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Historia de Alicia: Nacimiento y pérdida de Víctor, Embarazo y Cesárea de Julia, Parto vaginal después de DOS cesáreas de Martín, en la Maternidad Acuario

Me llamo Alicia Eguinoa y he sido madre de tres hijos: Víctor que nació por cesárea programada a las 28 semanas de gestación porque sufrí de preeclampsia grave y murió once días más tarde (12/06/2001-23/06/2001); Julia que nació por cesárea programada en la semana 36 (22/11/2002) y Martín, que nació en un precioso parto vaginal en la clínica Acuario (29/11/2004).

Aunque el propósito de este relato es contaros como llegó Martín a este mundo, primero os pondré en antecedentes de algunos detalles de los embarazos y partos de Víctor y de Julia, de lo que aprendí de ellos y de cómo fueron decisivos y labraron el camino para que Martín llegase a este mundo de un modo diferente.

LA HISTORIA DE VÍCTOR

Víctor fue un bebé muy deseado. Llegó en un momento de mi vida en el que ya había pasado muchos años entregada en cuerpo y alma al trabajo y en el que había una pequeña voz interior que me pedía parar... pero me obstinaba en no escuchar. Mi trabajo entonces era vocacional y exigente. Vivíamos en Madrid, como ahora, pero como tanto la familia de José, mi marido, como la mía viven en Vitoria y nuestros padres tienen ya una salud precaria, nuestras vidas transcurrían entre jornadas laborales agotadoras y viajes constantes a Vitoria para ayudar allí. Por aquel entonces estaba delgadísima, y hasta dudaba de la capacidad de mi cuerpo para llevar una gestación a buen término, así que el embarazo de Víctor fue un constante trasiego de visitas a urgencias por sangrados, periodos cortos de reposo en casa, rotura de la bolsa tras la amniocentesis... Por supuesto, el seguimiento del embarazo lo hacía en un centro privado para adaptar los horarios de las revisiones a mi jornada de trabajo. Estando embarazada de cinco meses empecé a presentar los primeros síntomas de preeclampsia (se me hinchaban mucho los tobillos, luego las piernas, ganaba peso muy rápidamente, en las ecografías el bebé empezaba a mostrar retraso en su crecimiento), pero la ginecóloga que me veía no les dio importancia. Todo el mundo a mi alrededor encontraba explicaciones para mis quejas y simplemente empecé a pensar que al parecer no servía para estar embarazada. Pasó un mes y realmente no podía con mi alma. Llegó un punto en que vomitaba todo lo que comía, mis piernas parecían las de un elefante, me dolía el estómago. En esa última semana estuve dos veces en la consulta de mi ginecóloga, porque tenía la impresión de que Víctor empezaba a moverse menos, pero... ¡No le dio importancia! Y ni siquiera se le ocurrió medirme la tensión. Me mandó guardar reposo y volver dos semanas más tarde. Ese fin de semana fui como oyente a la primera clase de preparación al parto y allí me encontré con una colección de embarazadas de todas las complexiones y comprendí que algo no iba bien, ninguna estaba hinchada y agotada como yo. El domingo volví a releer los libros de embarazada primeriza que guardaba en la mesilla y le puse nombre a lo que me pasaba: preeclampsia, gestosis... era tan evidente. Aún así me faltaron reflejos para ir directamente a urgencias de un hospital público y en vez de eso fui al centro donde me atendían y pedí que me viera “cualquier ginecólogo”. Me tomaron la tensión... 18/13... No me dejaron ir a casa, fui directa al hospital. Intentaron controlar la tensión pero al parecer no fue posible... Víctor nació al día siguiente. Acababa de cumplir la semana 28 de gestación. La cesárea fue como las que tantas de vosotras habéis descrito, en soledad, llena de miedo, atada a una camilla con los brazos en cruz mientras escuchaba el zumbido de un bisturí mecánico para ver finalmente como se llevaban a un bebé diminuto que no lloró al nacer. Ni en aquel momento ni después me he quejado porque el nacimiento de Víctor fuese por cesárea, porque ya entonces sentía profundamente que él tenía más posibilidades de seguir adelante fuera de mi seno, y en ese momento el proseguir con el embarazo ya no era posible.

