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El relato de Francisco, nacimiento de Ismael. Maternidad O´Donnell, Madrid, 2006.

Hace un poquito más de dos meses, a esta hora, quizá Raquel y yo estuviésemos tumbados en la cama. Ella acariciándose la tripa y yo con la cabeza apoyada muy cerquita de su ombligo oyendo el corazón de nuestro bebé. Ésta era la forma más íntima de comunicarme con él que encontré durante todo el embarazo. Es verdad que también teníamos las ecografías, las de toda la vida y el capricho de la 3D, pero toda esa tecnología no me había podido hacer sentir las sensaciones que recorrían mi cuerpo cuando pegaba la oreja a la tripa de Raquel y oía la vida latir en su interior, rápida y rítmicamente. Música celestial.

El embarazo de Raquel estaba yendo fenomenal, ella no estaba teniendo ningún problema y seguía tan en forma como siempre y más guapa que nunca. Se sentía una embarazadita muy especial… ¡y es que lo era! Poco a poco, ella, tan inquieta por conocer cosas nuevas, por ser dueña de sí misma, había comenzado a informarse; primero, de determinadas prácticas que se realizaban durante el parto en los hospitales españoles y que no nos gustaban nada; después, de que había alternativas más allá del parto hospitalario. Una de estas alternativas era el parto en casa, que nos pareció que sería menos traumático para el bebé y mucho más romántico para nosotros. Evidentemente, pariendo en casa corríamos más riesgos y lo valoramos, pero también sabíamos que evitábamos otros. Decidido, el parto de nuestro bebé (no supimos su sexo hasta que nació) sería en casa, seríamos dueños completamente de este momento único en la vida.

Pero muchas veces la vida se empeña en darte sorpresas y cambiarte los planes (si no fuera así, qué aburrido sería esto, ¿no?). Aquella mañana en la que Ismael decidió que quería venir ya al mundo, que ya le venía pequeño el vientre de mamá, yo estaba en Tánger. Estaba visitando uno de los proyectos de la ONG en la que trabajo. Raquel estaba embarazada de 35 semanas y teniendo en cuenta lo bien que había ido todo el embarazo, ninguno de los dos imaginamos que algo así podría sucedernos. Llevaba ya tres días en Marruecos, era viernes y durante la mañana habíamos terminado todas las actividades que teníamos previsto realizar, así que comimos y nos dispusimos a dar un paseo por el zoco de Tánger. Por fin podíamos relajarnos un poquito. Yo ya tenía ganas de llegar a casa, pero nuestro vuelo no salía hasta el día siguiente a las tres de la tarde. Durante el viaje me había acordado mucho de mi bebé y de Raquel. Tenía muchas ganas de volver a Madrid y darles un buen achuchón.

Estábamos en pleno paseo por el zoco cuando encendí el móvil. Lo había estado encendiendo y apagando todo el día, porque me quedaba poca batería, así que cuando salía de cada reunión lo encendía, veía si tenía algún mensaje y lo volvía a apagar. La noche anterior había vuelto a hablar con Raquel por teléfono y parecía que todo seguía bien (de hecho en ese momento no es que lo pareciese, es que todo seguía bien), así que no podía imaginarme que cuando encendí al móvil a eso de las tres y media del viernes me encontraría varios mensajes y llamadas de Raquel. Comencé a ponerme nervioso. Raquel no suele llamarme cuando estoy de viaje y estas llamadas no eran buena señal. Supongo que no más de diez minutos después conseguí hablar con ella. Mis peores temores se confirmaron. Se había puesto de parto. No podía creer lo que estaba oyendo. De hecho hubo un momento en que me sentí como en una alucinación, me parece que mi cerebro no estaba preparado para asumir lo que estaba pasando, no entraba dentro de los esquemas mentales que nos habíamos hecho durante los ocho meses anteriores. Me gustaría haber visto la cara que puse (o no).

No era sólo que me fuera a perder el nacimiento de mi primer hijo, es que en una situación de estas la cabeza te da muchas vueltas en muy poco tiempo y te tienes que fiar de unas palabras que salen por un pequeño altavoz y que vienen de kilómetros y kilómetros de distancia. Raquel estaba tranquila, muy tranquila a esas alturas del día, parece que ya había asumido la situación, pero ¿pasaría algo más que no me estaba contando? Y no sólo eso, sino que el hecho de que el bebé se presentase con más de un mes de antelación me intranquilizaba, ¿estaría bien?

