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EL NACIMIENTO DE MI PRIMERA HIJA

Fue un día caluroso, casi de verano, aunque en pleno abril. Salí de casa en un vestido veraniego, porque pensábamos pasar el día entero en el parque, lleno de árboles en flor. No íbamos preparados para el parto, puesto que no aún no aparecía ninguna señal de éste. Yo me sentía mejor que nunca, la barriga no me pesaba nada, los pulmones se llenaban de energía, caminaba kilómetros, subía plantas de la casa varias veces al día y en general, estaba de “buena esperanza”. Aunque tras la amenaza de la inducción que me habían lanzado en el hospital casi dos semanas antes intenté “ayudar” a salir a mi bebé, con sexo, chocolate e incluso acupuntura. Sin resultados. Por supuesto, ella aún no estaba preparada.

Fuimos al hospital al que tanto me costó encontrar tras una atención desastrosa en otro centro, para negociar unos días más de espera. Así lo planteamos. Queríamos tener simplemente un parto normal, lo único que correspondía a mi perfecto estado de salud. El papel de consentimiento informado que reposaba encima de la mesa durante una semana previa me daba mucho miedo, lo dejé sin firmar y lo guardé junto con el hermoso folleto del nuevo hospital elegido donde sí marqué todas las casillas que aseguraban el parto respetuoso (nada de oxitocina, monitorización intermitente, libre postura en la dilatación y en el expulsivo, sin epidural, sin episiotomía...).

Llegamos en coche con un amigo, al que mandamos a desayunar y esperarnos, porque no tardábamos mucho en salir y queríamos pasar el día soleado en el parque. Desde la presentación en urgencias anuncié a la médica que no vine para el ingreso, porque “no estaba de parto”; me miraban atentamente, repitiendo: “Hablarás con la ginecóloga”. Un celador me llevó en silla de ruedas a la planta, a pesar de mis protestas. En obstetricia me recibió un matrón, joven, simpático y un poco dormido, se veía que no tenía trabajo ese día. Repetí que no vine para parir ese día, porque en mi fecha probable de parto hay una manipulación de 8 días de adelanto, por lo cual resulta natural que no esté de parto (en realidad, en vez de semana 41+5, como marcaban los papeles, mi edad gestacional se situaba probablemente en la 40+4). Se mostró un poco más serio y me hizo un tacto. Un tacto tan suave, que cada vez que otras manos, horas después, me hacían daño entrando, moviéndose y saliendo, recordaba la sensación casi placentera que transmitía. Dilatación 1 cm, borrado 60%. Le inundamos con preguntas y argumentos para no quedarnos, así que nos mandó a la doctora de guardia, porque él “no decidía sobre esas cosas”.

Apareció la que “decidía”. Joven, morena, con cara de profesionalidad seca. Incansablemente le expliqué lo mismo: que no estaba de parto, que la fecha estaba manipulada y que encantada de volver en un par de días para ver cómo evolucionaba el embarazo, que la inducción no tenía ningún sentido, si tanto yo, como la niña estábamos fenomenal, según todas las pruebas durante el embarazo y especialmente, en las últimas dos semanas de intensa monitorización en el hospital (cada 4 días). Miraba los papeles, preguntaba mucho por las alergias, enfermedades de la familia, ecografías, repasaba las ecos donde se determinó la fecha del parto y el supuesto tamaño “grande” del feto en la semana 10. Dijo que la ecografía es el instrumento más perfecto para medir la edad del feto, por lo cual es lo que hay, estoy en la 41+5 y hay que inducir para evitar riesgos mayores.

”¿Qué riesgos?” - preguntamos varias veces y cada respuesta fue más agresiva que la anterior.
“Te aseguro que puede haber muuuchos riesgos, si la gestación toca la semana 42”. “Pero, ¿y en mi caso particular??? ¿Si no hay ningún riesgo de momento?”.

La otra empezó a levantar la voz. Necesitábamos pensárnoslo, salimos. Mi pareja me dijo que si yo quería, ahora mismo nos volvíamos a casa, que con esta asquerosa no hay que seguir hablando. Decidí preguntar más y más. Apareció el matrón, le preguntamos a él, qué riesgos... “Puede haber”, dijo. “Pero hablad con la doctora”. La buscamos otra vez, estaba alisando las sábanas del paritorio que pronto iba a ser el mío.

