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El nacimiento de Valeria

Siempre he querido ser madre, desde niña. Era lo que más quería en el mundo, mi auténtica vocación. Años antes de quedarme embarazada por primera vez, ya leía sobre maternidad y crianza, era un mundo que me fascinaba y me encantaba ir picoteando información. Tenía muy claro que quería parir en casa.

Sin embargo, la vida no tenía preparado eso para mí. Una serie de factores conviertieron mi embarazo y mi parto en alto riesgo, así que tuve que asumir que tendría que ir a parir al hospital. Además, el ginecólogo me advirtió que casi seguro sería una cesárea.Me costó bastantes lágrimas, pero sabía que para mi bebé nacer en el hospital era lo más seguro, así que tomé la decisión. Lo de la cesárea ya era otra cosa, a eso no me resignaba, estaba convencida de que podía parir.

El embarazo fue duro, difícil y complicado, con muchos problemas y sobresaltos. Lo pasé muy angustiada, temiendo siempre por mi bebé. Me repetía a diario un mantra: “mi cuerpo está preparado para gestar y parir a este bebé”.

La noche del 4 de Julio de 2010 me fui a dormir un poco inquieta. Estaba de 32 semanas y a la mañana siguiente tenía que ir a hacerme la analítica del tercer trimestre. Me desperté a las 3 de la mañana con ganas de ir al baño, me levanté e inmediatamente noté un líquido caliente cayendo por mis piernas. Me asusté muchísimo, ¡aún era muy pronto! Fui al baño y comprobé que a cada paso que daba, el líquido caía por mis piernas. Desperté a Leo de un grito y me puse a llorar, mientras le decía que teníamos que ir corriendo al hospital. Él, como tantas veces esos días, fue mi cable a tierra. Me tranquilizó, vimos que el líquido era claro y preparó con calma todo lo que queríamos llevar al hospital mientras yo me vestía. Me decía que todo estaba bien, que íbamos a conocer a nuestro bebé y que ya tenía muy buen peso.

Llegamos al hospital. Comprobaron que tenía la bolsa rota y me pasaron a la sala de monitores de urgencias. No dejaron entrar a Leo. Me tuvieron allí cerca de una hora, vieron que no había dinámica de parto. Vino una enfermera y me cogió una vía (De la que 16 meses después, aun conservo la marca en la muñeca). Le pregunté que qué me iban a poner y me dijo que antibiótico para prevenir infecciones y medicación para pararme el parto mientras los corticoides que me iban a inyectar maduraban los pulmones de mi hija.

Nos mandaron a la habitación. Era una habitación individual, así que al menos estaba más tranquila, me aterraba tener que compartir la habitación con otra familia que tuviera a su bebé. Miraba la cunita de plástico que había junto a la pared y pensaba con pena que mi niña iría derecha a la incubadora y no la tendríamos en la habitación, no viviríamos esos momentos.

Esa noche no dormimos nada. Pasó el día sin novedades. La noche siguiente logramos dormir algo, a las 6 de la mañana entró una enfermera a ponerme la segunda dosis de corticoides.

A las diez de la mañana, vinieron a trasladarme a paritorios. Entró el doctor M, una eminencia en esta ciudad. Me hizo un tacto, me dolió muchísimo y me hizo sangre, se lo hice ver. Me contestó que para hacerme un tacto en condiciones, tenía que hacerme daño. Yo sabía que no era verdad, pero me mordí la lengua, no quería discutir. Me dijo que me iban a provocar el parto esa misma mañana, que mi bebé estaba mejor fuera que dentro y salió a hacer unas gestiones. Nos dejó solos en el paritorio. Yo no quería que me indujeran, pero me asustaba que mi niña pudiera tener problemas, así que estaba dispuesta a acatar esa decisión. A los diez minutos vuelve el mismo médico y me dice que hay un cambio de planes, que no hay incubadoras libres y que no me inducen, que esperamos al día siguiente. Por un lado me alegro, pero por el otro, temo por mi hija, ¿no era que estaba mejor fuera?

Nos mandan a la habitación. Pasamos la mañana tranquilos, logró convencer a una enfermera para que me tape la vía un rato y poder ducharme, me alivia muchísimo.

