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Parto de Alicia. Nacimiento de Leire. Hospital San Cecilo, Granada, 2006.

Mi nombre es Alicia, y tengo una preciosa hija llamada Leire. Ya tiene 6 meses. Nació el 20 de agosto de 2006 en el Hospital Universitario de San Cecilio (el “Clínico”) de Granada. Y fue una experiencia impresionante, alucinante, impactante… Y muchos otros adjetivos, todos terminados en –ante, y que no es posible nombrar aquí, no habría lugar ni tiempo.

Ya que durante mi embarazo no dejé de visitar esta página, que me ha prestado una ayuda inestimable (sobre todo por la lectura de las vivencias de otras madres), no quería dejar de aportar mi granito de arena: mi experiencia, que aunque poca –es mi primera hija- fue intensa y bastante positiva.

Comenzaré remontándome al curso de preparación para el parto y cuidados del bebé, pues creo que ahí comienza nuestra historia. Había empezado uno que, después de cuatro o cinco clases, cancelaron sin previo aviso. La matrona, defensora a ultranza de la episiotomía, nos asustaba – no sé si la pobre mujer lo haría a propósito o no - diciéndonos que si no se practicaba, poco más que nos podíamos rajar enteras. Todo ello perfectamente ilustrado con dibujos en la pizarra, ademanes y demás. Me gustaría, ahora que lo pienso, habernos visto las caras a todas las que allí estábamos sentadas, barrigones en alto, probablemente boquiabiertas. Éramos por lo menos veinte. Lo que es la desinformación. Luego tuve la oportunidad de ver en la página de la OMS que es muy pero que muy improbable que ocurra eso. También nos inducía a ponernos la epidural siempre, y se mofaba de las que “andaban por ahí” –cualquiera le llevaba la contraria en clase- teniendo dudas al respecto. Decía que había que ser masoquista para, teniendo medios, quererlo pasar mal por gusto. Incluso nos contó la historia de una mujer que había visto cómo su hijo moría en el parto por no seguir con rapidez el consejo de su médico, y por habérselo pensado dos veces antes de obedecer inmediatamente a lo que se le decía (no recuerdo muy bien el caso exacto)… En fin, moraleja: que hay que ponerse en manos de los profesionales, que la opinión de la madre no cuenta nada porque ella no es médico ni matrona y no entiende, que nos dejemos hacer lo que sea rapidito y punto en boca. Todo de ese estilo. Pero como contaba y para abreviar, ese curso lo cancelaron. En su día pensé “¡qué rollazo, tener que empezar de nuevo!” Sin embargo, ahora que veo con la perspectiva del tiempo, me doy cuenta de que fue mucho mejor así.

Busqué otro curso, y esta vez tuve la suerte de dar con una matrona con la filosofía totalmente opuesta: partidaria de un parto lo más natural posible. El problema era que a mí ya las cosas no me cuadraban: ¿Cómo era posible que dos profesionales tuvieran opiniones tan distintas? Cada vez estaba más confundida. Nunca me había planteado ser madre, no sabía como afrontar este nuevo reto, y carecía de información. Por otro lado, en el trabajo me hablaron de unos cursos de gimnasia acuática para embarazadas, y decidí apuntarme, porque ya tenía demasiada barriga para seguir nadando por mi cuenta.

Y fue allí donde conocí a Blanca, entre otras. Una matrona genial. Ella me habló de esta página, y de la posibilidad de entregar un plan de parto en el hospital Clínico de Granada. Me informé muchísimo, y mi marido también. Leímos manuales y visitamos diferentes páginas web. Afortunadamente, el acceso a la información en nuestros días es cosa fácil, y seleccionando de aquí y allá, siendo críticos, decidimos lo que queríamos. Pero fue Blanca la que nos orientó y revisó el plan. Y desde aquí quiero darle las gracias.

