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Mi primer parto

En otra entrada ya conté que mi primer parto fue una revolución en toda regla. Cambió mi vida, cambió mi cuerpo, mi alma. Cambió las estructuras de mi mente. Cambió la forma de ver las cosas. Cambió mi vida en pareja. Me cambió a mí, a la mujer en la que me había convertido. A partir de ese primer parto conocí a mi niña interior. Entré en conflicto conmigo misma, conecté con mis miedos, los antiguos y los nuevos.

Quiero contar la experiencia de mi primer parto porque dentro de que salió todo bien, es muy triste. Triste porque no fue como había pensado, triste porque abrió una herida en mí que me costó sanar.

Durante el embarazo idealicé un parto que nunca sería como había imaginado. Tenía claro como lo quería: natural, no medicalizado, espontáneo, sin epidural, sin desgarros ... confiaba en la naturaleza, en mi instinto, en mi cuerpo, en mí y en mi bebé. Rompería aguas, me daría una ducha, empezarían las contracciones, nos iríamos al hospital, monitores, paritorio, unos empujoncitos y conocería a nuestro bebé. Aquel bebé que por cierto, no sabía su sexo, no quise saberlo en ninguna ecografía. Mi bebé no tenía nombre todavía, Delfín si era niño, Noa si era niña. Pero durante todo el embarazo me acompañó el instinto de que era un niño.

Empecé a perder un poco de líquido amniótico de madrugada. No tenía muy claro si se me había escapado el pis, si era flujo, si estaba empezando a soltar el tapón ... ya pasaban diez días de la fecha probable de parto, así que estaba al loro. Sobre las 5:00 de la mañana ya estaba segura de que perdía líquido. Nos fuimos al hospital entre tranquilos y nerviosos. Allí nos confirmaron que la bolsa estaba fisurada y que nos teníamos que quedar ingresados.

Pasé todo el día del lunes tranquila, con mi chico, con la visita de mis padres y mis suegros. Ligeras contracciones iban y venían. Muuuuuy ligeras, como pequeños avisos, advirtiendome de lo que estaba por llegar. A partir de las 20:00, dando paseos por la planta del hospital, comenzó el calvario.

Aparecieron unas contracciones con un dolor considerable, pero que todavía me permitían estar en pie. Lo último que recuerdo con total nitidez fue que me despedí de mi hermana. A partir de ese momento tengo ciertas lagunas. Recuerdo subidas y bajadas a la sala de monitores, recuerdo que me hicieron varios tactos, no dilataba, no me ponía de parto, pero las contracciones eran insoportables. Me pusieron dos veces un medicamento que me dijeron que me ayudaría a borrar el cuello del útero, la prostaglandina. Nada, eso no me hizo nada, o quizá si y yo no me acuerdo. El dolor de las contracciones se hizo mortal, era otra vez ya de madrugada y todavía no estaba de parto. Recuerdo estar tumbada en la sala de monitores sin poder moverme, dolor. Otra vez subí a la habitación a esperar que el medicamento hiciera efecto. Bajada a monitores, esta vez sentada en un sillón, otra vez sin poder moverme. Recuerdo que la chica de al lado rompió aguas. Pensé en las horas que llevaba intentando dar a luz, en el cansancio que recorría mi cuerpo y en el dolor que me dominaba a nivel físico y mental. Entonces me vine abajo. Recuerdo llorar, pedir medicación para el dolor, sentir miedo, un bloqueo total. Toda la fuerza que me dio el embarazo guardada para este momento estaba bloqueada por el dolor. Le dije a Delfín, mi chico, que estaba tan cansada que no iba a tener fuerzas para empujar en el parto.
En algún momento recuerdo a mi chico llorar al verme así. Mi apoyo, mi ayuda también se vino abajo, pero le duró poco. Tenía que contenerse por mí.
Me dieron algo para bajar la intensidad del dolor, llevaba muchas horas soportando las contracciones pero el parto no avanzaba, el bebé no bajaba, mi cuerpo no estaba preparado todavía para concebir a mi hijo.