“Perdona, pero no nos quedan claras las razones por las que nos obligáis a quedarnos”.
“Nadie te obliga. Si quieres irte, te vas, pero ahora mismo me firmas el papel en el
que te haces responsable de toooodo lo que pueda pasar a tu hijo y a ti, y te puede pasar de todo, así que tú misma”.

No me rendía:
“No quiero que pienses que soy una irresponsable, yo si me voy, vuelvo en un par de días para los monitores para comprobar que todo está bien”.
Me gritó:
“Ya no va a haber más monitores, no te vamos a dar más asistencia si te vas. Sólo cuando vuelvas de parto y muy avanzado. Nosotros ya te hemos dado una oportunidad y es hoy. Si te vas, tú te haces cargo de todo lo que pueda pasar”.
“Pero qué riesgos tengo en mi caso
particular para no poder seguir con el embarazo?” – preguntaba desesperada y con la moral cada vez más baja.
“Jo, en mi pueblo las mujeres parían niños muertos o ellas mismas se morían, porque no había hospitales y cuando se prolongaba un embarazo no había nadie para asistirlas, y ahora que se os ayuda, vaya...El niño se puede asfixiar con el cordón, la placenta dejará de alimentarlo y puede tener un sufrimiento fetal. A partir de la semana 42 suben muchísimo los riesgos”.
“¡
Pero yo no estoy en la semana 42!!!! Mi fecha de parto está mal marcada! Yo sé cuando me quedé embarazada y cuando tuve mi última regla!“.
“Y yo sólo me atengo a lo que dice la ecografía y si lo dice, estás en la semana 41+5.”

Salimos otra vez, el ambiente se hacía insoportable. Temblaba de frío y hacía ya tanto calor. Me eché a llorar. Veía el cerco cerrándose alrededor. Pensaba en el bienestar de mi niña y de repente sentí que le podía pasar algo. Me entró miedo. A la vez que mucha rabia, por esa mujer que no sabía explicarme qué pasaba con MI embarazo, sólo me hablaba de las estadísticas. Hablé con mi pareja: qué ocurriría si nos fuésemos a casa temíamos que si nos negaban la asistencia en el futuro, nos tocaba parir en uno de esos grandes hospitales que nos podían hacer cosas peores. Sin embargo, lo visto nos tambaleaba la visión de nuestro hospital como el sitio idóneo para parir. No esperábamos ese trato. La gine se estaba poniendo cada vez más borde y prepotente, subía la voz y solo le faltaba insultarnos. Y yo quería tener un parto tranquilo y sereno...

Indecisos, rabiosos y confusos, no sabíamos qué hacer. Yo ya veía todo perdido. Toda la batalla por llegar a un puerto seguro se me echó por tierra. Quedarme con esta gente a la que les tenía miedo y asco a la vez o irme arriesgando un parto igual de horrible o peor en otro hospital? Con rabia y muy en contra mío decidí quedarme. El miedo pudo conmigo. Sentí un fracaso absoluto de mis esfuerzos durante los 9 meses. Acepté que no iba a ser mi parto, que iba a ser de ellos. Firmé el maldito papel con la mano temblando y las lágrimas cayendo y me entregué en manos del personal.

Al principio no dejaron entrar conmigo a mi pareja. Me llevaron a esa gine otra vez, las sonrisas irónicas se veían en las caras de todos (oí el susurro: “Se queda? Se queda?” y cuando entré en el despacho, donde había 4 personas, la conversación de repente se cortó. Mientras la gine morena hacía todos los apuntes, otra, rubia, metía su agresiva mano dentro de mi vagina. Dilatación 1, borrado 80. Vaya, algún progreso en una hora. Eso significaba que no me iban a poner prostaglandinas y dejarme un día entero en la cama, sino a empezar a meter caña directamente. Intentábamos no mirarnos las caras, noté que no se sintió del todo relajada al obligarme. Un ambiente tenso, un poco de vergüenza mezclada con el triunfalismo por parte de la gine, yo mirando al suelo, sollozando. Un saco negro de basura con todas mis cosas dentro en la mano, vestida de camisón blanco, fui llevada al paritorio como una rebelde rendida, resignada, maniatada, así me sentía en ese momento.