Nervios. Esa fue la primera sensación que tuve hablando con Raquel. A continuación disgusto y después incredulidad, ¿nos podía estar pasando eso de verdad? Me sentía mal por no poder controlar todo eso y me reprochaba el no poder estar jugando el papel que me tocaba en esos momentos. Encima, cuando hablaba con Raquel, en vez de tranquilizarla yo a ella (¿no era esa una de las pocas cosas en que podíamos los padres ayudar durante el parto?), era ella quien me tenía que tranquilizar a mí.

No había vuelos a Madrid hasta el día siguiente. Me sentí atrapado, encerrado. La alternativa fue comprar un billete para el primer ferry que saliese para Tarifa. Más o menos una hora después de hablar con Raquel, estaba embarcando para cruzar el Estrecho. Ya había hablado con mis padres (yo soy de Écija, en Sevilla), para que, en cuanto pudiesen, viniesen a recogerme en el coche y me llevasen hasta Madrid.

Impotencia. Desde que Raquel me llamó hasta que llegué a Madrid pasaron más o menos 14 horas. Nunca he sentido más impotencia en mi vida. Primero, revolviéndome en el asiento del ferry. Después, esperando a mis padres en Tarifa. Y por último en el largo viaje que nos llevó, en una noche de perros, hasta Madrid. Durante este tiempo nos pudimos comunicar a duras penas, ¡los móviles estaban sin batería! Recuerdo que la llamé cuando salí de Tánger y que luego mientras esperaba en Tarifa también hablamos varias veces. Ella estaba muy tranquila y no había noticias nuevas, es decir, no había comenzado a tener contracciones. Esto nos preocupaba, y a mí me provocaba sentimientos encontrados: ¡por favor, que se ponga de parto de manera natural… pero que yo esté para acompañarla y para recibir a mí bebé en su llegada al mundo!

Por fin llegaron mis padres y a eso de las nueve y media de la noche salimos para Madrid. Llamaba a Raquel de vez en cuando. Sin noticias de las contracciones. Seguíamos recorriendo kilómetros. Me parecía que el coche iba más lento que nunca mientras que el reloj corría cada vez más rápido. Mis padres intentaban tranquilizarme, pero la espiral de nervios e impotencia era cada vez mayor. A eso de las doce Raquel me dijo, muy contenta, que por fin habían comenzado las contracciones, yo también me sentí aliviado (no puedo decir que durante el viaje me sintiese contento en ningún momento), suponía que si el bebé había decidido que ya quería nacer sería porque estaba bien, pero ¿me daría tiempo de llegar a la maternidad de O’Donnell antes del desenlace definitivo? Fueron horas malas, muy malas, en las que maldecía a la vida porque estaba a punto de privarme de una sensación que imaginaba inigualable.

Siguieron pasando las horas, dieron las seis de la mañana y estábamos entrando por Madrid. El móvil se había quedado sin baterías dos horas antes. ¿Qué habría pasado? ¿Seguirían bien Raquel y el bebé? ¿Habría nacido ya nuestro hijo? La incertidumbre roía mi interior, me mordía, me daba dentelladas.

Llegamos al hospital. Entré corriendo por la maternidad. No sabía ni en qué habitación estaba Raquel. Me fui a la cuarta planta, me dijeron que allí no estaba, que me fuese a la quinta. Subí y allí tampoco estaba. Bajé a la segunda, al paritorio, temiendo que ya hubiese pasado todo, pero nada. Volví al borde del ataque de nervios a la cuarta planta y descubrí, no sé cómo, que Raquel estaba allí, aunque en otra ala. Una enfermera adormilada me informó de la habitación en la que estaba. Corrí hacia la puerta. Mi corazón golpeaba fuerte contra mi pecho cuando la abrí. En la oscuridad reconocí la silueta de Raquel, que, apoyada en la cama, intentaba acomodar su cuerpo para aguantar mejor las contracciones. Su madre, que hasta el momento la había acompañado, se salió de la habitación. Nos dejó solos, con la única compañía de la pareja con la que compartíamos habitación, que afortunadamente dormía profundamente. Exploté. Me abracé a Raquel derrotado por el cansancio, extenuado por la impotencia que había venido conteniendo durante todo el viaje y queriéndola más que nunca. Lloré durante un buen rato. Eran lágrimas también de alegría porque por fin estaba allí, con ella y con nuestro bebé para vivir ese momento maravilloso. Estaba ya muy cerquita de nosotros. Hablamos durante un momento, con palabras, con los ojos, vi que Raquel seguía controlando la situación, que estaba siendo dueña de su parto, como deseábamos y me sentí muy orgulloso de ella.