Bueno, a lo que voy, entregué el plan un mes antes de la fecha probable de parto (17 de agosto). Esto fue fundamental. Continúo:

La mañana del domingo 20 de agosto me había despertado con un ligero dolor de riñones y ovarios sobre las 6:00. No era capaz de dormir pensando que podía haber llegado ya el tan esperado momento. Viendo que tenía contracciones regulares (tres cada diez minutos), me di un baño relajante y bebí agua para hidratarme. No era la primera vez que tenía contracciones así, llevaba semanas, aunque a la hora u hora y media cesaban: falsas alarmas. No obstante, esta vez no pararon, ni con el baño relajante, ni con el agua; y como la cosa seguía, decidimos ir al hospital. Para mi sorpresa –y es que yo había entregado el plan, pero no tenía mucha confianza en su verdadera eficacia- cuando entramos por urgencias, la doctora ya sabía quiénes éramos y el tipo de parto que deseábamos. No daba crédito. ¡Y yo que llevaba una copia con la fecha de entrada sellada, pensando que me mirarían con caras raras cuando les habláramos de parto de baja intervención! Eran las 9:00 y ya estaba dilatada dos centímetros. Era un dolor como de regla, bastante soportable. Me hubiera gustado haber llegado más tarde al hospital y haber aguantado más en casa, por aquello de estar más cómoda y en la intimidad, pero como era primeriza no calculaba bien, y temía pasarme de lista y llegar a última hora con las prisas, así que allí estábamos.

Me trataron muy bien. En ningún momento me hablaron de rasurarme, ni de ponerme enemas. De hecho, ya de forma natural llevaba dos días evacuando sin parar… Sobre todo esa madrugada. Por la mañana una enfermera me ofreció no sé qué historia para que dilatara más rápido. Le agradecí el gesto, pero le dije que no. Volvió a insistir un rato después, y le volví a decir con educación pero con firmeza que no. No me lo repitió más.

Estuvimos todo el tiempo –Leire y yo- con mi marido, Carlos. Nos dieron una habitación donde había otras tres camas, una de ellas ocupada por otra chica embarazada de sólo seis meses, pero a la que se le habían adelantado las contracciones. No me pareció bien estar en la misma habitación teniendo contracciones y dolores cada vez más fuertes donde había una paciente a la que estaban intentando precisamente parar las contracciones. Además, tampoco me apetecía estar sentada, y mucho menos tumbada, se intensificaba el dolor de riñones. Así que me pasé el día pasillo arriba y pasillo abajo, con Carlos haciéndome compañía. Tenía ya la ruta hecha, con sus correspondientes paradas: Iba del alféizar de la ventana al radiador del pasillo, y del radiador a la ventana. Si la contracción me venía antes, andaba un poquito más rápido hasta llegar al punto donde podía detenerme. En las “paradas”, me doblaba por la cintura y me apoyaba de brazos. Carlos, resignado, me hacía masajes en los riñones, que –por cierto- vienen de perlas. Yo creo que se sentía inútil, pero él no sabe lo mucho que me ayudó. La capacidad de aguantar el dolor aumenta mucho cuando tienes a alguien querido a tu lado. No sé qué hubiera hecho sin él.

Otra cosa que ayuda son las duchas. No había posibilidad de baño, pero sí de ducharse. Creo que lo hice tres veces. Me relajó y me dio la sensación de que el dolor disminuía durante y después del remojón. Además, hacía mucho calor, era agosto…

No me hicieron muchas exploraciones, dos o tres. De hecho, fui yo la que pedí la última, porque estaba ya deseando de ver que estaba más dilatada. ¡Tenía tantas ganas de ver a mi hija y de dejar de sentir dolores! A las 17:00 ya estaba de seis o siete centímetros. Y aquí fue cuando decidí no ponerme la epidural. Yo no había renunciado a ella, para mi era como un salvavidas, me la pondría sólo en caso de que viera que no soportaba más… Sin embargo, al comprobar que estaba aguantando más o menos bien (la verdad es que me lo esperaba peor), decidí seguir adelante sin ella, ya que la dilatación estaba tan avanzada.

