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El nacimiento de José

Todo mi embarazo me atendí con un equipo de obstetricia a favor del parto respetado. Especialmente el obstetra que me realizó los controles periódicos. Mi embarazo transcurrió con mucha salud y paz, con sus síntomas y molestias naturales. Me preparé para el parto pensando en que el parto no implica sufrir, que el dolor es natural y que con cada respiración ayudaría a mi bebé en su camino de llegada al mundo.

El día de la fecha probable de parto, 10 de septiembre, comencé a sentir contracciones cada 5 minutos, aunque extrañamente no era tan doloras (ni siquiera sentía necesidad de respirar como me habían enseñado). Esperamos unas horas con mi marido y salimos hacia el hospital. Cuando llegué, súper fresca y alegre, la doctora de guardia me vio y me dijo que era normal que las primerizas nos confundamos, que me iba a dar cuenta de cuando las contracciones llegaran porque realmente eran dolorosas (en ese momento me sentí un poco tonta, pero después me di cuenta de que tenía razón). Me hizo un tacto y apenas tenía 1 cm de dilatación y en 10 minutos no había tenido ni una contracción. Para decir la verdad, me volví a mi casa con un poco de mal humor…

Al día siguiente, el 11 de septiembre de 2014, en la madrugada me desperté con contracciones más intensas que el día anterior, pero cada 10 minutos. Luego de unas horas, cuando las contracciones comenzaron a ser más frecuentes y cada vez más dolorosas (al punto de no querer hablar ni moverme cuando llegaban) decidí ir a la clínica. Creo que ir al hospital entorpecía mi trabajo de parto porque al llegar, las contracciones se espaciaban. Cuando nuevamente la doctora de guardia me hizo un tacto vaginal, todavía tenía 2 cm de dilatación y apenas tuve una contracción muy dolorosa en 10 minutos. Así que me recomendó ir a casa, para que transcurriera allí el trabajo y que aguantara lo que pudiera, que si volvía en unas horas ya me iba a quedar internada (a la tercer consulta tienen la obligación de hacerlo). Volví a casa, apenas comí algo (que después vomité) y me di una ducha. Las duchas son muy relajantes y me ayudaron mucho a avanzar el trabajo de parto, tanto así que ya sentía más presión en el recto y me agarró una gran ansiedad por ir nuevamente al hospital. Salimos con mi marido y mi mamá, que había pasado esa mañana y se quedó para acompañarme.

Cuando llegamos a la guardia, las contracciones eran muy fuertes y me costaba caminar. Las respiraciones me ayudaron mucho a pasarlas. Eran casi las 4 de la tarde. La doctora me hizo un tacto y ya tenía 8 cm de dilatación! En seguida me llevaron a la internación. Mi marido me acompañó en todo momento, y si bien su apoyo fue vital, me hizo falta la presencia de una partera, ya que en el hospital llamativamente no trabajan con ellas.

Mi obstetra estaba de guardia ese día. Siempre nos trató con mucho respeto, dándome la libertad de moverme donde quisiera, oscureció la habitación cerrando las cortinas para que me sintiera mejor, me recomendó sentarme al inodoro en las contracciones…

Nunca sentí la necesidad de pedir analgésicos o anestesias, ya que luego de cada contracción seguía un momento de paz y relajación, y lo único que quería era dormir. “Son tus propias endorfinas” me dijo el obstetra. Si me ponían calmantes para el dolor, estaba segura de que me iba a quedar dormida, y no quería eso.

Aún sigo pensando que el hospital me afectaba subconscientemente, ya que las contracciones perdían fuerza, pasaban las horas y seguía dilatada en 8 cm. Me preguntaban si sentía ganas de pujar y yo no lo sabía (ahora sé que las ganas de pujar son inconfundibles e inevitables, y si a una le preguntan y dice “no sé” es porque no tenía ganas). Entonces los doctores decidieron romperme la bolsa para acelerar el proceso; y así fue. Las contracciones regresaron con más intensidad y sentí las ganas de pujar. Es como una sensación irrefrenable y fuerte de hacer caca!

