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La Pequeña Guerrera

Cuando estás embarazada siempre piensas en cómo será tu bebé, qué nombre ponerle, a quién se parecerá, estás llena de ilusión. Intentas aprender todo lo posible para ser una buena madre, vas a talleres, charlas… quieres estar lo más preparada posible para el parto y crianza.

Todas sabemos que el parto va a ser un momento duro; aunque, también, es el paso de tener a tu bebé en la tripa, a tenerlo entre tus brazos.

Lo que no esperas es que algo vaya mal. Sabes que hay casos, pero siempre esperas que le pase a otro… hasta que te pasa a ti.

Mi segundo embarazo tuvo muchos altibajos desde el principio. Me hice un montón de pruebas y ecografías, me salían muchos valores alterados; unas veces sí y otras no. Recuerdo esta frase de mi ginecóloga: “A este feto le pasa algo y no sé el qué“. Este feto era mi hija…y lo que le pasaba es que tenía un síndrome noonan; pero como es una enfermedad rara, la biopsia corial no la detectó.

Una vez, alguien me preguntó con poco acierto: “¿A qué no te arrepientes de que haya nacido?” Claro que no. Sin embargo, eso no borra la preocupación durante el embarazo, el parto robado y la sensación de vacío al separarnos nada más nacer. Todo eso son huellas imborrables

Sabía que iba a ser una cesárea. Tenía todas las papeletas: una cesárea previa, un bebé que venía grande, polihidramnios (excesivo líquido amniótico), diabetes gestacional insulinodependiente, valores alterados en el embarazo…

Yo no quería una cesárea. Quería que me dieran la oportunidad de un parto vaginal, por lo menos uno. Leí mucho sobre los pros y los contras de una cesárea. Tenía la experiencia previa de mi primer hijo (lo recuerdo como algo muy frío, casi no pude verlo nada más nacer, mucho menos tocarlo y estaba muy aturdida con tanta medicación cómo para disfrutar al verlo por primera vez)

No obstante, decidí fiarme de mi ginecóloga. Ella era la profesional con experiencia. Hay veces en la vida que tienes que fiarte o arriesgar, y no quería hacerlo con mi hija.

Así pues, una vez me dieron fecha, me informé de todo lo que podía hacer para tener un parto con cesárea programada “lo más respetado posible“. Contacté con una matrona que me recomendaron, ella me puso en contacto con la que asistiría mi parto y me dijo todo lo que se podía hacer.

Me dejarían hacer “piel con piel” mientras me cosían y, mi marido podría entrar a quirófano en cuanto hubieran sacado al bebé.

Sin embargo, el piel con piel no fue posible. Me hacía mucha ilusión, poder hacerlo, al menos, en esta segunda cesárea. Todo estaba hablado y preparado, la taparían con una manta térmica y me la pondrían encima. Pero, no pudo ser…sangraba mucho por el cordón umbilical y notaron algo raro…

Me quedé muy desilusionada y un poco preocupada, estaba medio drogada de todo lo que me habían metido y encima se llevaron a mi bebé. Por lo menos, dejaron entrar a mi marido mientras me sacaban la placenta y me cosían.

Eso es lo único bonito que recuerdo: mi marido estrechándome la mano y diciéndome que todo iba bien.

Cuando me subieron, por fin, pude verla y tocarla. Estaba regordeta, tenía unos ojos muy bonitos y se parecía a mi.

Cada 3 horas nos miraban las glucemias a las dos por mi diabetes gestacional. Como no quería comer, le bajó bastante el azúcar. Así que de madrugada, nos dijeron que se la llevaban a cuidados intermedios para controlarle el azúcar. (Aunque, en verdad, ya sospechaban que pudiera tener “algo”)

Al día siguiente de dar a luz, me dieron el primero de muchos diagnósticos erróneos. Ahí estaba yo, con mi vientre rajado hacía menos de 24 horas y mis hormonas de recién parida. Escuchando a una pediatra que me describía, con pelos y señales, todos los síntomas de una enfermedad que, supuestamente, iba a tener mi hija el resto de su vida y que, entre otras cosas, originaba tumores y crecimiento anómalo de los órganos.

Pues no era esa enfermedad…Nunca le dejaré de estar agradecida por “regalarme” ese momento en el que se te cae el mundo al suelo nada más dar a luz.

Así que cuando me recompuse, me levanté como pude y me fui directa a nidos para poder estar con ella hasta que se la llevaron a otro hospital.

Y me quedé sola. Sola en la habitación. Sangrando con mi cesárea. Sin poder hacer nada. Nada, más que intentar recuperarme lo antes posible para que me dieran el alta (hasta las 48 horas después de una cesárea no te dan el alta como mínimo).

Esa sensación de impotencia y soledad aún me acompaña en algunos momentos de nuestro camino.

Al segundo día de dar a luz pude salir del hospital “de aquellas maneras” y ver a mi pequeña. Lo único que quería era tenerla entre mis brazos y ver que estaba bien.

En esos momentos, mi cuerpo era lo de menos, nadie hubiera dicho que me habían practicado una cesárea hacía dos días. Las enfermeras se quedaban asombradas. Pero es que, cuando eres madre, algo cambia en tu interior. Tus hijos son lo más importante y, todo lo demás, puede esperar.

A partir de entonces, vivíamos a caballo entre el hospital y nuestra casa. Pasaba horas con el sacaleches, pero gracias a mi constancia y seguridad pude salvar la lactancia materna.

Se sucedieron un montón de posibles diagnósticos, médicos que entraban y salían, hipótesis fallidas que nos iban desgastando poco a poco.

Por aquel entonces, aún no sabía que mi hija lo que tenía era una leucemia asociada a una enfermedad rara de origen genético. Era el principio de nuestro camino, una carrera de fondo llena de obstáculos que vamos salvando día a día. Ella es excepcional, en todos los sentidos, siempre sonriente. Es la alegría y el orgullo de la familia. Le llaman La Pequeña Guerrera.