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Historia de Carmen

Hace un par de años mi novio y yo decidimos que ya estábamos hartos de esperar a que se solucionaran nuestros problemas y que queríamos casarnos y tener niños ya. Así que unos meses después nos casamos y fuimos a por el bebé. Siempre lo habíamos tenido claro, queríamos formar una familia y los niños estaban en nuestros planes, aunque tenemos una vida un poco complicada (trabajamos y vivimos en ciudades distintas).

A pesar de presuntos problemas para la fertilidad (36 años, endometriosis, hipotiroidismo tratado, etc.), lo conseguimos enseguida y nos produjo la mayor felicidad del mundo. Yo procuré seguir haciendo ejercicio, salvando durante el reposo que me mandaron por una infección que me producía pérdidas, iba a nadar regularmente, me cuidaba con mi endocrino, mi osteópata me decía que iba a tener un parto fantástico en función de mi buen estado físico, mi ginecóloga estaba de acuerdo y yo no tenía ninguna razón para pensar lo contrario. Fui religiosamente a mis cursillos de preparación y les llamaba la atención lo tranquila que me sentía frente al nacimiento, tanto allí mismo como a mi marido y a mi familia. En mi casa han nacido suficientes niños como para pensar que no habría ningún problema.

Tenía un par de amigas embarazadas que acudían a la misma ginecóloga, y por ellas ya sabía que cuando llega el término del embarazo te remitía a una tocóloga porque ella no atendía partos. En realidad, mi primera señal de alerta hubiera debido estar en el hecho de que cuando cumplieron las dos, terminaron en cesárea al poco de ingresar, por distintas excusas. A mí me pareció que las explicaciones eran perfectamente normales (como falta de progreso de un parto inducido tras rotura de la bolsa de aguas, aunque ahora sé un poco más).

Cuando fui me hizo gracia lo expeditiva que era (yo tampoco soy mujer de muchos rodeos, así que no me llamó la atención, claro que no es lo mismo explicarle al presidente de tu empresa que van a darte un palo con la inspección de hacienda que traer al mundo un bebé), pero cuando la conoció mi marido opinó que era demasiado agresiva. También eso hubiera debido disparar algún avisador en mi cabeza porque él tiene mucha más vista para esas cosas que yo. Lo que pasa es que a esas horas tienes tal estado de “bondad” que no reaccionas ante nada, eres demasiado feliz.

En mi caso, después de cuatro semanas (desde la 37 realmente) haciéndome tactos la tocóloga para “mover la cosa” (¡y seguía diciendo que quería darme oportunidad a ponerme de parto por mí misma!), a pesar de que placenta y bebé estaban en perfectas condiciones. Llegó la semana 42 y me dijo que el miércoles ingresara para inducirme el parto (he estado a punto de escribir directamente cesárea, ¿porqué será?). Pero el martes me desperté con contracciones regulares y potentes, aunque perfectamente indoloras. Me dio una diarrea muy conveniente y todo me pareció perfectamente natural. Como seguían después de unas horas, sugerí a mi madre que nos fuéramos a la clínica (mi marido por supuesto estaba trabajando en otra ciudad, aunque tenía previsto venirse por la tarde), suponiendo que me dirían que era una falsa alarma y que me volviera a casa. Antes de salir mi marido me llamó que ya había terminado y salía para Madrid, así que le dije que no se pusiera nervioso pero que fuera para allá por si acaso.

Cuando llegamos, tuve que encontrar a la matrona, que me examinó y me dijo que efectivamente estaba de parto, con el cuello del útero prácticamente borrado, y que me dejaba ingresada. Yo quedé sorprendida porque yo seguía sin sentir ninguno de esos dolores que se supone te avisan estás de parto. La verdad es que me sentía tan relajada y feliz que suponía esa era la explicación. Me cambié y seguí moviéndome por la habitación que me asignaron hasta que llegó la matrona y me dijo que me iba a poner el enema. Dio igual que yo ya hubiera ido al baño en casa varias veces hasta limpiarme, no hubo discusión posible. Así que los retortijones fueron realmente malos, pero lo pasé. No podía tener las persianas cerradas, no había una maldita cortina de cara a una calle muy grande (para quien conozca el San Francisco de Asís en Madrid), no sentía que tuviera la más mínima intimidad.