Tengo la imagen de mi chico con un vaso de agua. Lo recuerdo como si estuviese drogada, no alcanzaba a cojer el vaso, a acercarmelo a la boca. Estaba drogada. Aún hoy sigo sin saber que medicamento me dieron.


Y después la oxitocina. Me pusieron oxitocina para acelerar el parto. Dolor, horrible, insoportable. Contracciones de caballo que me mataban. Creí morir. Ese dolor no podía ser normal, pensé que algo iba mal.


Subimos otra vez a la habitación sobre las 8:00 de la mañana. Estaba de dos centímetros nada más. De puro agotamiento Delfín se durmió. Me metí en la ducha sin saber que hacer. Y entonces otra sensación diferente. Ganas de empujar. Quería empujar. Podía empujar. Tenía que empujar.
Bajamos otra vez, de nuevo otro tacto. Que desagradable son los tactos. Que te metan la mano cuando lo que quieres es que salga el bebé. 8 centímetros, al paritorio.

Pedí a gritos la epidural aunque ya sabia que era tarde. Estaba agotada, reventada, sin ganas de nada. Solo de que terminara esa mierda. Si, esa mierda. Todas esas horas soportando el dolor de las contracciones marcaron un antes y un después en mi vida. El dolor trajo el miedo. Otra vez me vine abajo.

Me tumbaron en la camilla y a partir de ahí, el dolor pasó a sensaciones desagradables. Hubo cambio de turno y apareció lo que en ese momento me pareció un ángel que olía a Narciso Rodríguez y me recordó a mi hermana, eso me dio tranquilidad. María, la matrona. Me ofrecieron un gas llamado Kalinox, que me vino genial. Me ayudó en cada contracción a empujar.


Durante los 45 minutos siguientes sucedieron varias cosas. Entró un grupo de personal en prácticas sin preguntar. Bajaron las pulsaciones del bebé. Entró una ginecóloga que con poco tacto dijo que si en cinco minutos no paría, me hacía una cesárea. Volvieron a bajar las pulsaciones del bebé. Entró la misma ginecóloga e intentó subirse encima de mi barriga y apretar. La muy ******* quiso hacerme la maniobra de Kristeller sin mi permiso. La bloqueé con mi brazo y la dije que no. Fue el momento de mayor lucidez que tuve desde que llegué al hospital. Bajaron de nuevo las pulsaciones del bebé. Alguien dijo que se estaban rifando unos fórceps.
La matrona dijo que no, que sería un parto normal. Y eso me animó.

Medio ida por el cansancio y el gas, por el dolor y el miedo empujé con todas mis fuerzas. Entre gritos, ánimos de mi chico (que me decía que ya le veía el pelito al bebé), chutes de gas, mas oxitocina sintética que natural a mi pesar y sensaciones desagradables me dejé ir ... y nació mi bebé. Un niño de color azul, pequeñito, con dos vueltas de cordón.

Me lo pusieron encima pero enseguida se lo llevaron a una mesita de al lado, todo bajo la mirada con lágrimas de mi chico, que ya era padre.
Me lo trajo él, envuelto en toallas. Llorando, los dos llorando. El niño y el padre. Pero yo no. No lloré. Ni de emoción, ni de alegría, ni de contenta.
Solo pensaba en que ya había pasado todo.

No tenía ningún sentimiento. Estaba bloqueada.

Y ahora viene el bombazo. El pensamiento que me hizo culparme durante los siguientes meses. Miraba a ese bebé y no lo quería. No quería a mi bebé, a mi hijo. A mi niño que durante 9 meses había soñado con el. Que triste, que duro, que real.

A partir de entonces y durante unas cuantas semanas conviví con la tristeza y las lágrimas. Entré en un bloqueo emocional total. Bebé y dolor iban directamente relacionados.

Es muy duro contarlo, pero me costó querer a mi bebé. Hasta que me enamoré de él...

Me costó hablar de ello, mucho. Me costó entenderlo. Me costó perdonarme.

De todo esto aprendí mucho. Me he liberado escribiendo este post...lo comparto porque no estoy sola, hay muchas mujeres que pasamos por esto. Eso de que el mejor momento de la vida es cuando conoces a tu bebé no fue así en mi caso. También existe otra realidad. La realidad de mi primer parto.