La matrona me dio muchos ánimos, fue muy amable. Me dijo que me estaba portando como una campeona, y que hacía años que no veía a una mujer aguantar así sin ningún tipo de anestesia (la verdad es que no es para tanto, de siempre nuestras madres han parido “a pelo”, y más niños y con más peso que ahora). Esto me dio fuerzas, pero ahora ya casi no soportaba ni estar sentada (me sentaban para monitorizar a Leire, y cada vez que lo hacían veía las estrellas, aunque a la vez necesitaba saber que nuestra hija seguía bien). La matrona me dijo que si me hacía un tacto vaginal de cierta manera podía aumentar esos centímetros a ocho. Yo le comenté que no quería que se rompiera la bolsa y que prefería que no, pero me aseguró que podía hacerlo con mucho cuidado y sin riesgos, así que me dejé. Con ocho centímetros ya, y la bolsa intacta, decidimos entrar en el paritorio. Y ahí fue donde empezó lo bueno.

Había varias matronas, no una sola. Y se iban turnando. Nos dejaban solos muchas veces, y Carlos se ponía nervioso, porque –me confesó después- pensó que la niña podía nacer en cualquier momento, y que él no hubiera sabido qué hacer. Yo, ni me percataba de ello, estaba concentrada en lo mío…

Sabía que la parte del “expulsivo” es la “mejor”, puesto que se le ve un final al parto. Normalmente –había leído- duraba una hora, así que me las prometía muy felices. “Ánimo, Alicia. Que ya has pasado lo peor. Y no era para tanto…”, me decía. Pensaba que apenas superara esos dos centímetros, la cosa sería coser y cantar... ¡Y por fin íbamos a conocer a nuestra hija! No llevábamos ni media hora en el paritorio, cuando me dijeron que ya estaba de diez centímetros y que podía empujar cuando quisiera. “¿Ya? ¡No me lo puedo creer! ¡Esto va de escándalo!” ¡Pues qué equivocada estaba! Me dolía muchísimo, pero no tenía ningunas ganas de empujar. Y así una hora, dos… Y nada, sólo dolor y más dolor, cada vez más intenso. Un calor insoportable, por no hablar de la sed. Sólo quería beber agua, pero me la racionaban (por si había que intervenir, supongo), y tenía la boca muy seca.

Nada más entrar había preguntado en qué postura me tendría que poner, que no quería dar a luz tumbada porque me dolía muchísimo. Me habían contestado: “Como tú quieras, guapa…” Así que por lo menos tenía ese consuelo. Pero cada vez que me monitorizaban tenía que sentarme, y era una tortura china. Simplemente, no podía. Estaba todo el rato de pie de un lado para otro, o apoyada en el alféizar de la ventana (¡me dio por las ventanas, no sé porqué!), o apoyada en el potro obstétrico. Yo ya empezaba a pensar que algo iba mal, porque era demasiado tiempo, no era normal. Le dije a una matrona: “No sale, no va a salir, no tengo ganas de empujar…” Me estaba desesperando. Y ella me calmaba: “Chiquilla, ¿cómo no va a salir? Si no hay ninguna prisa, cuando te vengan ganas, empuja, no pasa nada…” Y finalmente, después de lo que pareció una eternidad, comencé a notar ciertas ganas de empujar. Pero entonces, la matrona que finalmente parecía que se iba a quedar empezó a decirme que necesitaba que subiera al potro para que saliera la niña –“¿Pues no me habían dicho que como yo quisiera?”- Lo intenté, de verdad que lo intenté, pero era tocar el asiento y pegar un salto como si tuviera un muelle en el trasero. No hubo manera. Aguantaba el dolor apoyada de brazos sobre el potro obstétrico; y cuando me venían las ganas de empujar me agachaba, sujetando fuerte con las manos una barra del potro, y apretaba.

