé a sentir que ya cualquier momento era adecuado para recibirla al otro lado de la piel, no dejaba de desear que eso ocurriera. Ahora sin embargo, siento una nostalgia tremenda por el estado de embarazo.

Haizeder cumplió diez lunas, 280 días, y yo cada día soñaba que igual ese podía ser el gran día. El día 283 de embarazo, ya no hubo dudas; me desperté muy temprano con contracciones que por fín dolían un poco (tan esperado aquel dolor…), y el cuerpo me dio señales; había empezado a expulsar el tapón mucoso, y tenía un poco de sangre. Fue una alegría. Euforia. Desperté a mi pareja, y le enseñé mi braga, pero como llevaba tres o cuatro días diciéndole que ése podía ser el día, creo que no tenía todas consigo.

El sábado lo pasé alegre. Día soleado, paseando al lado del Río Elorz, comiendo mucho (tenía un apetito voraz)... Las contracciones, algo dolorosas, pero muy llevaderas iban y venían; cada 10 minutos, 7 minutos, de pronto desaparecían… Aunque yo deseaba que se quedaran, sabía que ya no había marcha atrás, que de aquel tirón, tarde o temprano nacería Haizeder.

Anocheció y nos acostamos hacia las 00. A las 2 me desperté, y las contracciones habían ganado algo de potencia, era domingo, y yo sentía que Haizeder estaba muy cerca de cruzar mi cuerpo. Me levanté sin despertar a mi pareja. Me interesaba que él durmiera, quería contar con su apoyo y energía durante el parto activo. Estuve en el sofá, con contracciones cada 10-5 minutos hasta las 7 de la mañana. Entre contracción y contracción, echaba pequeñas cabezadas. Pensaba que si eso era parir, era muy llevadero (inocente), jejeje. A las 7 desperté a mi pareja porque me apetecía compartir esa emoción.

Durante la mañana, llamé a la matrona para avisar que del domingo no pasaba. Recuerdo su calma y serenidad. Me recomendaba hacer un día normal. A mí me hacía gracia, pensaba si a caso no se estaría dando cuenta que mi hija iba a nacer ya. Fueron pasando las horas, comiendo mucho y cagando en consecuencia. Mi cuerpo fue cogiendo la energía necesaria, y vaciando el recto para dejar espacio. Las contracciones, cada vez más potentes, seguían parecidas, intercalando frecuencias de entre 10 y 3 minutos. Tuvimos relaciones sexuales; a mí me motibaba pensar que mi orgasmo quizás aportaba un chute extra de oxitocina que podía colaborar en el proceso.

Hacia las cuatro de la tarde, algo cambió. El apetito se desvaneció, desapareció de golpe. El dolor de las contracciones ya venía acompañado de gemidos y no podía mantenerme erguida; ¡avanzábamos!

Volvimos a llamar a la matrona, y nos dijo que se pasaría a vernos. Vino enseguida. Entró, y mis contracciones pararon un poco. Ella me dijo que no le gusta aparecer antes de tiempo por no interferir en el proceso libre e íntimo de las mujeres. Yo me sorprendí muchísimo de aquel parón. No me imagino cómo actuaría mi cuerpo si llego a decidir parir en el hospital con tanto estímulo e interferencia…

La matrona esperó en una habitación, leyendo. Mientras, mi pareja y yo seguíamos acogiendo contracciones, como si fueran olas. Cuando la matrona, desde su experiencia, sabiduría e intuición, concluyó que podíamos estar entrando en una fase más activa de parto, apareció, se incluyó en el escenario del parto. Lo hizo convencida de que en ese momento, las contracciones ya habían tomado su camino con fuerza, y que su presencia no las frenaría, y acertó. Venían con mucha fuerza. En mi cuerpo algo cambió, ya no veía y escuchaba igual, estaba en otra dimensión, empezaron a mandar mis entrañas, mi movimiento, mi cuerpo. Mi mente descansó. Fue delegada.