Hacia las 6 de la tarde empiezo a notar contracciones, se lo digo a Leo, pero son perfectamente llevaderas, así que decido no avisar a nadie. Era la época del Mundial y esa noche jugaba Holanda contra Uruguay y me apetecía ver el partido.

A lo largo de la tarde, se intensificaron las contracciones, pero las iba encajando bien. Cenamos mientras veíamos el partido y en el descanso, hacia las 22.30, decido avisar. Viene una celadora y me lleva al paritorio, me tumban, me ponen las correas. Leo entra conmigo, lleva una radio pequeñita para que podamos seguir el partido. Las comadronas se van después de ponerme las correas y me dicen que me esté lo más quieta posible para no perder los latidos.

Las contracciones son más y más fuertes, llega un punto en que no puedo hablar cuando vienen, ni tampoco escuchar, tan solo cierro los ojos y me dejo fluir. Me gustaría pasear, pero con las correas puestas, no puedo.

Una hora y media más tarde, hacia las doce de la noche, llega una enfermera, me quita las correas y me dice que me voy a la habitación. En todo ese rato, ningún ginecólogo pasó a vernos. Yo soy perfectamente consciente de que estoy de parto y le digo que no me voy a ningún sitio hasta hablar con el ginecólogo de guardia. Van a avisarlo y aparece la doctora J una vieja conocida mía con la que he tenido algunas visitas en el embarazo y que no me gusta nada. Me dice que han decidido que me vaya a la habitación porque no tengo infección ni contracciones. Le digo que sí tengo contracciones, aunque el monitor no las registre. Noto que viene una y le hago poner la mano en mi tripa, ella misma puede comprobar que está ahí. Me hace un tacto y ve que estoy dilatada de 1 cm. Se asusta, se pone nerviosa y me dice “a mi nadie me había avisado de esto”. Me entran ganas de decirle que yo llevo hora y media diciendo que estoy de parto, que no me importa lo que diga el monitor, que yo sé lo que siento y que ella no se ha dignado a aparecer por allí hasta que yo la he llamado. Pero me callo, una vez más.

Me dice que no hay incubadoras disponibles y que me van a trasladar de hospital. Entro en pánico. El otro hospital no tiene habitaciones individuales, son de 3, pienso que no quiero compartir habitación si no puedo tener a mi bebé conmigo, pero no queda otro remedio.

Viene una ambulancia a buscarme, pero a Leo le dicen que no puede ir conmigo, él tiene que ir detrás en coche. Le pido quee coja un taxi, tengo miedo de que se ponga nervioso y le pase algo o de que no encuentre sitio para aparcar y tenga que quedarme sola mucho rato. No quiero ir sola en la ambulancia, pero me dicen que no puede venir conmigo. Sé que no es verdad, porque hace unos meses yo acompañé a una amiga en la ambulancia, pero no logramos que le dejen subir.

Cuando me sacan en camilla, la ginecóloga me dice adiós. Tengo la sensación de que le alivia que me vaya, así no tiene ella el marrón.

En la ambulancia van dos personas conmigo, un hombre y una mujer. No sé qué capacitación tienen, el hombre ni se presenta. Ella sí, es muy dulce conmigo, me da la mano, me acaricia, me pregunta cómo se va a llamar mi niña. Él me presiona la tripa hacia abajo, le digo que qué hace, me hace daño. Me dice que “tiene que hacerlo”. No me dice para qué, ni me ha pedido permiso, me siento mal, quiero gritarle, pero estoy concentrada en mis contracciones. Pienso que si Leo hubiera estado conmigo, esto no hubiera pasado.