Yo no había querido, durante los ocho meses de embarazo, crearme una imagen idealizada de cómo sería el parto. Imaginaba que tendría que ser un momento precioso, inigualable, pero no quería crearme expectativas muy concretas en cuanto a cómo sería para que luego no pudiesen empañar la realidad. A mí, lo único que me preocupaba en ese momento es que el bebé estuviese bien y que a Raquel la respetasen lo máximo posible en sus decisiones. Que estuviésemos en el hospital a mí ya a esas alturas me daba igual. El hecho, el nacimiento de nuestro primer hijo, era lo más importante, el escenario no importaba siempre que fuésemos respetados.

Raquel fue muy valiente durante toda esa noche. Aguantó las contracciones, que se comenzaron a poner duras de verdad en el momento en que yo llegué, con muchísima entereza. Yo, admirándola por su fortaleza y su valentía, no podía hacer más que intentar darle todo mi amor, todo mi cariño, toda mi comprensión. Volví a sentir impotencia (ya nos habían avisado en los cursos de pre-parto que era una de las sensaciones que más nos invadirían durante el parto) por no poder hacer más. Le daba la mano cuando me la pedía, la acompañaba silenciosamente durante cada contracción y empecé a encargarme del reloj para medir la frecuencia de los dolores.

He utilizado durante este relato varias veces palabras como impotencia o nervios, pero hay otra que fue la que de verdad, por encima de todas las demás, impregnó la noche: amor. En las horas en que la acompañé durante el parto, quise a Raquel más que nunca, la admiré y la sentí muy por encima de mí por aguantar de esa manera el dolor, pero no sólo por eso, sino también porque en ese momento sentí que la posibilidad que ha dado la naturaleza a las mujeres de poder crear vida es totalmente envidiable.

Los dolores se iban haciendo más fuertes y más frecuentes. Raquel cada vez se podía incorporar más a duras penas. Era buena señal, nuestro bebé empujaba cada vez con más ganas para venir prontito. Raquel comenzó a sentir frío, se tuvo que tumbar. Las contracciones eran tan frecuentes que decidimos llamar a los médicos. Eran las siete y media. Le pusieron un monitor externo, creo que le pusieron más penicilina y finalmente una ginecóloga le hizo un tacto y vio que estaba dilatada de ocho centímetros. Una hora después estábamos bajando al paritorio. Sí, al paritorio, Raquel había aguantado el dolor hasta estar lo más dilatada posible para evitar pasar por la sala de dilatación y lo había conseguido. Ella bajó por un lado y yo por otro. Esperé impaciente un rato en la sala de espera, acompañado de mis padres y la madre de Raquel. Por fin me llamaron.

Cuando pasé al paritorio, a Raquel le habían colocado un monitor interno que no le gustaba nada (a mí tampoco, pero intentaba minimizar la importancia de todas estas cosas para contribuir a que ella viviese este momento con toda la ilusión posible). Estaba cada vez más descompuesta, más desvanecida. Su piel morena estaba en ese momento amarillenta. Los dolores eran ya tan fuertes que casi perdía el conocimiento entre ellos y tan frecuentes que no daban tregua a su cuerpo. Tengo la noción del tiempo bastante perdida mientras estaba pasando todo esto, pero sé que estuvimos muchos momentos solos, excepto por una enfermera que entraba y salía de vez en cuando por si necesitábamos algo.

La matrona que nos iba a atender entró en el paritorio. Reconoció a Raquel y yo, sin esperarlo, pude ver por primera vez la cabecita de nuestro bebé. Ya estaba ahí, se acercaba a nosotros. Fue un momento muy emocionante. Ocho meses de emociones estaban tocando a su fin, ¡lo teníamos tan cerca! En todo caso, la matrona nos dijo que ni Raquel ni el bebé estaban preparados todavía. Le dijo a Raquel que siguiese empujando fuerte cada vez que tuviese una contracción y que volvería al cabo de un rato; además, le quitó el monitor interno que tanta molestia le estaba causando.

