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El parto en casa de Chus

Mi hija mayor nació en Acuario, en un parto muy respetado, rápido, fisiológico, sin ninguna intervención, ni puntos, ni nada de nada. Fue un lujo para una primípara, y sobre todo fue, a pesar del dolor, que lo hubo y mucho, lo más intenso y espectacular que había experimentado nunca, mejor que subir al Everest, que viajar a la Luna, yo qué sé... Así que tenía claro que un segundo parto tenía que ser al menos igual de bueno. Lo que de ninguna manera podía aceptar es que fuera peor, no me imaginaba ni en mi peor pesadilla en un hospital convencional, peleando para evitarnos a Candela y a mí rutinas indeseables o peligrosas (oxitocina porque sí, bolsa rota porque sí, litotomía y potro porque sí, tactos a tutiplén, corte inmediato de cordón porque sí, separación para revisión porque sí...). Para mi marido y para mí estaba claro que la mejor alternativa era parir en casa, y desde antes de embarazarme ya había decidido con quién sería y obtenido su conformidad (porque era una matrona de Madrid, a dos horas de coche, ya que en mi ciudad nadie atiende en casa). Así que me he pasado el embarazo muy tranquila, con todo bien atado, aunque procurando no olvidar que para parir en casa todo tiene que ir bien, y que nadie te asegura que no se vaya a presentar ningún imprevisto que obligue a recurrir al hospital: parto prematuro, presentación de nalgas, alguna patología en la madre o el bebé...

Pues yo llegué a la semana 37 con todo fenomenal, hasta que de repente me empezó a subir la tensión. ¡Qué mal rollo! Yo intentaba no darle importancia, no quería agobiarme y hacer que me subiera más, pero aquello no había quien lo parara. El día que cumplía 38 semanas tuve dos mediciones de 10/15, y acabé en urgencias, ¡horror! En el hospital que no quería pisar ni borracha. Al final de la mañana mi tensión se había normalizado un poco (la niña estaba estupendamente a pesar de todo), pero los días sucesivos seguí teniendo la presión de la medición diaria, el miedo a que en cualquier momento aquello fuera a más y tuvieran que inducirme el parto...

Cuando estaba de 39+2 mi tensión llevaba tres días por debajo de nueve la baja y en 130 o así la alta, o sea, razonable. Y aquella noche empecé a tener contracciones muy regulares, cada diez minutos o así. ¡Bien, cuanto antes empezara aquello mejor! Lo peor de todo fue que me desperté a las tres de la mañana y ya no pude volver a dormir, así que me levanté bastante hecha polvo. Las contracciones siguieron toda la mañana pero yo intenté que mi jornada fuera la habitual y estar distraída, así que hice lo de todos los días: mi marujeo, atender a Eva, ir juntas al parque, la compra y la comida... Después de comer me senté con calma a controlar las contracciones y vi que durante una hora eran cada cinco minutos: aquello estaba definitivamente en marcha. Así que llamé a mis comadronas, les conté la situación, y no dudaron en venirse directamente para acá.

Y entonces el parto (¿o preparto?) se detuvo. Ni una contracción. Y yo de un humor de perros. Imaginándome a mis matronas, cada una en su coche, viajando hasta aquí por una falsa alarma. Me sentía cansada, sin saber qué hacer en casa, si caminar, si meterme en la cama, si salir a la calle, si balancearme en la pelota... Mi hija mayor me empezaba a resultar insufrible, pobrecilla, sus gritos, sus demandas de atención. Mi marido me irritaba con cualquier comentario. Y la idea de parir aquel día me empezó a parecer pésima, no tenía ganas ni energía, quería que de repente fuera pasado mañana y todo hubiera terminado. Mal comienzo, ¿no?

A las seis de la tarde llegó María, y una hora después Juanjo. Me tomaron la tensión y estaba mal, 10/14 creo recordar. La cosa pintaba mal, me explicaron, porque al ponerse en marcha el parto lo normal es que suba más. Por suerte el latido de la niña estaba fenomenal. Yo seguía sin contracciones pero María me exploró: tres centímetros, cuello muy favorable y blandito, cabeza peloteando. Pero el parto estaba parado. Acordamos que se fuera todo el mundo (ellos de paseo bajo la lluvia, pobres, mi marido y mi hija con una amiguita), a ver si yo sola me relajaba, desconectaba de todo y se reanudaba el parto. Pero no fue así, no logré concentrarme, vagué dispersa por la casa poniendo orden, pensando en la cena y en cuestiones logísticas. ¡Mi neocórtex a tope!

A las ocho y media hablé con mi marido, regresó con la niña, le dio la cena y la acostó: por suerte se durmió enseguida. Mientras tanto yo preparé una fideua de bacalao para los demás; la mar de entretenido... De ciento en viento tenía una contracción suave. A las nueve y media volvieron Juanjo y María y de nuevo me tomaron la tensión. Seguía demasiado alta, a partir de 9,5 ya estaba desaconsejado el parto en casa, pero yo estaba tan bien y la bebita también que nos dimos otro pequeño margen: ellos cenarían tranquilamente y yo me quedaría solita en la cama intentando aprovechar las contracciones que, tímidamente, reaparecían. Y eso hice. Calculo que fue una hora allí acostada, a oscuras, en silencio. Cada contracción era bienvenida como una bendición, y la recibía con un mantra improvisado y simplón: “ábrete, ábrete, ábrete, te abres, te abres, te abres...”, mientras relajaba mi útero y mi pelvis y visualizaba la cabeza de mi bebé abriéndose camino. No sentía dolor, sólo la intensidad de las contracciones, su eficacia, su potencia; no podía permitirme sentir dolor y descontrolarme, porque eso elevaría mi tensión y tendríamos que ir al hospital. Pero al mismo tiempo no podía dejar de pensar que la posibilidad de ir al hospital era real, estaba ahí, que tenía que prepararme mentalmente para ello, podía ocurrir en cualquier momento. Y no podía evitar visualizar posibles escenarios. Mi situación real de hipertensión invalidaba cualquier intento de evitar intervenciones: nadie me evitaría la monitorización interna, la vía, el suero y el ayuno, la inmovilización tumbada en una dura camilla, la separación arbitraria de mi marido, saber a mi hija mayor lejos de nosotros por primera vez y tal vez su miedo y su desconcierto, someter a mi bebé a las agresivas rutinas del hospital. Con semejantes pensamientos, a pesar de todo, conseguía mantenerme calmada, totalmente entregada a aquellas contracciones que llegaban con regularidad pero sin prisa, escasas, en las que concentraba todo mi deseo de avanzar, avanzar, avanzar en aquel parto antes de que se torciera.

