524

NACIMIENTO DE GEMA, 1998

Habían pasado 2 años desde que nació Nuria y estaba embarazada de nuevo. De unos dos meses, pero ya empezaba la cuenta atrás y mi carrera para conseguir un parto que no tuviera nada que ver con el anterior.

Por aquel entonces internet era una cosa que sólo algunos disfrutaban, y arreglábamos las cosas preguntando mucho y llamando mucho por teléfono. Lo primero que hice fue preguntar a mi vecina, matrona en el hospital de Segovia, si querría atenderme en casa. Su no fue educado pero rotundo: fuera del paritorio no sabría qué hacer. Sólo si se presentaba una emergencia me ayudaría, sola no me iba a dejar, pero que por favor no le pidiera eso porque nunca lo había hecho y si la sacaban de su centro de trabajo se veía perdida. Me dijo que existía una asociación nacional de matronas y que a lo mejor ellas me ayudaban a buscar. Conseguí el no a través del servicio de información de telefónica y una de ellas, no se qué cargo tendría, me dijo que había un matrón en Guadarrama, que tenía bastante experiencia en esas cosas. Le llamé y vino a nuestra casa a hablar con nosotros.

Primero habló conmigo, porque el papá estaba durmiendo la siesta, y fue una persona que me encantó, con su coleta de pelo gris y sus vaqueros, inspiraba paz. Notó que yo estaba muy nerviosa y me enseñó a hacer respiraciones profundas y relajantes. Le quedó claro lo que yo quería y me dijo que no habría problema si el papá estaba también de acuerdo. Empezaban los problemas: el papá, aunque de acuerdo conmigo en que lo de la otra vez había sido una brutalidad, no quería ni oír hablar de parir en casa. Lo típico: que qué pasa si hay problemas, que si eso ya no se hace, bla, bla, bla, ¡claro, como no era él el que paría!
Después de dejar claro que no podía atenderme en esas condiciones y que su consentimiento era imprescindible teniendo en cuenta que las eventualidades existen y que es una gran responsabilidad la que tenía que asumir, nos dijo que en Alicante había una clínica que defendía y profesaba el tipo de parto que yo buscaba y que haríamos bien en ponernos en contacto.

Yo ya sabía de su existencia, pero estaba tan lejos.... Unos 700 Kms., más o menos. Parecía imposible. Aún así los busqué y hablé con ellos, me ofrecieron alojamiento y me dijeron que allí iba gente de todas partes, pero el papá seguía sin verlo claro. Llegó el día en que con lágrimas en los ojos, de cinco o seis meses ya, grité y amenacé “si no puedo estar segura de parir cómo quiero, te juro que me encierro en el baño y no salgo hasta que lo tenga”. Me creyó. Cabezota he sido siempre mucho, y burra también, así que no le pareció un farol, se dio cuenta de que podía ser mi intención, ¡Y vaya si lo era!.

Total, que al final nos fuimos el papá, la niña y yo a pasar unas vacaciones a levante. Sorpresa la que se llevó la señorita de la agencia de viajes cuando le pregunté si habría problemas en el hotel porque íbamos 3 y volvíamos 4. “¿Se os une algún amigo?” “No.” contesté, “vamos a parir allí”. Pero nada que ver con la cara de las camareras que me vieron salir una noche y volver por la mañana con el carrito de niño. (Huy, que me adelanto).

Bueno. Llegamos a Altea, a pasar quince días de playa, paseo y descanso. En los primeros días nos acercamos a Acuario a conocer a la ginecóloga que me atendió después. Había tres disponibles y elegí una sin saber más. Nos vio. Se extrañó mucho cuando le dijimos que el padre era ganadero de que no quisiera hacerlo en casa. “¿Nunca has ayudado a una oveja?” preguntó. “Sí, claro” contestó él. “Pues esto es igual”, nos dijo. También me dijo que porqué no me reconocía yo para saber qué cambios estaban pasando en mi cuerpo, nos enseñó a escuchar el latido del bebé con la oreja de él en mi tripa, y nos preguntó si la hermanita estaría presente en el parto.

Muy contentos, esperando que llegara el día, volvimos a Altea a seguir nuestro descanso. Pasaban los días y no había novedad. Yo miraba cada mañana, en el baño, al levantarme, si había algo nuevo por ahí dentro, pero nada. Todo igual. Un pequeño orificio en el cuello a través del cual se podía tocar un poquito de bolsa llena de líquido. Él me preguntaba “¿Qué?” y yo decía “nada”. Empezaba a desesperarme. La fecha probable de parto era el viernes 11 de Junio y teníamos el hotel contratado hasta el domingo. Veía que me iba y no llegaba la niña.