Así que la matrona tuvo que hacerse a la idea de coger a la niña conmigo agachada, detrás de mí. Puso unos paños en el suelo, mientras no cesaba de repetir: “Así no veo nada, esto no lo he hecho yo en la vida, no sé qué va a pasar… Sería mejor que te pusieras en el potro… No hace falta que te subas del todo, sólo apóyate un poquito”. Pero nada, yo lo intentaba y salía disparada, no podía. Mi marido, que la escuchaba, me decía: “Pues vaya tranquilidad que me da la matrona…” También él intentó que me sentara –creo recordar-, pero no hubo forma de convencerme, era superior a mi, e hice lo que me apeteció sin escuchar lo que me decían. Al final la niña nació a las 20:40. La matrona la cogió sin problemas. La bolsa se rompió una media hora antes de que ella saliera. No necesité ni epidural ni episiotomía, y si me hubieran dejado, hubiera podido salir a pie del paritorio sin problema. Tuve una pequeña fisura, ni medio centímetro, que me produjo durante unos días un pequeño escozor al ir al baño. Y apenas vi a mi hija, dejé de sentir dolor, y fue como si no hubiera pasado nada. Ni siquiera estaba cansada. En cuanto a lo que sentí cuando la tuve delante, sobre mi pecho, no hay palabras en el mundo que puedan describir eso, hay que vivirlo. Nació sanísima, guapísima, y de forma totalmente natural.

Desgraciadamente, no pude impedir que se la llevaran un par de horas, a pesar de haber pedido que no fuera así. También le dieron suero glucosado en biberón, en contra de lo que habíamos solicitado. La verdad es que en pediatría hicieron caso omiso al plan que entregamos, pero el parto sí que lo respetaron, más o menos. Esto es muy loable, y de agradecer en un hospital en el que hay innumerables pacientes, y en el que hicieron un esfuerzo por respetar nuestra voluntad y atender nuestras necesidades individuales. La verdad es que todavía estoy sorprendida.

Después de esas dos horas de separación, siempre estuve con mi hija, no me alejé en ningún momento de ella. Al día siguiente, vino a vernos la matrona que nos había asistido, la que quería que me tumbara en el potro para dar a luz. Estaba muy contenta. Me comentó que incluso había llamado a una amiga suya para contarle el parto, también matrona. Decía que había sido una experiencia única, que le había gustado mucho. Claro, eso a toro pasado, porque el día anterior no decía lo mismo. Pero yo le pedí disculpas por no haberle hecho ni caso y le agradecí su ayuda. La verdad es que no lo debió pasar nada bien conmigo.

Pronto –apenas tuvo hambre después de que le dieran el suero- Leire empezó a mamar, aunque mal. Había una enfermera que entraba y salía, y no nos paraba de preguntar con mucho interés a todas: “¿Se engancha a la teta? ¿Se engancha?” La señora seguro que lo decía con toda la buena intención del mundo, pero la cuestión no era sólo que “se enganchara”, sino que lo hiciera bien (abarcando todo el pezón y exprimiendo correctamente). Y a pesar de que yo había visto infinidad de carteles aquí y allá y varios vídeos sobre lactancia, no supe hacerlo adecuadamente (¡que hay que ser torpe!) Eso fue casi causa de que perdiera la leche (de hecho, una vecina mía me comentó que la perdió por este motivo), por no hablar de las dolorosas grietas. Afortunadamente fui al centro de salud enseguida, porque Carlos y yo nos dimos cuenta de que algo no iba bien, y una pediatra muy amable –sin previa cita porque aún no teníamos la tarjeta sanitaria de la nena- nos ayudó y explicó cómo había que hacer. Y gracias a esto mi niña está hoy más sana y fuerte, pero eso es otra historia…