Luego me hizo tumbarme para romperme la bolsa de aguas, ponerme el goteo (“suero glucosado”, supongo que a esa hora todavía era verdad) y los monitores. Mis contracciones seguían regulares y potentes, yo seguía dilatando tranquilamente, pero ahí ya me prohibieron moverme. Un rato después empezaron a doler de veras, pero no podía ponerme cómoda, ya las cosas no eran lo mismo. Mi marido llegó (tarda un par de horas, así que supongo que eso fue lo que tardaron más o menos en empezar el goteo de oxitocina) y por lo menos tenía su mano para apretar. Un ratillo después pregunté por la epidural (no quería ponérmela, esperaba que me dijeran que no había dilatado bastante, apenas llevaba un par de horas en la clínica y no pensaba que tuvieran que ser las cosas muy rápidas en una primeriza, pero cuando el dolor no me dejaba parar terminé por claudicar), y me dijeron que ya estaba de 5 centímetros, así que podían ponérmela perfectamente. Entre otras cosas, yo no la quería (aparte de por todos los riesgos derivados para la madre, que esos sí los conocía, no así los del bebé), porque una vez te la ponen ya no puedes depender de tus piernas y te tienes que tumbar. El caso es que a mí ya hacía horas que me tenían en la cama sin dejarme mover, así que me daba igual ponérmela o no y no era consciente de que también implicaba riesgos para el bebé.

Me la pusieron y al rato dejó de funcionar en un lado. Estuve aguantando pero finalmente volvió el anestesista para ponérmela de nuevo. En todo esto, llegó la tocóloga (yo había ingresado a las doce, ella llegó a las cinco de la tarde), y me dijo que no había forma, que cada vez que aumentaban la oxitocina había sufrimiento fetal, así que había que sacar el niño cuanto antes. Ante eso dices, bueno. Y empiezas a darle vueltas a si podrías haber hecho algo para evitar la cesárea. A mi marido en cambio le dijeron que se había parado la dilatación (a mí me iban comunicando el progreso y ya había dilatado 7 cm según la matrona, así que no me podía decir lo mismo) y que por eso había que hacer cesárea, que claro, en una mujer mayor ya se sabe que no dilata como una joven. De eso me enteré hace muy poco, aunque supongo que tampoco hubiera escuchado esa campana si me hubiera enterado.

Le di muchas vueltas y no llegué a darme cuenta de que lo que hubiera necesitado hubiera sido moverme, andar, dilatar usando la fuerza de la gravedad y no tumbada en una habitación llena de luz, retorciéndome por los dolores provocados artificialmente y soportando tantas cosas que te desconcentran.

Me pusieron más anestesia, me llevaron al quirófano y el frío era absolutamente espantoso (23 de julio), yo temblaba y temblaba y no podía mantenerme quieta. Me pusieron toda la parafernalia del quirófano, incluyendo una tela para que no viera cómo me abrían. No había dolor, pero yo sentía cómo me abrían, cómo arrancaron al bebé de mi vientre (no hay otra forma de describir la sensación física), las oía hablar de sus cosas, bromear cuando me abrieron sobre el tamaño del niño (pesó 4,4 kilos) y lo ilusa que era por querer parir. Y luego el silencio. Dejaron de hablar. A mí no me decían nada. Yo no oía llorar siquiera al bebé. No había nada. Estaba absolutamente aterrorizada, eran las seis de la tarde (creo recordar, había entrado en quirófano a las cinco y media y a las seis y media estaba en la habitación) y yo no sabía si mi niño (con sufrimiento fetal según lo último que había sabido) estaba vivo o muerto.

Aguanté mientras me cosían y cuando no pude más, muerta de miedo pregunté que porqué no lloraba mi niño. La respuesta fue que si oía llorar como un descosido a un bebé a lo lejos. Pues ese era mi bebé. Se lo habían llevado a otro sitio a hacerle sus pruebas sin siquiera enseñármelo o decirme que estaba bien (ya veis, yo incluso siento envidia de las que pudieron ver a su hijo en la cesárea, o simplemente rozarle con los labios), y luego se lo llevaron a la habitación a su padre. Fue un alivio, dentro de todo el frío, la desazón, la sensación de que no había sido capaz de parir a un bebé cuando en mi familia se consideraba algo perfectamente natural. No sé, había tantas cosas. Por cierto, dio un Apgar de 10/10, así que no fue cosa de que le vieran que necesitara una reanimación urgente precisamente. Fue una muestra más de la frialdad absoluta de la tocóloga y el resto de la gente que había allí.

Cuando me llevaron a la habitación, pude por fin verle. Pero no podía moverme, no podía alcanzarle en esa cuna que se me asemejaba tan lejana. Los demás lo cogían y lo movían. Yo no pude ni cambiarle un pañal hasta que pasaron días. Intentaba ponérmelo al pecho y todo el mundo allí me disuadía, mejor espera que estarás cansada, ya le darás mañana. Y físicamente era muy difícil, sin poder moverte siquiera, el intentar dar pecho a un bebé recién nacido.

A la noche todos insistieron en que se llevaran al niño al nido. Yo no protesté ante la idea de darle un biberón. No me sentía con fuerzas y todo el mundo lo consideraba lo normal. La noche la recuerdo llena de dolores, pedí un Nolotil pero la vía se ocluyó (la primera de decenas de veces en la semana siguiente) y yo seguía exactamente con los mismos dolores toda la noche hasta que mi marido protestó y lo miraron. Yo pasé la noche sin poder dormir y pensando sólo “quiero a mi bebé”.