Después del parto estuve 3 días en la UCI con la posibilidad de recibir dos visitas diarias de 30 minutos de mi marido, sin parar de llorar, hasta que consideraron que estaba fuera de peligro. Por fin pude ver a Víctor: estaba en el centro una incubadora gigante para su tamaño (había pesado 780 g), destapado e intranquilo, no dejaba de moverse como buscando algo con las manos (probablemente el útero que le había cobijado hasta entonces) y luchaba por zafarse de las gomas del respirador... Reconocí en él los fuertes rasgos de Jose, las cejas pobladas, la bonita forma de su cabeza. Ya entonces sabía que por haber sido tan prematuro estaba sujeto a sufrir toda clase de problemas físicos pero, es difícil de describir, nada más verle supe de alguna forma que era el hijo que nos correspondía tener, que le aceptaba como era y que le amaba profundamente, y pedí al cielo que nos diese la oportunidad de cuidarle y de ofrecerle nuestro amor. El hospital en el que había nacido (Clínica San Francisco de Asís) no facilitaba nuestro contacto con el pequeño (al igual que la UCI: dos visitas diarias de 30 minutos) y tampoco parecía estar equipado para ocuparse de un bebé así. Víctor estaba en la misma habitación que otros recién nacidos a término con problemas leves. La asepsia era nula: cualquiera podía entrar con ropa de calle y nos dejaban abrir la incubadora y tocarle sin lavarnos. Como resultado a los dos días de nacer ya tenía la primera infección. Así que decidimos trasladarle al hospital Clínico. Allí, al menos podíamos verle varias veces al día y me animaban a intentar la lactancia materna. Durante esos días me exprimía los pechos constantemente para conseguir unos mililitros de leche que José le llevaba cada día en una neverita, como un tesoro. Cuando por fin salí del hospital organizamos nuestra vida en torno a sus visitas, no podía salir de la incubadora porque aún estaba conectado a varios dispositivos, pero ya respiraba por si solo... así que nos turnábamos para estar con él, poníamos nuestras manos sobre su abdomen tibio, le hablábamos, le cantábamos... Unos días más tarde recibimos una llamada del hospital en mitad de la madrugada diciendo que Víctor había empeorado repentinamente. Hicimos el camino en silencio, sabiendo lo que aquella llamada significaba realmente... Cuando llegamos nos dejaron a solas con su cuerpecillo minúsculo ya casi frío para que nos despidiéramos de él, y pudimos sostenerle en nuestros brazos por primera y última vez.

EL PERIODO ENTRE EMBARAZOS

Después de la muerte de Víctor pasamos un periodo difícil. José volvió al trabajo y yo me tomé la baja maternal completa. No quería volver al mismo tipo de trabajo. Algo se había derrumbado en mi esquema de vida y sabía que si la vida nos daba la oportunidad de cuidar de otro hijo no la iba a dejar escapar, y que me iba a ocupar de él desde el principio, o sea desde antes de la concepción. Estaba obsesionada con quedarme embarazada, pero también sabía que lo más sabio para recuperarme totalmente era esperar... me comía la impaciencia y a menudo la desesperanza me cubría como una manta... Me parecía que nunca más íbamos a poder disfrutar ni reir. Por aquel entonces llevaba ya unos años practicando la meditación, así que cuando la tristeza me atrapaba meditaba y cantaba... Al principio lloraba todos los días, luego un poco menos, luego otro poco menos... Hasta que llegó la primavera. Antes de que Víctor pasara por nuestra vida la llegada de la primavera siempre había sido un momento especial. Un día, de repente, me encontré mirando los manzanos en flor en el huerto de mis padres, en un lugar muy cercano a donde cogidos de la mano habíamos esparcido sus cenizas meses antes. Esta vez me ví sonriendo, con la respiración contenida, llena de respeto, con la misma admiración por su belleza que en años anteriores y pensé... ¡Aaaah, me debo de estar curando! Una semana más tarde estaba embarazada de Julia.

EL EMBARAZO Y EL NACIMIENTO DE JULIA

Pues eso, Julia no se hizo esperar. Para entonces había tenido la suerte de encontrar un buen trabajo, con un horario establecido y un ritmo fácil de seguir... estaba dispuesta a cuidar de Julia desde muy pronto. Esta vez nos lanzamos de cabeza a la sanidad pública y hasta me empadroné en casa de una amiga para que pudiésemos dar a luz en La Paz donde nos habían dicho que tenían una buena UCI para neonatos (...por si acaso). Disfruté mucho de las primeras semanas de embarazo pero llegó la primera ecografía en la semana 12 y la alegría se fue a pique. El médico no dejaba de pasar la sonda por mi abdomen. Llamó a otros dos ginecólogos de consultas adyacentes y les comentaba lo que veía en un tono bajo ininteligible para mí. Y aunque pregunté qué pasaba no recibí respuesta. Salí de la consulta con la ecografía impresa grapada en un informe que decía “Pliegue nucal de 7,5 mm” y la indicación de ir al día siguiente a La Paz a la consulta donde se programaban las amniocentesis. En ese departamento nos atendió (José estaba de viaje y fui con una amiga) un bioquímico joven que nos explicó que la medida del grosor del pliegue de la nuca en la semana 12 era un marcador de anomalías cromosómicas, que si medía más de 2 mm en el 50% de los casos los fetos presentaban cromosomopatías y en el 50% restante una alta incidencia de malformaciones cardiacas...y que por lo tanto era necesario hacer la amniocentesis para al menos descartar el primer caso. Salí de la consulta con el corazón encogido por la angustia... Mi amiga rompió el silencio para decirme –“No puede ser, no te puede tocar otra vez algo tan duro, no es justo”... Entonces pasó algo difícil de explicar, hubo un gran silencio y de alguna forma supe que no tenía nada que temer, que Julia estaba estupendamente, que no tenía que hacer nada más que confiar y seguir adelante con el embarazo. Se lo dije a mi amiga muy bajito pensando que ella (que es investigadora científica) iba a pensar que era una tontería y que las estadísticas son más fiables que cualquier intuición, pero sin embargo me miró a los ojos y me dijo: “-Pues si tú sabes que el bebé está bien, eso es lo que importa, da igual lo que digan los médicos”... Este fue un momento crucial, porque esa certeza me dio la fuerza para seguir adelante, ni siquiera aceptamos la amniocentesis. Y lo más importante: José confió en mí y no impuso nada. Seguramente Víctor también tuvo aquí su papel y nos dio fuerza. Con su corta vida nos había enseñado muchas cosas importantes y sabía que aceptaba el bebé que crecía en mi seno fuese como fuese.