A las 10.30 se me presentó una matrona que iba a llevar mi parto. Desde su entrada, hubo un rayo de luz, ya que la chica era muy simpática y tierna. No en los tactos, por desgracia, pero en general trataba de tranquilizarme. Me preguntó: “¿Has pensado como querías que fuese tu parto?” Dije, sin poder esconder mi decepción, que lo tengo todo escrito en el folleto que el hospital me dio, pero ahora es todo basura, tirada a ese saco de plástico, ya que me van a meter de todo lo que yo no quiero. Es una inducción, ¡no es un parto! Ella me explicó que a pesar de la inducción, algunas preferencias se pueden mantener, por ejemplo, libre movimiento durante la dilatación, la pelota etc. No me tranquilizó mucho lo que decía, pero el cómo lo decía era al menos un alivio de saber que no todos son tan prepotentes y bordes. Me contó lo que me iba a hacer con muchas sonrisas, que ahora oxitocina, que después antibiótico (tenía el estreptococo), que luego se vería...Tardaba tanto en llegar a la vena que tuvo que llamar al matrón para que me pinchara. Éste ya no tenía el buen rollito de antes y se fue rápido. Me colgaron del palo un saco enorme del syntocinon (jamás me olvidaré ese nombre, que tan perfectamente une lo sintético con lo oxitocínico), me enchufaron los cables de la monitorización a la barriga y los muslos y el aparato electrónico que marcaba todos y cada uno de los segundos de mi parto, se puso en marcha, pitando y pitando sin parar. La matrona llamó a mi pareja y me anunció que podía pasear de aquí pá allá por dos pasillos largos para sobrellevar mejor las contracciones.

Cuando vino N. intentamos salir un poco de ese bajón. Ya dejé de llorar y empecé a poner buena cara. En ningún momento quería olvidarme de que hay que tener un cóctel de hormonas para asegurar el éxito del parto. Y yo quería mucho redirigir toda la situación hacia la paz y tranquilidad para invitar a mi niña a salir. Ingenua que era, no sabía que la sustancia química del saco se parece muy de lejos a la hormona del parto... N. me acompañaba a cada paso ayudando a desenmarañarme del cable que colgaba del estúpido palo que sujetaba la bolsa de líquidos. No parábamos de andar, rozándonos con el personal instalado en el medio del pasillo con sus ordenadores, aburridos más que en una misa. Para subirnos el ánimo, cantamos nuestras canciones favoritas, recordando un enorme archivo de mi música favorita que tenía preparado para la dilatación en casa, titulado: “Relaxing my baby on the way”... Se nos llenaba el corazón con alguna esperanza. Intenté con todas mis fuerzas no abrumarme más con ese comienzo tan bruto, me concentré fuertemente en que mi hija necesitaba mi sosiego y serenidad para animarse a salir. Hacía cada vez más calor. Tenía sed. Me dejaban beber solo aquarius. Tenía hambre, pero no se me permitía comer. La matrona me enchufó un saco más con suero glucosado para quitarme un poco el hambre.

Sobre las 14.00 vino la matrona de nuevo, me hizo un tacto y me anunció que me iba a romper la bolsa. Me aseguró en voz baja que me había regalado mucho más tiempo de lo normal para intentar dilatar, pero como no se veían efectos, pues ahora tocaba. Me explicaba paso a paso sus actuaciones, con esa voz tan dulce, pero me dejó inquieta, porque recordaba lo qué significaba el tiempo a partir de la bolsa rota...Las aguas eran tan claras como el agua, vamos, y a mí no me sorprendió nada, pero ella parecía muy contenta. Me metió otra bolsa de antibiótico y alá, a seguir paseando al sol.

Las contracciones se hacían más fuertes. El personal en el pasillo también, porque ya no hubo ese buen rollito cada vez que pasábamos. Será porque de repente dejé de estar calladita y empecé a quejarme por el dolor. Notaba cada vez más calor y muy poco aire. Las ventanas no se abrían, todo era aire climatizado, aunque al menos podíamos dejar la puerta abierta del paritorio. Me quejaba por falta de aire a mi pareja. Pero cada vez que volvíamos al paritorio a descansar, venía alguien del pasillo a cerrar la puerta. Dijeron que tiene que estar cerrada. Yo que necesitaba aire. Oídos sordos. Entonces, salíamos y la dejábamos abierta. Volvíamos y ellos la cerraban, N. se levantaba para abrirla, hasta que se topó con la morena borde que se ofuscó: “Aquí hay más mujeres desnudas y sus parejas y no se puede estar así paseando”, una idiotez (estábamos solos). N. le gritó que su mujer no tenía aire, esta le escupió: “Pues abanícala, no sabes qué hacer?”. N. se fue al mostrador del personal a gritarles, y yo a por él, porque lo último que necesitaba era tener a todos ellos en contra de nosotros, puteándome por mostrar garras (recordaba muchos relatos del parto...). Ya teníamos suficiente desconfianza y mal rollo como para llevarnos a una situación de bronca. Le pedía que no discutiera, él se empeñaba que sí, en fin... Con la puerta cerrada tuvimos que aguantarnos a partir de ahora y se acabaron los paseos. La matrona trajo la pelota para “aliviarme el dolor”, pero no me sirvió de nada, aunque durante todo el embarazo había entrenado en ella cada día...