Llega la ambulancia, abren las puertas y cuando me sacan, veo a Leo bajando del taxi, me sonríe mientras paga, me siento aliviada. Los camilleros me llevan a través del hospital hasta la planta de ginecología. Me meten en paritorios, no dejan entrar a Leo, yo llevo el móvil escondido en el camisón, mi único contacto con el mundo. Me suben a una silla para hacerme una ecografía, las contracciones son muy seguidas y en esa posición estoy muy incómoda. La habitación es vieja, la luz me molesta en los ojos, las ventanas están abiertas, hace muchísimo calor y entran mosquitos. Por la ventana, veo el edificio de enfrente y me pregunto si ellos podrán verme a mí. La ginecóloga jefe, una chica rubia y muy joven, empieza a pedirme datos, a apuntar información. Me pregunto si no podría llamar a Leo y que él se lo cuente, yo no quiero desconectarme de mi parto. Me pide una serie de papeles que yo había entregado en el otro hospital al ingresar. Yo no los tengo, los han perdido en el traslado, entre ellos la escografía de 20 semanas y los análisis de la preanestesia.

Me dicen que mi hija pesa alrededor de 1800 grs, Me tranquiliza oir eso. Es un buen peso. De ahí voy andando a la sala de dilatación. Tiene tres camas, pero estoy sola. Pregunro si puede entrar Leo, pero me dicen que no. Me dejan allí sola y aprovecho para mandarle un mensaje de texto diciéndole que estoy bien. Me contesta que esté tranquila, está pegado a la puerta de la zona de paritorios, nos separan no más de 50 metros.

Viene una comadrona bastante mayor y empieza a hacerme preguntas absurdas, creo que no quiere que me deje llevar. Reúno fuerzas y le digo que no tengo ganas de charla, que estoy de parto. Me mira mal, peso se va. Al poco, viene la ginecóloga, se sienta a mi lado y me dice que tengo que asumir las consecuencias de tener un hijo prematuro. Me asusto, no sé a qué se refiere, pero hago un esfuerzo y me vuelvo a conectar con mi parto. No sé cuánto tiempo pasa, y tampoco sé cómo fue el traslado, pero lo siguiente que recuerdo es que estoy en otra habitación, en paritorios, Leo está a mi lado. Cuando lo veo, me relajo y me dejo llevar, me siento segura.

Las enfermeras cambian de vez en cuando la bolsa del gotero, llevan días haciéndolo, cambian el antibiótico. Veo que una enfermera lo hace, y no me preocupo. Poco rato después las contracciones empeoran, me siento fatal, aviso de que tengo ganas de vomitar... y vomito. Les digo que qué han echado en el gotero y me dicen que oxitocina. Siento rabia. No me han preguntado, no la quería todo iba bien, yo lo sentía. Las contracciones se convierten en una sola contracción sostenida, que no cesa, no me dejan moverme y no soporto el dolor. Siento que me voy a morir, empiezo a temblar, tengo mucho frío y pido que cierren la ventana. La matrona mayor me dice que ellos tienen calor y están trabajando. Leo le contesta que la que está de parto soy yo y cierran la ventana.

Pido la epidural, no lo soporto más, pero han perdido el análisis de la preanestesia, vienen a sacarme sangre y me dicen que tengo que esperar al resultado, Tarda una media hora que se me hace eterna. La niña empieza a hacer bradicardias, yo no me doy cuenta. Me piden que me ponga de lado, apenas logro moverme. Hacia las 4 de la mañana me hacen dos tactos seguidos, uno la ginecóloga jefe y otro una residente jovencita que tiene unos enormes ojos azules. Estoy de 4cm. Llega la anestesista, una chica muy joven, entra en el paritorio hablando de lo dormida que está. Me pongo alerta, me desconecto del parto, ese comentario no me hace sentir nada segura. Echan a Leo y me traen dos hojas de consentimiento informado para ponerme la epidural. No leo nada, tan solo firmo. Me hacen sentarme y me ponen la epidural, Leo vuelve a entrar. No noto alivio. La anestesista me pregunta si noto que se me duermen las piernas, le digo que no. Al cabo de un poco se va. Yo sigo notándolo todo, me parece que la epidural no me ha hecho efecto. Me quejo, y la ginecóloga me dice que qué poca tolerancia al dolor tengo. Siento que soy una quejica.

La niña empeora, me dicen que hay sufrimiento fetal y que quieren ponerme un monitor interno para ver qué pasa. Le digo a la ginecóloga que si está sufriendo me hagan una cesárea y me contesta que para eso necesitan un motivo. Me pregunto qué motivo hay más importante que un sufrimiento fetal. Pido ir al baño antes y me dicen que no. Me traen una cuña para que haga pis ahí, encima de la camilla. Es humillante, pero a esas alturas me da todo igual.