En el resto del embarazo hubo un poco de todo según el momento: hubo mucha alegría pero también temor, hubo esperanza pero también tensión. También hubo momentos en que pensaba que quizá era una locura dar tanto peso a unos segundos de intuición... Así que cuando surgía el miedo hice lo mismo que para combatir la tristeza por la muerte de Víctor: meditar y cantar. Así que Julia escuchó muchas y hermosas canciones y plegarias desde muy, muy pronto.

Pasó la fatídica semana 28, y la 30, y la 32 sin que apareciese ningún síntoma de preeclampsia. Tampoco encontraron nada que hiciese pensar que Julia tuviese alguna anomalía cardiaca o circulatoria evidente. Empecé a pensar en el parto... tenía la esperanza de intentar un parto vaginal. Mientras tanto, como estaba en una consulta de alto riesgo, me hacían ecografías frecuentes, para comprobar que Julia iba creciendo bien. Al llegar a la semana 35 me dijeron que a partir de entonces debía permanecer ingresada en el hospital. Nunca he llegado a saber exactamente cuál fue la causa de esa decisión, si es que hubo una que fuese clara. Durante las tres últimas consultas me habían visto tres ginecólogos diferentes ninguno de los cuales accedió a explicar lo que preguntábamos. Cuando insistí en que prefería estar en casa, me dijeron que a partir de entonces, debido a mis antecedentes, tenía que tener un seguimiento diario que no era compatible con una consulta ambulatoria. Así que acabé ingresada en la sección de embarazo patológico, pero todos los ginecólogos a los que pregunté coincidían en que Julia no tenía por qué nacer ya, que el embarazo se prolongaría todo lo que fuera posible. Ingresé un martes, y durante los días siguientes me hicieron un registro cada día y recibí las visitas de un par de médicos residentes jóvenes. Al cuarto día aparecieron acompañados de otro ginecólogo bastante más mayor, que supe después era el jefe de servicio. Durante la visita leyó rápidamente mi historial y me preguntó mi edad. Cuando le dije que tenía 36 años, debió pensar que con esa edad no iba a tener ya muchos más hijos, miró su agenda, y dijo que al día siguiente había quirófano libre y que Julia nacería por cesárea... Me faltó poco para echarme a llorar allí mismo. Le expliqué que quería intentar un parto vaginal y con impaciencia me contestó que no era posible inducir el parto por la cesárea previa y que no había razón para esperar, que el bebé ya estaba lo suficientemente maduro, que no valía la pena arriesgarse a prolongar el embarazo... Me dio los papeles para que firmara el consentimiento y como le dije que no pensaba hacerlo se marchó enfadado amenazando con que era posible que el bebé muriese en mi interior... Después de esa visita el desánimo fue enorme. Quería tener más hijos, no quería estar abocada a una cesárea tras otra. Vinieron unas horas complicadas en que no sabía que hacer con el papel del consentimiento. Mis familiares llamaban y había una curiosa división de opiniones: la mayoría de los hombres pensaba que si el médico opinaba que el embarazo tenía que acabar, sería por algo, aunque no me lo explicase claramente y lo mejor era seguir su dictado; las mujeres de la familia y algunas amigas se resistían.... No veían por qué de repente Julia tenía que nacer al día siguiente, solo porque a un médico le convenía llenar una hora de quirófano libre en su agenda. José guardaba silencio. Sabía de mi gran deseo de intentar un parto vaginal... Al final hice caso a los hombres. La frase sobre la posibilidad de que Julia muriese por mi empecinamiento en seguir adelante pesó demasiado. Al día siguiente, ya echada sobre la mesa de operaciones, sentí que aquella era una situación absolutamente injusta. Julia estaba a punto de nacer y en vez de alegría sentía un enorme nudo en la garganta. Mientras la mujer que me operaba iba describiendo donde estaban los ovarios, donde la vejiga a otra médico que le ayudaba, me prometí que nunca más iba a dejar que algo así ocurriese de nuevo. Por fin oí un llanto agudo, como de un gato pequeño... Julia había nacido pero se la llevaron sin mostrármela siquiera. El tiempo que pasó hasta que acabaron y graparon la herida se me hizo eterno. Al salir del quirófano pude ver durante unos segundos a José que sonreía feliz: nuestra pequeña era perfectamente normal, no daba síntomas de tener anomalía cromosómica, cardiaca ni circulatoria alguna.