De repente empecé a sentirme fatal. Falta total de aire, debilidad, contracciones muy fuertes que no cesaban. Los pitidos del latido de mi niña mostraban la mitad de los valores que estábamos viendo normalmente. Se montó un gran revuelo, de pronto mucha gente con batas rosa, amarilla y blanca irrumpió en la sala, entre ellas la morena con unos ojazos de susto y mueca de pavor. Me cubrieron la cara con la mascarilla de oxígeno, “respira, respira!”, me desenchufaron de todos los chorros y La matrona me inyectó algo con la jeringuilla en la muñeca. Mientras ese líquido corría por mis venas y me devolvía el bienestar (sería una droga potente, pero nunca supe qué fue), observaba con cierta curiosidad como todo el gremio estaba petrificado y callado, esperando ansiosamente el resultado en el monitor. Y la morena borde dejó de ser borde, más bien se transformó en un osito peluche, sujetándome suavemente por la mano y acariciándome: “Tranquila, cariño, tranquila”...

¡Pues claro que yo soñaba con estar tranquila! Obviamente, mi bebé no pareció estarlo y tuvieron que drogarla para que su corazón volviera a latir con energía. Cuando todo se calmó, decidieron ponerme otro tipo de correas de monitorización, estas que casi atan a la cama, ya que las otras funcionaban mal y la señal se perdía a menudo. A partir de entonces, las 6 horas siguientes del parto fueron solo un dolor, intenso e insoportable. La pelota no me daba alivio, me dolía más al sentarme, cualquier posición o ejercicio de la pelvis para sobrellevar las contracciones parecía un calvario.

Solo me aliviaba poder colgarme de los brazos de mi querido N., que lo soportaba todo con una dignidad, amor y paciencia, aunque ya tuviese la sangre hirviendo por esa gente. La matrona me enseñó un truco para retener y soltar aire poquito a poco, pero acabé ahogándome sin poder soltar el aire de golpe. Mi boca pedía estar muy abierta.

Ya empezaba a soltar sangre y otros líquidos junto con las contracciones. Necesitaba beber, me dejaban muy poco. Me enganché a los valores en los monitores para “prepararme mejor” a cada contracción que venía: empezaba con 25, subía a 44, 60, 80, solo al principio, porque luego pitaba los 120, 125, 140 y ya no bajaba a menos de 40, luego 70, luego 80...Creo que al final me estresó mucho más estar pendiente de esos números, pero no había manera de ignorar los malditos pitidos y las luces rojas que destacaban en la habitación blanca, ya sumergida en la oscuridad de la noche. Y además, era una manera de centrarse en el “enemigo” que avisaba sobre sus maniobras horribles con sonidos y parecía que así me dictaba un cierto ritmo de rebeldía contra él. Me pilló la contracción en el baño, carajo, qué dolor, me sujeté al lavabo, pero era desesperante...Me di cuenta que no segregaba nada de endorfinas, que me dominaba la “syntocina”. No me dejaba ni respirar, mis sentidos poco a poco iban perdiendo fuerza ya que mis ojos veían a través de una densa nubla, no oía bien lo que me decían y lo peor, no podía hablar claro, no solo en castellano (de repente no supe construir una frase entera), sino también en mi lengua materna es que balbuceaba más que emitía sonidos articulados. Creía que me desmayaba o estaba cerca, porque no podía aguantar en ninguna posición y al tumbarme me faltaban fuerzas para estar de pie - venía el peor dolor posible.

Sospeché que estaba sufriendo en vano en vez de estar pariendo. Llamé a la matrona del turno nuevo (sobre las 21.30), y la pedí que me hiciera un tacto para ver la dilatación. Tal y como sospechaba, casi nada. 11 horas después, dilaté 1 centímetro más! Gran éxito del syntocinon. A la matrona no se le ocurría nada que decir, pero yo entonces, con los restos de mi fuerza dije: “Nunca quise ponérmela, pero veo que no podré soportar esto otras 12 o 24 horas más, por favor, dame la epidural”. La otra, con un estoicismo, contesta: “No te sientas culpable por pedirla. A veces nos imaginamos el parto diferente a lo que es”. Ya no tenía fuerza para decirle que aquello no era un parto sino una exhibición del poder de la medicina y química del laboratorio. Un parto empieza y termina cuando el niño lo pide, no cuando lo decida una morena mal educada.