Me trasladan a la sala de al lado para ponerme el monitor interno, pregunto si a la niña le va a doler y me dicen que no. Vuelven a echar a Leo. La habitación está llena de gente, hay dos celadores, la matrona, la ginecóloga jefe y dos residentes. Preparan el monitor interno y hacen un primer intento para ponérselo a la niña, pero me duele, me duele muchísimo y grito, Me duele más que las contracciones, es un dolor insoportable, como que me quiebro por dentro. Tienen que parar. Preparan un segundo intento y mientras ellos están con sus cosas, siento unas ganas enormes de empujar. Lo digo, la ginecóloga se gira y sin apenas mirarme me dice que no empuje, que me queda mucho parto por delante y que me voy a agotar.

Siento mucha fuerza en mi interior, siento que no necesito a nadie, decido que sus palabras no valen nada, que mi cuerpo me está hablando y lo tengo que escuchar, Me pide que empuje y decido empujar. La ginecóloga se gira, se pone blanca, la cabeza de mi hija está asomando. Son las 4.40 am, apenas media hora más tarde de que me pusieran la epidural, y de que estuviera de 4 cm, estoy en completa.

Me doy cuenta de que mi hija nace y pido a gritos que llamen a Leo. Los ginecólogos corren a mi alrededor, no sé qué hacen, no me importa, yo sigo empujando. Noto que la cabeza de mi hija está saliendo, pero me quedo sin fuerzas, dejo de empujar y noto cómo vuelve a meterse. Leo llega corriendo, poniéndose la mascarilla, se pone junto a mi cabeza y me da la mano, me da fuerzas y empujo, esta vez sí sale la cabeza. En un segundo empujón, sale mi niña al completo, son las 4.50 am. La recibe un segundo ginecólogo residente y veo que la jefa le grita y le dirige, me da la sensación de que no sabe muy bien lo que hace.

La ponen sobre mí, de espaldas, no veo su carita. Veo que está morada y no llora, pero pienso que no todos los niños lloran al nacer y estoy tranquila. Quiero acariciar la espalda de mi hija, pero la ginecóloga me grita que no lo haga, que es muy pequeña. Algo no me cuadra, no es tan pequeña y aunque lo fuera, no entiendo qué mal puede hacerle mi caricia, pero retiro la mano. Aún me arrepiento de eso. Le pido perdón a mi hija por todo, por el embarazo difícil, por el parto terrible. Se la llevan a la mesa de reanimación. Leo me mira y me dice que ya está, que lo hemos logrado, tiene lágrimas en los ojos y yo también. No se va de mi lado. En ese rato, expulso la placenta, también la coge el ginecólogo residente, veo que la revisan, pero estoy pendiente de mi hija.

Tengo un pequeño desgarro y me dicen que me tienen que coser, no me importa nada, yo estoy intentando averriguar qué le pasa a mi hija, pregunto varias veces y sólo me responde la ginecóloga con un crudo “que es muy pequeña, eso pasa”. Veo que los neonatólogos le ponen una mascarilla, luego supe que era un ambú, y le dan oxígeno. Veo a una de las neonatólogas sonreir mientras habla con otra y pienso que todo va bien. Me cosen y me hacen daño, mi cuerpo, en un acto reflejo se echa hacia atrás. La ginecóloga me dice que me va a coser por las buenas o por las malas, que ya veré yo qué hago. Pienso que es una estúpida, pero ni me molesto en contestar, estoy pendiente de mi hija.

Lo siguiente que recuerdo es que alguien me dice que mi hija va a pasar por mi lado, si la quiero ver. Varias personas van arrastrando la incubadora en la que va mi niña, la paran un momento a mi lado. Está llena de cables, un tubo con oxígeno metido por la boca. Veo que es morenita y con pelo, me pongo a llorar y le digo que la adoro, que ya mismo mamá y papá van a estar con ella. Se la llevan y le dicen a Leo que suba en media hora y le darán el parte.