Después del paso por el quirófano, el cruel protocolo de La Paz hizo que estuviese 24 horas en una sala de reanimación pos-operatoria donde pude recibir la visita de José dos veces durante media hora... Por fin pasé a planta por la mañana y pedí ver a nuestra pequeña, pero me dijeron que no era posible porque el médico estaba a punto de pasar y tenía que estar en la habitación... y no me quejé. Pasó el médico. Pedí de nuevo ver a Julia pero entonces me dijeron que no era posible porque me iban a traer la comida... No quería comer, quería ver cómo era Julia, quería cogerla en brazos, arrullarla, darle pecho... pero esta vez tampoco protesté... qué sumisa. Cuando por fin la pude contemplar habían pasado 36 horas desde su nacimiento. Estaba dentro de una incubadora, dormitando tranquila. Era pequeña (nació apenas cumplida la semana 36, peso 2,100 g, midió 43 cm) pero estaba gordita, con los bracitos y las piernas rollizos. Me pareció hermosísima, luminosa, la imagen misma de la perfección. Por fin pude cogerla, la puse al pecho y se agarró instantáneamente, con los ojos abiertos, mirándome como si dijese: “-Ya era hora...¿Dónde estabas?”.

EL EMBARAZO DE MARTÍN

Tras el nacimiento de Julia pedí excedencia en el trabajo y me dediqué a su crianza. José tuvo también una situación laboral que le permitió pasar mucho tiempo en casa, así que la pequeña tuvo el privilegio de tener una enorme presencia de sus padres en su primer año de vida. Fue un año dorado, lleno de alegría. Cuando tenía catorce meses acabamos con la lactancia. Fue un destete suave: ella fue perdiendo interés por el pecho y yo no insistí. Inmediatamente me quedé embarazada. Pasaron las primeras semanas y sabía que esta vez todo sería distinto. Ya no tenía miedo y confiaba profundamente en mi intuición. No dejé que me sometieran al mismo control exhaustivo del embarazo y tuve un seguimiento normal. En la primera revisión me dijeron que ese bebé nacería por cesárea programada en la semana 37 y tampoco quise gastar energía en pelear tan pronto, sólo contesté: “Ya veremos”. Un día escribí en un buscador de Internet “VBA2C”, poniendo el 2 como de puntillas, sin saber si la expresión existía siquiera... y me sorprendí de la cantidad de artículos que aparecieron. Los leí y me convencí de que intentar un parto tras dos cesáreas no era para nada una locura.

Me puse a buscar un médico que estuviese dispuesto a intentarlo, pero todos los ginecólogos privados a quien consulté no solo se negaban sino que me hacían sentir como una loca irresponsable que deseaba algo absolutamente caprichoso y marciano. En La Paz estaba absolutamente claro que era imposible, y el paso por la unidad de reanimación había sido tan traumático que no estaba dispuesta a repetir allí, así que cambié de nuevo al Hospital Clínico, que al menos me pillaba cerca de casa para las revisiones. Empecé a pensar también en la posibilidad de conseguir una matrona que me acompañase en casa hasta el último momento para llegar al hospital en una fase avanzada pero cuando lo comenté en el Clínico me dijeron que con su protocolo, con dos cesáreas previas, llegara en la fase que llegara me harían una tercera... así que salí de allí espantada. En este momento (estaba embarazada de cinco meses), y como el tema del parto se había convertido en mi obsesión y prácticamente no sabía hablar de otra cosa, una amiga que trabajaba en la ONG Médicos del Mundo me pasó el teléfono de una ginecóloga que conocía y que había trabajado a menudo en proyectos con mujeres en África e Hispanoamérica para que hablara con ella, pensando que seguramente tendría al menos una visión un poco más progresista y quizá me pudiese aconsejar algo... La conversación con ella fue agridulce: Se extrañó de que quisiera intentar un parto vaginal (“-Qué más te da, a tu edad no vas a tener muchos más hijos, las cesáreas en Europa son una forma de parto segura...”), cuando le conté mi historial mi deseo le pareció temerario (Frase textual: “-Tú tienes un pasado obstétrico muy negro”)...En fin, me dijo que con lo que ella conocía de los hospitales públicos madrileños lo iba a tener imposible... Así que me hundió en la miseria, y realmente me hizo pensar que estaba buscando algo poco razonable. Pero finalmente pronunció una frase mágica “-Como no lo intentes en Acuario, ellos tienen una visión diferente de la ginecología...”.