Llamaron al anestesista, que a esta hora tenía “mucho trabajo”. Había que esperar, estaba yo a la cola de la lista de las “epiduralizadas”. Se las oía gritando por allí – había una gitana al ladito, que daba rienda suelta a sus gritos, pensé “qué exagerada”, pero a la vez, qué suerte tener tantas fuerzas, yo ni eso...Cuando apareció el médico dicharachero, mi cuerpo estaba ya muy débil y extenuado, no sé como hice todo lo que él me pidió con el dolor que suponía inclinarme, parar la respiración durante la contracción, firmar el papel (jamás di una firma más ilegible que aquella)...Eran casi las 23.00.

Siempre me imaginaba la epidural como el mayor enemigo del parto normal, y qué gran sorpresa me esperó al sentir que mi cuerpo se curaba de sus heridas. La sensación del bienestar corría por mis venas, me abrazaba por fin una tranquilidad que tanto deseaba...La cara de mi pareja también cambió, ahora estaba tan aliviado. Poder tumbarse y descansar, qué gozada...¡Hasta nos echamos una cabezadita! En más de una hora vino la matrona y me hizo un tacto. ¡A que no se lo esperaba! Dilaté hasta los 10 centímetros en ese pequeño espacio de tiempo. Por desgracia, me enchufó el syntocinon para pasar al expulsivo, que tampoco iba a ser inmediato, pero ella confiaba en que yo podría hacerlo pronto. No me iba a doler, dijo, pero notaría las contracciones suficientes como para empujar. Bueno...Esa fue la teoría, porque sobretodo notaba los pitidos y los números en rojo en la cabecera de la cama, pero de allí a enterarme plenamente de las contracciones, no estaba tan segura. La epidural que me inyectaron fue la fuerte, para estar en la cama tenía prohibido (e imposible, entre la monitorización, los chutes de un lado y el catéter de la epidural por detrás) moverme. Cada cuanto tiempo me metían una sonda para sacar la orina y solo podía mojarme los labios con el agua, aunque la sed era insoportable (seguíamos en una noche de calor en el medio de la primavera). Decían que podía vomitar si bebía agua...Vaya plan. La epidural no me dejaba sentir nada del sondaje, tan solo observar las manos de la matrona, ya que todavía estaba tumbada en la cama.

Sobre las 2 llegó la matrona y encendió las luces fuertes (hasta ahora estaban tenues), trajo unas enfermeras con un montón de cosas, una especie de horno con lámpara para la niña (no querían explicármelo mucho), me montaron en el potro y dijeron que llegó la hora del expulsivo. La matrona expresó su confianza en que lo podía hacer yo, aunque no sintiese mucho las contracciones. “Tú empuja cuando notes que llega la contracción”. Bah! Yo las notaba porque VEÍA los números en el monitor, pero a mi cuerpo epiduralizado le daba totalmente igual. Resultó que no sabía hacer los pujos dirigidos por supuesto, ya que nunca fui al curso de preparto con la matrosauria de mi barrio. La enfermera me explicó cómo hacerlo. Le hice caso, a por ello. Sentí un flujo de fuerza dentro cuando ella dijo “tú puedes”, aunque en la práctica no lo veía del todo posible. Empujé lo que pude, ella me animaba, decía que faltaba poco y que lo estaba haciendo bien. No sé cuánto tiempo duró eso...Sin dolor no me importaba la duración, por mí podía haber empujado así horas y horas, a pesar de hacerlo en contra de la gravedad y con el cuerpo totalmente desprovisto de sus fuerzas naturales, desaprovechando mis buenos músculos de piernas y abdomen, que durante tanto tiempo había preparado para el parto, si todo eso hubiese servido para evitar los desastres que nos hicieron a continuar.