Antes de que me saquen, pido perdón a los ginecólogos por el parto que les “he dado”. En ese momento me siento terriblemente anulada, como si lo hubiera hecho todo mal. La ginecóloga de ojos azules me dice que no apsa nada, que al menos los pujos los hice bien. Leo interviene y me dice delante de ellos que no pida perdón por nada, que es su trabajo. Me doy cuenta de que tiene razón. Ninguno de los ginecólogos contesta.

Me llevan a la habitación. Hay otra pareja con un bebé. Me duele el corazón por no tener a mi hija conmigo. La media hora se nos hace eterna, al fin llega y Leo se va a la UCI neonatal. Me quedo sola en la habitación con esa pareja, está amaneciendo. Intento cerrar los ojos un poco, pienso que así no se me hará tan largo el rato hasta que Leo vuelva, pero cada vez que me quedo adormilada, me despierto sobresaltada, angustiada. Leo está tardando mucho y por primera vez, tengo miedo. Pienso que mi hija está mal y no sabe cómo decírmelo. Le mando un mensaje y me contesta que aún lo tienen esperando, que ha visto entrar a gente con radiografías. Entra casi una hora más tarde de lo esperado, todo ese rato yo estuve sola en la habitación, fue el peor rato de mi vida, sin tener noticias de mi hija y sin poder moverme por el maldito gotero.

Al final, viene Leo. Me dice que la niña está con oxígeno, pero reaccionando bien. Me enseña una foto que le ha hecho con el móvil, está atada, con un montón de cables y un tubo metido por la boca. Me pongo a llorar. Leo me dice entre lágrimas que la ha podido tocar, que es muy suavecita. Quiero subir a verla, pero tengo muchos cables yo también. Al cabo de un rato, llegan las enfermeras y me quitan el gotero. Les digo que quiero ir a ver a mi niña, pero me dicen que ni hablar, que me levante a hacer pis y me vuelva a meter en la cama a descansar. Les digo que vale, hago pis, me ayudan a meterme en la cama y se van. Según salen por la puerta, me levanto y Leo me acompaña por los pasillos y ascensores hasta llegar a la puerta de la UCIN. Llamó y me abren. Digo, por primera vez, que soy la madre de Valeria. Me hacen lavarme las manos y me guían hasta la incubadora. Allí está mi hija, con sus 1880 grs, sus 42 cm, llena de cables. Siento una enorme paz, mi hija desprende luz y no tengo ninguna duda de que va a salir adelante. La acaricio, le hablo, le digo que la quiero con todo mi corazón, que es una valiente y una luchadora y que no me cabe el orgullo en el pecho al verla. Aún quedaban unos días muy duros, con una terrible separación, pero esa es otra historia.

Al cabo de unos días, averigüé que mi hija nació así de mal por un prolapso de cordón que los médicos no vieron, por eso la ginecóloga le gritaba al residente y por eso no me dejaron tocarla, no porque fuera muy pequeña. En mi historia no consta el prolapso, pero los neonatólogos que vieron nacer a mi hija lo hicieron constar varias veces en su historia. El apgar de Valeria fue 2/6.

Para colmo, al día siguiente de darme el alta, expulsé un gran trozo de placenta en casa. Fui al hospital, que no era en el que estaba mi hija (por el traslado) y me dijeron que me quedaba ingresada con oxitocina y legrado. Escuché que una residente le decía a otra por lo bajo algo de unas gotas, capté esas palabras al vuelo y les exigí esa información. Me dijeron que eran unas gotas para expulasra la placenta en casa, pero que me podía desangrar y darme una infección y no sé qué más. Tomé la decisión de irme a casa con las gotas, tuve fe en mi. Una semana más tarde había expulsado los restos, evité el ingreso y el legrado y además pude ir a ver a mi hija a diario, cosa que si me hubieran ingresado no hubiera podido hacer.

Aprendí mucho acerca de la confianza en mi misma, en mi cuerpo, en mi intuición y en mi hija. También me descubrió una nueva faceta de Leo que me enamoró aún más, su manera de estar, de tener siempre la palabra y el gesto adecuado. Fue un parto muy duro, pero pienso que las cosas son por algo, y esto me ha dado una fuerza que me acompaña ahora cada día de mi vida.