Acuario, Acuario, en aquel momento no sabía mucho de ellos, solo me sonaba como una clínica algo hippie en donde había dado a luz alguna actriz famosa... Así que me lancé de nuevo a Internet y conseguí un teléfono de contacto. En la misma búsqueda, apareció la dirección de Apoyocesáreas y entré por primera vez en la página para inscribirme. En la misma semana hablé por teléfono con Enrique Lebrero. Fue una larga conversación en la que le puse al corriente de “mi negro pasado obstétrico” y, sin haberme visto jamás me escuchó y me proporcionó una atención que hasta entonces no había recibido de ningún otro ginecólogo cara a cara. Después de hablar con él supe que en aquel lugar era posible que Martín tuviera un nacimiento diferente. Después de preguntar con gran detalle acerca de los embarazos y las cesáreas anteriores a Enrique le parecía que era posible y que valía la pena al menos intentar un parto vaginal. También me advirtió que el parto debería de evolucionar sin ayuda, que debería ser espontáneo y debería avanzar por sí solo, porque no se podría intervenir casi en ningún aspecto y que no se podría utilizar anestesia. Por fin se abría una puerta a la esperanza. Me pareció prudente y sensato, y al mismo tiempo era el primer médico que en lugar de decirme que era una madre obstinada dispuesta a poner en peligro su vida y la de su bebé opinaba que era una mujer fuerte y valiente, dispuesta a intentar algo poco común pero que con la debida cautela no tenía por qué ser peligroso... También Enrique me mencionó Apoyocesáreas... Cuando por fin pude leer los primeros mensajes unos días más tarde... lloré de alegría delante de la pantalla del ordenador (¡Y eso que estaba en una tienda!) al encontrar los mensajes de otras mujeres que describían a la perfección la frustración, la impotencia ante las cesáreas arbitrarias... y también la esperanza de partos, de nacimientos distintos... A través de los testimonios de otras mujeres que habían sufrido en los nacimientos de sus bebés supe que lo que buscaba no era para nada un capricho, sino un anhelo legítimo.

Hablé con José, sobre la posibilidad de que Martín naciese en Acuario. Le pareció una locura que fuésemos a dar a luz en un lugar distinto de Madrid o Vitoria y no insistí. Al fin y al cabo él también tenía un camino que recorrer, y las decisiones sobre la forma en que naciese Martín tenía que ser algo que sirviera para unirnos, no para la discordia. Así que simplemente dejé que pasasen las semanas. Cada vez que tenía la oportunidad entraba a leer los mensajes de Apoyocesáreas. En una ocasión leí uno de Meritxell Vila, cofundadora de la lista, que había dado a luz a su hija Mireia en Acuario en un parto vaginal tras dos cesáreas. Hablé con ella por teléfono y me encontré con alguien con una formación semejante a la mía y que había recorrido ya el mismo camino que intentábamos seguir con tanta dificultad. Me habló con enorme dulzura, puso en palabras los pensamientos y los miedos que durante tantos meses me habían rondado en la mente, y me comentó detalles de logística que facilitarían nuestra expedición a Beniarbeig.

A partir de entonces algo cambió, era como si después de hacer equilibrios durante mucho tiempo sobre la cuerda floja, de repente pisara un suelo firme, muy firme. De pronto estaba convencida de que podía dar a luz a Martín sin cesárea. Pero además comprendí que lo importante ya no era el resultado final, que lo que quería simplemente era evitar la cesárea protocolaria de la semana 37. Quería solo la oportunidad de ponerme de parto, y sabía que si había alguna dificultad sería la primera en pedir una cesárea. No buscaba un parto vaginal a toda costa, sino un parto sin atropellos, sin decisiones inexplicadas, sin protocolos que me separasen del bebé, con la presencia constante de José...

¿Y José? No puedo decir como cambió de opinión respecto a Acuario. Creo que algo gradual, fruto de verme segura y tranquila, y que en parte tuvo que ver con la lectura del relato del nacimiento de Mireia.