A las once entraron al dormitorio mis comadronas, y lo primero que les dije fue que yo aún mantenía la esperanza. La tensión seguía igual de alta, pero me exploraron por segunda vez y tenía seis centímetros de dilatación. ¡Vaya, había sido rápido y fácil, una buenísima noticia! Tan buena que creo que fue en ese momento cuando Juanjo, porque fue él quien tomó la decisión, me dijo que adelante, que lo íbamos a intentar, que mientras el latido de la niña fuera tan bueno y yo siguiera dilatando con tanta suavidad íbamos a seguir en casa. Si al final había que ir al hospital, al menos llevaríamos el parto muy adelantado. Me propuso meterme en la bañera con agua bien calentita, lo que además de facilitar el parto, me ayudaría a bajar la tensión. Así lo hicimos.

Todo el tiempo que estuve en el agua fue muy tranquilo, igual que en la cama una hora antes, sólo concentrada en cada contracción, en cómo llegaba, atravesaba mi vientre, en cómo me abría para dejarle paso a la cabeza de mi bebé, obstinada en sentirlas hasta el máximo, en desearlas largas, en entregarme a ellas y a su fuerza sin miedo a que hubiera dolor, empeñada en que aquellas sensaciones tan profundas no eran dolor, sólo la potencia de mi cuerpo haciendo un trabajo mágico y fascinante: entregarme esa nueva vida que era mi hija.

María me tomó la tensión y estaba un pelín más baja: “es apenas un poco más baja” me dijo ella, y yo le repliqué: “pero podría haber sido un poco más alta”. Me sentía tranquila, pero lo estuve más aún cuando en la siguiente toma tuve 8,5/13. Apenas le di importancia, sin embargo. Para entonces las contracciones eran mucho más frecuentes y largas, larguísimas, y exigían toda mi concentración. Algunas parecían no terminar nunca, y cuando por fin comenzaban a amainar, descubrías que no, que empezaba otra igual de desmedida, y ya no sabías de dónde sacar los recursos, la fuerza para encajarlas y dejarles inundarte el cuerpo sin miedo a ser aplastada por aquella potencia. Hasta entonces no había soltado ni un suspiro, no se me había contraído el gesto, debo admitir con sorpresa que no había sentido dolor, pero ahora empecé a quejarme: sentía miedo a perder el control, a que aquellas sensaciones tan poderosas se transformaran de pronto en dolor insoportable (y recordaba claramente el dolor de mi primer parto) y mi tensión se disparara obligándonos al fin a ir al hospital. María estaba allí y se lo dije: aquello empezaba a ponerse difícil, incluso me dolían los riñones. Probamos un cambio de postura y me puse a cuatro patas en la bañera, pero la siguiente contracción me resultó aún más dura, sentí auténtico dolor en la parte baja de la espalda, y algo que no lograba definir: ¿tal vez presión en el culo? Aquello no tenía sentido... Otra contracción y un bramido hondo y grave brotó de mi garganta; un mugido que me hizo vibrar las entrañas y resonó en mi vagina, aliviándome, dibujando como en relieve el movimiento de mi bebé al resbalar por mi interior. Creo que fue ese bramido el que alertó a Juanjo, que llegó a toda prisa: ¡aquello era ya el expulsivo! Otra contracción y yo seguía ensimismada, mirándome las manos sin ver, obedeciendo ciega a las fuerzas que se habían adueñado de mí, que empujaban a mi bebé por el canal del parto hacia mi vagina. Sentí y escuché cómo la bolsa se rompía y entendí que estaba pujando. La cabecita asomaba y todos exclamaron excitados y felices, Juanjo y María me guiaron para evitar que mi pujo fuera demasiado fuerte y se produjera un desgarro, inexplicablemente pude dejar de empujar sin ninguna dificultad cuando ellos me lo pedían, todo fue muy rápido y a la vez lentísimo, como una coreografía medida y ensayada al milímetro. De repente la cabeza de Candela estaba fuera y otro empujón ayudó a salir a su cuerpo. Todos gritamos. Candela acababa de nacer, era la una y cuarto.

Con Candela en los brazos me fui a la cama y en poco tiempo todo había terminado: la revisión del periné –intacto-, alumbrar la placenta -¡aquello sí me dolió!-, comprobar la tensión arterial, una ducha rápida y sentirme mareada, de nuevo a la cama y mi hija mayor que se despertó para conocer a su hermana. Una hora después estábamos los cuatro en la cama dispuestos a pasar la primera de muchas noches juntos. ¿Cómo dormir con semejante milagro ante los ojos?

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