Hasta el viernes. Me levanté sólo rara. Intuía que algo estaba por llegar, pero no llegaba. Todo seguía igual por la mañana. Nos dimos unos baños en la piscina. Recuerdo muy bien un señor que me dijo “qué se te ve a adelantar” porque me vio tirarme de cabeza al agua y yo le contesté “Ya he salido de cuentas”. Por la noche estaba aún más rara, pero no dilataba. Cenamos y subimos a la habitación con idea de dormir y acercarnos al día siguiente a Acuario. Me acosté. No podía dormir. Fui al baño y me miré. Apenas si había dilatación, pero pensé que para no dormir me daba igual no dormir en el hotel que no dormir en Acuario.
Cogimos a la niña medio dormida y nos fuimos. Por el camino, con las curvas, los cambios de marcha, todo me molestaba y me provocaba una nueva contracción.

Al llegar estaba de 4 cmts. Nos pasaron a un paritorio que nada tenía que ver con el anterior; era una estancia agradable, con un enorme sofá de mampostería lleno de cojines, una mecedora, una bañera enorme y, en un rincón, una silla de partos. La luz era tenue y sonaba una musiquilla de fondo. Tan de fondo que no recuerdo cual. Me pidieron permiso para reconocerme, me pusieron el monitor sólo unos minutos para comprobar a la nena. Me ofrecieron un zumo y me dejaron relajarme en la mecedora. Me ofrecieron después un baño calentito y acepté. Mi compañero se sentó frente a mí, en la mecedora, y la niña, rendida, se durmió en la cama de la habitación. Eran las tres de la mañana, aproximadamente.

El baño era muy agradable, tanto que me relajé. Realmente era agradable estar en el agua caliente, tranquila, nadie me agobiaba, estaban todos a mi disposición y nadie me decía lo que tenía que hacer. No se porqué me quise incorporar. Me puse en cuclillas dentro de la bañera y ¡qué dolor! Se me encogió un gemelo. No me lo podía creer, estaba de parto y se me encogía un tendón. ¿qué iba a hacer?. Me agarré con la mano izquierda a la bañera tratando de salir, y entonces vino una contracción muy fuerte. Pensé “quien me mandaba a mi repetir esto!”, y antes pensar aquello de “no puedo más”, noté que la niña se escurría dentro de mí. Puse la mano derecha en su cabeza, ella empujaba por salir, y yo la empujaba hacia dentro porque me hacía daño. La ginecóloga, cámara en mano, me decía: “despacio, acabas de empezar, no hay prisa”, y yo seguía sujetando su cabeza para que bajara despacio. Salió y giró. Me miró con el cuerpo aún dentro y me asusté mucho: el cordón salía de mí, pasaba por detrás de su cuello y volvía a entrar en mí. “¿Cómo se arregla esto?” pensé. Y la matrona, atenta todo el tiempo pero dejándome hacer, puso su mano sobre la mía, empujó su cuerpo hacia dentro otra vez (no me dolió) y pasó el cordón por delante. Entre las dos la cogimos y me la dio. La abracé contra mi pecho, no recuerdo ya cuanto tiempo estuvo así, pero no había prisa. Ninguna. Nadie corrió con las tijeras a cortar cordones, todo fue lento. Luego la placenta, la observaron, pesaron y midieron delante de mi. No hubo vacunas, ni nido ni biberones. Salí de la bañera con cuidado, muy cansada, pero entera. Y me di cuenta de que lo del elefante no era normal. “¡Podría darme una vuelta en bici!” dije muy contenta.

La matrona me pidió permiso para comprobar que no había desgarros y sobre el sofá lleno de cojines me acomodé para que lo hiciera. “Nada, dijo. Sólo como cuando se te cortan con el frio los labios, no tienes nada.” Había nacido a las cuatro en punto de la mañana de un sábado, un día después de la FPP. Como la primera, lo que acabó convirtiéndose en una costumbre.

A las 9 de la mañana, después de una pequeña siesta, si es que se puede dormir cuando se está tan contento, yo ya tenía el alta. Quería irme a mi hotel a descansar, pero el papá, siempre cauto él, quiso esperar hasta medio día por si acaso. Comimos no me acuerdo qué en la cafetería y por fin, con las ganas que tenía de llegar a mi cama de los últimos quince días, llegamos al hotel. No os cuento las caras de los recepcionistas. Los mismos que nos vieron irnos la noche anterior. Ni las de las camareras, cuando vinieron a limpiar la habitación.

Ni la mía, de auténtica felicidad. Ahora sí me sentía mujer, madre, digna, entera y respetada. Y muy capaz de parir y de criar.

Y los siguientes fueron aún mejores, si cabe.