Llegó la semana 37 y ya habíamos hecho los planes para ir a Beniarbeig. Unas semanas antes visité a una amiga homeópata y me recomendó unos gránulos para fortalecer la cicatriz y para preparar el útero para el parto. También me empecé a poner cápsulas de aceite de onagra por vía vaginal, porque había leído que ayudaban a madurar el cuello del útero. No dijimos nada a nuestra familia casi hasta que llegó el momento de partir para evitar que las opiniones y los miedos de otros hiciesen mella en nuestra fortaleza. Disfruté mucho de todo el embarazo, hablaba con Martín, le contaba nuestros planes y le pedía ayuda. Seguía meditando y cantando y poco a poco empecé a tener la certeza de que el secreto para que el parto progresase bien consistía en no hacer nada, en dejar de intentar controlarlo todo, en dejarme llevar... En la semana 37 me hicieron el último registro en el Clínico y me dijeron que si no aceptaba la cesárea ellos daban por terminado el seguimiento. A partir de entonces saboreé cada día de embarazo como algo que le había arrebatado al sistema médico convencional. Seguí yendo a que me viese la matrona de la Seguridad Social, que me apoyaba en el intento de conseguir un PVD2C y tenía enorme curiosidad por saber como se trabajaba en Acuario, hasta la víspera del viaje.

EL NACIMIENTO DE MARTÍN

Salimos de Madrid el día en que salía de cuentas, llenos de esperanza, con Julia. Llegamos a Acuario ya de noche. Enrique nos había avisado de que ese día él estaría fuera así que nos recibió Rachel, una de las matronas, que estuvo con nosotros a ratitos porque estaba atendiendo un parto. Me encantó su mirada directa y su sosiego, y de alguna forma pensé que me gustaría que ella me atendiese en el parto. Nos llevó a uno de los paritorios y al entrar tuve una sensación curiosa de reverencia y respeto por aquella habitación en penumbra, ordenada, donde tantas vidas habían tenido su comienzo de una forma consciente, cuidada... Rachel me puso los cintos en el abdomen sentada en una mecedora para escuchar a Martín... qué diferencia de los registros en el hospital...

Esa noche nos instalamos en un apartamento a dos minutos andando de Acuario y empezó nuestra espera... Tuvimos una consulta con Enrique, que dijo que todo estaba bien (buena posición, cuello asombrosamente blando para ser primípara y algo dilatado, bastante líquido amniótico, placenta en buen estado...) y que solo faltaba que Martín se decidiera a nacer. Durante el día hacíamos excursiones entre los campos llenos de naranjos o a los pueblos de la costa, a Denia, Altea. José se quedaba con Julia, feliz ante las inesperadas vacaciones jugando en la arena, mientras yo iba a la orilla del mar y andaba playa arriba, playa abajo mientras sentía la brisa en la cara y le hablaba a Martín...”-Ahora ya, cuando quieras”. Pasó una semana y nos empezamos a agobiar un poco... Durante el día estábamos alegres y expectantes, pero al anochecer (era Noviembre, a las cinco ya era de noche) nos entraba una especie de tristeza al pasear por el pueblo... lo llamábamos el “bajón de Beniarbeig” e intentábamos que ese momento nos pillase ya en casa haciendo la cena y jugando con Julia... Durante un par de noches empecé a tener contracciones regulares, no dolorosas, pero al cabo de dos o tres horas cedieron y me quedé dormida.

Nueve días en Beniarbeig... y nada. La familia llamaba sin parar, un poco preocupados por esta locura nuestra de ir a dar a luz a Alicante. Tuvimos la segunda consulta con Enrique. Todo estaba parecido, la situación era favorable, líquido suficiente, placenta buena.... Le comenté que la situación empezaba a ser un poco agobiante, a José solo le quedaban cinco días de vacaciones, no habíamos previsto un retraso tan largo. Me dijo que si en un par de días no había pasado nada podía tomar aceite de ricino para intentar que se desencadenase el parto. Mientras tanto seguimos con nuestras suaves vacaciones entre naranjos. Dos días más tarde fuimos de nuevo a Acuario para pedir el aceite de ricino. Nos lo dio Rachel, que iba a estar de guardia durante las 24 horas siguientes... También me dio unos gránulos de Pulsatilla... Le conté cómo al llegar a Beniarbeig tenía una fe total en que podía parir a Martín, pero que el paso de los días empezaba a minar nuestra confianza... empezaba a dudarlo.