De dónde sacó Raquel las fuerzas para seguir empujando, no lo sé, pero ella siguió afanándose para facilitar la llegada al mundo de nuestro bebé. Yo seguía acompañándola, intentando estar más cerca de ella cuando me necesitaba y desaparecer un poquito cuando los dolores eran tan fuertes que no quería saber nada de lo que había más allá de la frontera de su propio cuerpo.

Pasado un tiempo volvió la matrona. Raquel lo había estado haciendo bien y nuestro bebé no quería esperar más para abandonar el vientre materno, el refugio cálido y seguro en que había estado cobijado durante ocho meses. Raquel comenzó a empujar más duro que nunca con cada contracción. La cabecita del bebé cada vez estaba más cerca. Recuerdo especialmente los tres últimos empujones. Con cada uno veía cómo Ismael (aunque entonces no sabíamos si sería Ismael o Yaiza), se acercaba más a mí. Fueron momentos intensos, llenos de belleza. Un, dos ¡y tres! La cabecita de Ismael asomó por el cuerpo de su madre, un empujón más y salió el resto del cuerpo. La matrona se apresuró a decirnos que estaba bien y que era un niño. Ismael había comenzado a llorar. Sus pulmones se estaban llenando por primera vez de oxígeno. Había comenzado una nueva vida para él, y para sus padres. Creo que yo nunca había sentido la naturaleza como en aquel momento, nunca había respirado tanta vida como cuando vi nacer a nuestro hijo.

Le había pedido a la matrona que dejase a Raquel coger al peque por primera vez antes de que la pediatra le hiciese la revisión de rigor y que la enfermera se lo llevase para limpiarlo, aspirarle las mucosidades, etc. Y así lo hizo. Nada más nacer, Ismael pudo estar, aunque sólo unos segundos, desnudo sobre el pecho desnudo de su madre, ¿qué mejor bienvenida al mundo?

A Raquel se le hicieron eternos los minutos en que Ismael fue sometido a las pruebas habituales, quería que le devolvieran ya a nuestro hijo, parecía que le habían arrancado algo. La naturaleza en su máxima expresión. La madre que protegería con su vida si hiciese falta a su cachorro. La vida te da pocas oportunidades de sentir que estás vivo, y ésta fue una de ellas.

Yo me dividía entre Raquel, darle la mano, besarla, abrazarla, llorar juntos, reír unidos, y acercarme al lugar donde tenían al bebé. No existía nada más a mi alrededor. En un momento Ismael estaba otra vez junto a nosotros, entre nosotros, Raquel lo tenía otra vez sobre su pecho. Nos dábamos la mano, nos mirábamos, lo mirábamos, nos besábamos, lo acariciábamos. Nos sentimos más unidos que nunca por ese nuevo ser que comenzaba a vivir en ese preciso instante, a las diez menos diez de la mañana del diez de febrero de 2007. Todo el personal médico desapareció discretamente, nos quedamos solos tres, fue un momento de gran intimidad. De un día para otro nos habíamos convertido, desafiando las leyes de la aritmética, en una pareja de tres. Nos habíamos enamorado con locura de nuestro bebé. Durante esos momentos de soledad saboreamos todo lo ocurrido. Sentimos una alegría serena. Magia.

Ya han pasado casi dos meses desde aquellos momentos, dos meses en que hemos comenzado a vivir la aventura de ser papás. Ya he podido besar y acariciar a Ismael, cambiarle los pañales, bañarlo, sentir el placer de que se duerma encima de mi pecho, contemplar cómo se agarra al pecho de su madre para tomar su alimento. En este tiempo Ismael no ha parado de darnos alegrías, ha crecido como un campeón y tiene cada vez más abiertos sus bellos ojos. A veces Raquel me pregunta si Ismael es un niño feliz. Yo le digo que es un niño amado, que ha sentido todo el cariño, todo el calor de sus padres desde que nació.

Son casi las dos de la mañana. Llueve. Ismael está dormidito a mi lado. Un gesto de placidez se dibuja en su carita. Ismael, sin palabras, responde a la pregunta de Raquel.

Fran

Coslada, 6 de abril de 2006.

Puedes leer la historia de Raquel aqui.