Al día siguiente vinieron a lavarme y quitarme las vías. Yo cada vez respiraba peor pero pensaba que eran consecuencias de la cirugía abdominal. Hablando con otra de las víctimas (amiga con cesárea) de la tocóloga, me enteré de que eso a ella no le había pasado y me quejé. Después de algunas pruebas me dijeron que era parálisis intestinal (un bonito efecto secundario de la cesárea, calculo que perfectamente ayudado por el uso de enemas) y que me pondrían otra vez suero y sin comer ni beber hasta que empezara a expulsar gases. No tenía ganas de moverme entre goteros, dolores, hambre y sed. Nadie me ayudaba con el pecho. El suero me lo pusieron en el brazo, así que era muy difícil coger al niño entre eso y la herida de la cesárea. Cada dos por tres se ocluía la vía y se enteraban porque yo protestaba cuando no bajaba nada. Me deshidraté varias veces. El niño llegó a arrancarme un trozo de pezón en su ansia de comer. Me sacó sangré un par de veces en lugar de leche.

Cuando venían a ponerme de nuevo el catéter me desagradaba y me asustaba que no usaran unos guantes siquiera. Las curas las hacían igual. Las grapas de la cesárea se enganchaban con las compresas que me habían recomendado poner en la herida para protegerla. Me asustaba ir hasta al baño porque sabía que siempre había grapas enganchadas. Yo tenía ganas de llorar aunque me empeñara en levantarme y moverme. En cuanto a los seis días me quitaron el gotero empecé a caminar por la clínica porque me aseguraron que eso aceleraría mi recuperación aunque se me cortara la respiración a cada paso.

Me aseguraban que siempre subía la leche, que no había nada que lo impedía. Ahora sé que no es verdad. Mi cuerpo no reaccionaba. Pasé días deseando que se largara la gente que venía a verme, sintiéndome inútil por no poder atender a mi bebé, por no poder darle pecho. Al día siguiente de nacer ya empezamos con los cólicos de lactante. Calculo que entre lo traumático de una cesárea (siempre he pensado que el peque se había dormido cuando me quitaron la oxitocina para meterme en el quirófano, y por eso no lloró cuando le sacaron de mí, desde entonces siempre que le coges dormido de la cuna, por muy suave que seas, se asusta terriblemente; y no sé si le dejaron sólo en la mesa que usan para examinar a los bebés hasta que le vistieron y le entregaron a su padre, el pensamiento de mi peque solito sobre la mesa durante ese tiempo que yo estaba aterrorizada me quita el sueño y me provoca lágrimas) y los dichosos biberones en el nido, al pobre se le adelantó la cosa.

Tardé una semana en poder salir de la clínica. No me dieron de comer ni beber hasta que mi intestino no empezó a expulsar los gases (¿no hubiera sido más rápido con cosas para moverlo?) y entonces fue un caldo sin sal y manzanillas. No creo que eso ayudara a una madre que intentaba amantar a su hijo. Cuando me dijeron que podía irme me hicieron usar otro enema para intentar hacer algo que era imposible con el intestino vacío de una semana. Huí de allí como loca en cuanto pude. Mi humor era penoso. El bebé me había producido grietas, heridas, sangrado de pezones, etc. No me sentía capaz de mantenerlo correctamente cuidado y alimentado.

Mi marido se volvía a su lugar de trabajo. Yo tenía que despedirme de la semana con la que había contado para recuperarme con él, en nuestra casa e irme a casa de mi madre. Mi recuperación fue especialmente dura por causa del tiroides, fallos de actuación de la endocrina me provocaron una infradosificación (un hipotiroidismo) de la hormona que tomo, con lo que en lugar de recuperarme fui a peor durante meses. Eso no puedo achacarlo a la cesárea, pero síi el hecho de que después de lo pasado me parecía normal y no busqué medios para mejorar antes. Y es síntoma de hipotiroidismo perder la memoria.

He tardado mucho tiempo en reaccionar, vas aguantando tralla, olvidando las cosas peores (y te engañas diciendo que dentro de lo que cabe todo fue fantástico), pero empecé a moverme por distintos puntos de Internet y me encontré con los grupos de apoyo cesáreas y el parto es nuestro. Y empecé a leer, a recordar y a curar. Me dicen que debería olvidarme del tema, que no me fue tan mal, que un parto normal es peor. No lo sé, no me dieron oportunidad de descubrirlo. Pero sé que he avanzado tanto en mi curación personal como en mi recuperación física mil veces más desde que empecé a descubrir que lo que me pasó no era natural sino sólo la norma de las cosas que se hacen en este país. Y quiero seguir haciéndolo, eso me ha llevado a escribir esto. Sé que forma parte del proceso de curación.