Poco antes de que llegase el momento del “bajón de Beniarbeig” le pedí a José que se ocupase de Julia y me dejase ir sola al apartamento a meditar. Antes de empezar canté una plegaria dedicada a una divinidad hindú que representa el papel de la Madre, y tras meditar supe de nuevo que no tenía nada que hacer, que una vez más solo tenía que quedarme quieta, que confiar y esperar. Llegó la noche y hacia las diez, cuando Julia ya estaba dormida, empecé a notar contracciones con cierta regularidad, esta vez más intensas y dolorosas que en noches anteriores, pero soportables. Julia empezó a lloriquear intranquila y José se acostó con ella. Me quedé sola. Las contracciones prosiguieron y hacia las doce y media parecieron debilitarse un poco...qué decepción. Decidí ir a Acuario, por puro miedo de que desaparecieran y me quedase dormida una noche más... Se lo dije a José y fui sola para no perturbar el descanso de Julia. Cuando llegué Rachel me hizo un registro. Las contracciones aparecían espaciadas, de intensidad media. Me dijo que parecía el principio del parto, y al explorarme el cuello aparecía blando y algo dilatado pero formado y sin borrar. Le conté mi miedo a que todo se parase y me dijo que podía ayudarme tocando el cuello desde dentro con los dedos simulando la cabeza del bebé, aunque era algo doloroso. Me presté a ello, y cuando lo hizo solo me pareció molesto. Me dijo que la cabeza de Martín estaba muy baja, totalmente apoyada y en muy buena posición. Ya sabía que Martín iba a ayudar todo lo posible... Me mandó a casa (“-Estarás allí mejor con tu familia, tienes por delante como mínimo 8 o 9 horas de contracciones”). Volví al apartamento y miré el reloj: las dos y media. A partir de aquí todo empezó a ser muy intenso. Las contracciones cogieron ritmo, cada vez más próximas entre sí. Me quité el reloj. De repente encontré absurdo el medir el tiempo que duraban o su espaciamiento. El único esfuerzo que hice fue por no pensar, por no interferir en algo que parecía funcionar por si solo. Empecé a caminar dando vueltas por el salón sintiendo los pies sobre el suelo. Cuando llegaba una contracción me echaba sobre el sillón con la frente sobre el respaldo, las caderas sobre el borde del cojín y los pies todo lo separados que podía, y pensaba “Abrir, abrir, abrir”. Cuando cedía, volvía a caminar por el salón. Me alegraba de que José y Julia durmiesen. Siempre había imaginado que en ese momento me gustaría estar acompañada, pero curiosamente no era así. No quería hablar, no quería escuchar, estaba totalmente entregada al parto. Perdí la noción del tiempo. Empecé a tener escalofríos muy intensos, no paraba de temblar así que seguí caminando tapada con una manta. Vomité la cena. Mi amiga homeópata me había dado tres tubitos de gránulos marcados “Dolor leve”, “Dolor moderado”, “Dolor insoportable”. Tomé los primeros. En seguida los segundos. Llegó la diarrea del aceite de ricino... y en seguida tomé los terceros. Las contracciones me parecían ya muy dolorosas. Sentía que no tenía descanso entre una y otra. Y pensé: “-No puedo más, si esto sigue así, en breve voy a estar pidiendo a gritos una cesárea”. Busqué el reloj y miré la hora: ¡Eran solo las cuatro de la mañana! Solo había pasado una hora y media. Me parecía imposible aguantar seis, siete, ocho horas más, así que desperté a José: “-Vamos a Acuario, que me metan en la bañera, que hagan algo, no puedo más”. Fuimos en coche, llevaba en brazos a Julia, que abrió los ojos sorprendida por esa repentina expedición nocturna. José estaba impresionado de verme tan descompuesta. Con voz tímida me preguntó si estaba bien. En ese instante llegó otra contracción. “-Ay, ay, ay, aaaaay... me muero, me mueeeeeero”. Rachel nos abrió la puerta con cara de sorpresa, no esperaba que volviese tan pronto. Nos pasó a una habitación y se fué. Tardé un minuto en reaccionar. De repente sentía algo extraño... como ¿Ganas de empujar? Salí a buscarla mientras José intentaba que Julia volviese a conciliar el sueño. Encontré a Rachel y le dije que no podía aguantar el dolor. Me llevó al paritorio y me sentó en la mecedora para escuchar al bebé. Llegó la siguiente contracción y no pude reprimir un grito intenso, profundo, abierto: “-Aaaaaaaaaaaaaaaaahhhhhhhh”. Con aquel grito, de repente, Rachel pareció comprender algo. Su semblante cambió instantáneamente. Me quitó los cintos a toda prisa e hizo que me echara en la cama para explorarme: “-Alicia, tu bebé va a nacer ya. La cabeza ya está bajando”. Salió rápidamente (a llamar a Enrique) y volvió con una enfermera que empezó a montar la cama a toda velocidad. Me sentó en una silla de partos y me fue guiando. Empujé una vez. Y otra. Cada pujo acompañado de un enorme grito. Entonces entró José llevando en brazos a Julia: “-¿Qué le pasa a mi dama, que grita como Tarzán?”. Aquí no tengo un recuerdo muy claro, pero me contó Rachel después que teniendo la cara desencajada por el dolor, de repente puse el semblante más normal del mundo para decirle a Julia que todo estaba bien, que mamá gritaba porque iba a nacer Martín. Me daba miedo que pensase que el parto era algo terrible. Empujé dos veces más, en la segunda noté como me rasgaba pero no sentí dolor. Pusieron un espejo para que viese como la cabecita ya había llegado abajo. Qué emoción. Con la siguiente contracción salió la cabeza, con la siguiente el resto del cuerpo. Martín empezó a llorar, Rachel me lo tendió. Tenía los ojos abiertos, su mirada me pareció enormemente sabia. José y Rachel me subieron a la cama para que lo pudiera poner sobre mi cuerpo. Le abracé colocándolo sobre mi abdomen, el cordón umbilical no daba para que llegara hasta mi pecho. Le arrullé, susurrándole que estuviera tranquilo, que ya estaba en casa... Y es que era así: en Acuario nos sentíamos como en casa. Julia observaba todo con enorme naturalidad, como si fuese algo que viese a diario. Rachel miró el reloj para saber la hora del nacimiento: eran las 4 y 35. Me tendí sobre la cama, tapada con una manta, no paraba de temblar, aún tenía escalofríos. Rachel me pinchó un poco de anestesia y empezó a coser el desgarro. Entonces entró Enrique, sonriente, no dijo nada, solo me besó. José cortó el cordón cuando Enrique se lo indicó. Luego Enrique tomó a Martín para pesarlo (fue un bebé standard: 3,500 kg, 50 cm) y atar el cordón y me lo tendió de nuevo, me lo puse al pecho. Empezó a succionar inmediatamente. El paritorio estaba lleno de un precioso silencio, sentí el mismo respeto y reverencia que la primera vez que entré allí. Estaba con José a un lado con Julia en sus brazos y Rachel al otro, cansada, feliz... Rachel me preguntó entonces: “¿Qué has hecho para recuperar la fe en que podías parir?” Le conté que había meditado, que había cantado a una de las diosas cuya forma es la de la Madre, y se me llenaron los ojos de lágrimas. Salí del paritorio andando y llorando, con Martín en brazos envuelto en una toalla, hasta llegar a una habitación próxima donde unieron dos camas para que durmiéramos los cuatro. Julia se durmió en seguida, el haber estado presente en el parto no parecía haberle perturbado en absoluto. José me decía que intentase dormir. ¡Dormir! Me encontraba alerta, expectante, me parecía imposible conciliar el sueño, seguía llorando sin parar. “-¿Por qué lloras, si todo ha salido tan bien?... -Porque soy muy, muy feliz”. José acabó por dormirse. Martín estuvo un rato despierto, tranquilo. La luz de las farolas de la calle entraba a través de las cortinas, no dejaba de mirarle, me parecía bellísimo, quieto, perfecto. Finalmente se durmió también. Me encontraba en la pura gloria, los cuatro juntitos después del parto, ni siquiera habíamos tenido que separarnos para nada de Julia. Había dado a luz a Martín como mis abuelas, en familia, sin fármacos, sin intervenciones, sin médico, tan solo ayudada por otra mujer que me guió con su sabiduría. Como no podía dormir empecé a repasar mentalmente la larga lista de personas que habían hecho posible ese momento y sentí una gratitud sin límites:

Por ello desde aquí, GRACIAS:

A la Escuela de Filosofía Práctica de Madrid, en especial a sus tutores, por su dedicación, por instruirme en la práctica de la meditación, porque sin sus enseñanzas esta larga historia jamás se habría desarrollado así.

A Meritxell Vila, por su ejemplo, por su comprensión, porque solo con dos llamadas de teléfono me dio la fuerza para seguir adelante.

A todas las mujeres que participan en Apoyocesáreas, a Ibone Olza por crear la lista, porque sus testimonios me hicieron comprender con alivio que lo que perseguía no era un capricho.

A Nuria Blázquez, por su presencia discreta y amorosa, por estar siempre disponible, por coger un autobús pesadísimo y presentarse en Beniarbeig para ayudarnos.

A Concha Palomo y Gemma Rodríguez-Tarduchy que vivieron con nosotros y nos apoyaron tanto en los momentos de miedo del embarazo de Julia, y por ser el ejemplo vivo de que la investigación científica no está reñida con “otras” ciencias.

A Enrique Lebreros, por aceptarme como paciente por teléfono, por confiar en mí, por darme la oportunidad de intentar un parto sin cesárea.

A Rachel McLeod, por guiarme con su sabiduría, suavidad y firmeza.

A los Jaras y los Eguinoa, por querernos tanto y por callarse sus dudas sobre nuestros planes de ir a Alicante.

A Víctor, por enseñarnos tanto en tan poco tiempo, por seguir presente en nuestros corazones.

A Julia, a Martín, por escogernos como padres, por todos esos momentos de unidad, de felicidad y amor que su crianza nos depara. Para Julia, espero que haber visto nacer a su hermano le sea de ayuda dentro de unos años, cuando ella también sea madre.

En especial GRACIAS a José, por disfrutar conmigo de este y otros viajes, por no escoger lo fácil, por su respeto, su amor sin límites, por ser un buen hijo, un padre dedicado y un marido exigente.

Larrea (Alava), Agosto de 2006