De repente la matrona miró nerviosa a los monitores. Dijo que la niña se quejaba, pero que pronto salía, venga a empujar. Sin embargo, el motivo de su preocupación no desaparecía. Me giraron el cuerpo hacia el lado derecho, esperando que la bradicardia parase. No paró. En pocos minutos la sala se llenó de gente, cuyas caras ni me acuerdo del todo bien, aunque de sus manos y codos sí... Me obligaron a coger la respiración más fuerte que pude y pararla en el medio del pecho. En ese momento la matrona más grande que he visto en mi vida, de unos cien kilos y cara muy simpática, me daba golpazos en el abdomen con su codo, luego con todo su cuerpo. En serio, pensaba que me estaban matando. ¡Me quitaban la respiración! Y sí que sentía el dolor de los golpes, el único que traspasaba la barrera de la epidural. Lo que tuvo que sufrir la niña! Mis pulmones se quedaban sin aire, pues los suyos que aún no respiraban...

Y ese fue el principio del triste final. Echaron a mi pareja de la sala. Para que no viera lo peor. Yo tampoco lo vi, aunque por un medio segundo percibí el resplandor de un trozo de metal, que resultaron ser los fórceps, en las manos de la rubia ginecóloga. No vi ni sentí cuando me hicieron la episiotomía, tampoco me lo anunciaron, para qué...Luego me explicaban que era por “rutina”. Fueron unos segundos o unos minutos, nunca lo sabré, y cuando las secuencias bailan tan inesperadamente todo se vuelve muy borroso y fluido. Yo, inmovilizada en mi potro y con las luces cegándome la cara solo pensaba en que la niña naciera ya. La matrona gritó a la enfermera, empujándola casi del paritorio, para que corriera a por N., que entró cuando ya habían sacado a mi hija que estaba sobrevolando el potro en manos de una de esas mujeres y me la estaban poniendo encima de mi cuerpo, al lado del pecho.

Mi niña estaba temblando. Pequeñísima que resultó ser, morenita, con sus marquitas de los fórceps en la frente y la nariz deformada, su cuerpo estaba blanco, pálido, tirando a verde y su piel arrugadita. Ni siquiera desprendía mucho calor, estaba más bien templadita. No lloraba mucho, estaba temblando, con sus pequeñas manitas fuertemente cerradas y los pulgares para dentro. No me miraba, estaba asustada y encogida. Sus labios solo querían encontrar la teta, ya que tendría mucha hambre. Pronto la encontró, trepando como pudo sobre mi pecho y se enganchó sin problemas, con firmeza. Mientras nos aliviábamos mutuamente, mucho estaba pasando alrededor de mi vagina, que yo seguía sin ver ni sentir. Pregunté a N.: “¿qué me están haciendo?” “Te están cosiendo”. Acababa de enterarme que me habían hecho la episiotomía, lo único que faltaba en el catálogo de intervenciones violentas. Y aún no sabía yo por entonces que esos “puntitos” me iban a costar dos semanas sin poder andar, sentarme, drogada con analgésicos y cinco meses de dolores cada vez que hacíamos el amor. La matrona tenía cara de mucho cansancio, eran las 3.40 cuando salió mi niña, pero ella y la médico seguían trabajando al menos una hora más, cosiendo (miedo me daba cuántos puntos!), sacando las membranas desgarradas que se quedaron absorbidas en el útero, a pesar de que la placenta salió sola 5 minutos después. Nadie me la enseñó, me imagino que la tiraron al cubo de desechos, igual que el cordón que me temo nadie esperó a que dejara de latir por el miedo de que la niña tuviese problemas. Ni tampoco lo pude donar a ese hospital tan altruista con muchos y tan mezquino con otros, porque los fines de semana no recogían la sangre del cordón. La ginecóloga rubia, experta en hacer daño a mi vagina, hizo gala de sus habilidades otra vez, recorriendo con sus torpes manos mi canal de parto decenas de veces, en busca de las membranas rotas, maldiciendo la mala suerte, masticando palabras, poniendo caras feas. Se veía que la situación se le complicaba y me estaba haciendo más daño de lo que debía a pesar de la epidural seguía sintiendo su mano expansiva...Al día siguiente ella misma, preocupada y con una cara de culpa, vino a ver el estado de mi vagina, aunque no era su turno...

Cuando acabaron, pesaron y vieron a mi hija, sacaron el horno que no sirvió de nada y al menos nadie se la llevó, nos dejaron solos, con poca luz y tanta alegría a través de las lágrimas. Le canté una canción linda para darle la bienvenida, la letra parecía profética: “Dicen que no dormía, no más se le iba en puro llorar”. Nos abrazamos y sentimos que por fin se acababa la pesadilla. A la vez comenzaba otra, porque ese parto en contra de toda la lógica le costó a mi hija unos problemas de tono muscular y cognición que sigue pagando meses después...pero esta ya es otra historia.