Llenaron la bañera, llegó la compañera matrona. Me hizo ilusión recibirla. Ya estábamos en casa todo el equipo de parto con el que yo contaba. Contracción para aquí, para allá. Anocheció, empezó a llover, qué gusto me dio aquella tormenta. Me apoyaba en la puerta del balcón, entraba un hilito de fresco; agua, viento, pureza, limpieza. Me animaban a abrirme en cada contracción, yo quería colaborar con mi cuerpo en todo lo posible; respiraba, abría pecho, hombros atrás. Abrazos.

Entré un rato en el agua caliente. Oiiiiiii, descanso, paz. Cantamos, qué bien cantaban, cantábamos, cómo no canto más sentía yo, ¡qué compañía el canto! Me mojaban con jarras de agua caliente la espalda, yo me retorcía, bailaba en el agua como un pececillo inquieto, con muchas ganas de vivir, pero en el ejercicio pesado del soltar. Soltar para volar, para volar juntas.

Salí del agua. En busca de la contracción más poderosa. Sucedía sentada encima de mi pareja, él sentado en una silla. Yo encima suya, mirando hacia él con una pierna a cada lado. ¡Qué loco dolor! Pero ese era el juego; buscar la contracción más potente para ayudar a Haize a descender.

Me hicieron un tacto, con mucho respeto, mi primer tacto, y supimos que Haize movía la cabeza para todos los lados, rotaba en el poco tiempo que duró el tacto. Vitalidad infinita. El cuello de mi útero blandito y muy dispuesto ya tenía 8 centímetros de diámetro.

Unas contracciones más. Ya no había descanso, venían seguidas, lo justo un cambio de postura rápido. Se rompió la bolsa amniótica. Aguas claras.

Llegaron las ganas de empujar. Qué satisfacción. De pie, de rodillas, tumbada de lado en el sofá, para un lado, para el otro lado, con las piernas en el pecho, haciendo fuerza con una pierna, con la otra…. La siento tan cerca… Un poco más de líquido amniótico, con un poquito de meconio.

Podían ver su cabeza, la tocamos. Empecé a gritar su nombre en cada contracción. Mi cuerpo gemía, sin vergüenza, sin perdón, sin miedo. En libertad. Con sentido. Con deseo. Con fuerza.

Aro de fuego, ¡qué bien nombrado! Fuego, así debe ser arder todo el rato...

Y en uno de esos empujones, a las 5.09 del lunes 16 de marzo Haize asomó la cabeza entera, seguido su cuerpito perfecto, fino, rojo y blanco, limpio, redondito, suave, placer. Yo contra la pared de rodillas y de espaldas a mis acompañantes me di rápido la vuelta, la matrona me la pasó por entre las piernas. Ya estás aquí, increíble, cómo has podido hacerlo tan bien. Muy expresiva, me miraba fijamente, sin llanto, con un gritito muy agudo de emoción, como diciendo; ya estoy aquí no se os ocurra soltarme ni un segundo. La miré, la reconocí, me reconocí, vi en ella también a su padre, quien cortó el cordón más tarde, cuando dejó de latir. Fui consciente de que la quería con locura. La tumbé en mi cuerpo, reptó con una fuerza asombrosa, escogió un pecho (si mal no recuerdo después de tantas tomas) el izquierdo, se agarró con elegancia tras un par de saltos con su boca en busca del pezón, y ¡a tomar! Placer, placer, placer. Sentí que la maternidad estaba menospreciada, qué grandeza, qué belleza, qué salvaje, qué perfecto.

Unas contracciones más, y salió la placenta, en el sofá, igual que mi hija. Gracias, gracias, gracias Placenta por haber alimentado y ayudado a crecer a esta criatura.

Nos levantamos desnudas entre mantas, felices, acompañadas, y fuimos a la habitación para tumbarnos en la cama.

Haizeder seguía tomando con vitalidad, mientras, la matrona me cosió algún punto. Sentía la aguja, pero no importaba. Ahí nos quedamos en la cama juntas, pegadas, enganchadas, satisfechas, en amor.

Me ofrecieron un zumo de Placenta con naranja. Fresquito, buenísimo. Sentía un agradecimiento sagrado, a Cuerpo, a Haizeder, a Placenta, a Carmen, a Isabel, a Ander, a VIDA.