Me trasladaron a la sala de partos (no sé cuanto tiempo habré pasado ahí), y me recostaron sobre la camilla. A cada contracción me pedían que pujara. Lo hacía sacando fuerzas de lo más desconocido de mi alma, porque realmente estaba tan cansada que no sé de dónde me salía la fuerza. Como en la camilla sentía que me costaba mucho, mi obstetra me ofreció sentarme de cuclillas en un banquito que ellos tenían preparado. Es de destacar la buena predisposición de los médicos para inclinarse en el suelo de rodillas para ayudarme a parir. Así fue que en varios pujos salió mi bebé. Fue mucho dolor el que sentí en ese momento, nunca creí que ahí sería cuando más lo sentiría. Me rompí toda, en cuerpo y alma. “No doy más…Me duele!!!” recuerdo haber gritado. No me hicieron episiotomía, tuve un pequeño desgarro que luego me cosieron. Fue el dolor más fuerte que sentí en mi vida; me provocó un quiebre espiritual que creo que me cambió para siempre. Ahí supe por qué el momento del parto es un recuerdo en la vida de las mujeres que jamás se olvida. Junto con el bebé, nace una nueva parte de una mujer y muere otra.

José nació a las 20.20 hs. Nunca dudé de su salud porque siempre se movió con mucho vigor. Cuando lo pusieron en mis brazos, miles de pensamientos se atoraron en mi cabeza. Nunca me voy a olvidar su carita y sus ojitos enormes mirándolo todo a su alrededor. Confieso que en ese momento me costó sentir algo por ese pequeño, porque solo quería que el dolor de mi vientre, vagina y vulva se aliviaran. Ya no soportaba más.

Se llevaron al bebé al cuarto para pesarlo y vestirlo y le pidieron a mi marido que los acompañase, pero él se quería quedar conmigo… Había demasiada sangre derramada. Mientras los médicos se preguntaban de dónde salía tanta sangre, me llevaron de nuevo a la camilla y me pusieron pastillas de prostaglandinas y una inyección de oxitocina sin darme demasiadas explicaciones. Yo no sabía que pasaba. Me sentía desvanecer, se me borraba la visión, escuchaba los sonidos débiles, se me dormían las piernas y los brazos… Me pusieron un suero. Pedía explicaciones y nada… Hasta que uno de los médicos anestesistas a los que habían llamado me explicó que había tenido una “atonía uterina”. Mi útero había dejado de contraerse luego del desprendimiento de la placenta y los vasos sanguíneos quedaron abiertos. “Por eso es importante que los partos sean institucionalizados, sino no contabas la historia”… fue lo que me dijo…

Una vez que me estabilizaron, me dejaron sola unos minutos en un pasillo hasta que vino un camillero a buscarme. Mi marido y mi bebé ya estaban en la habitación. Yo ahí, luego de una tormenta de acontecimientos físicos y emocionales… estaba sola y en silencio, una soledad casi desconsoladora. Nadie.

Cuando llegué a la habitación y vi a mi bebé con su papá, rompí a llorar. Solo quería abrazarlo y amarlo por todo lo que no hice en el minuto en que me lo dieron en brazos cuando nació.

Yo no vi nada. Ni mi traslado al quirófano cuando estaba en trabajo de parto, ni la sangre que perdí, ni la placenta que se fue, ni cuando él nació. No quise hacerlo, solo quería estar concentrada en la oscuridad de mi mundo interno para permitirle el paso a la vida a ese nuevo ser. Sin embargo, lo vi todo con mi alma. Me costó unos días poder relatar mi parto sin llorar. Estuve angustiada por no haber tenido un parto como me dijeron que podía ser, maravilloso con un dolor que no era tanto… Para mi lo fue… y me asusté mucho por la hemorragia. Esa noche no pude dormir, pensando que podía no despertar! Me había quedado muy angustiada.

Ahora que lo pienso, mi madre fue la única sincera en contarme lo que ella sintió cuando nací… un dolor inconsolable. Le agradezco, porque así siento que no fui la única, que no fui una rara o una exagerada, y que sobre todo no fui mala madre por haberlo sentido así.

Me quedaron muchas preguntas luego de vivir esa experiencia. ¿Me hubiera pasado lo mismo en mi casa? Quizás no. Pero es algo que nunca voy a saber. ¿Se podría haber evitado la fatiga uterina? ¿Con calmantes para el dolor habría parido mejor? ¿Una partera me habría ayudado más? ¿Fue un buen parto? Son cosas que no sé… Solo sé que fue mi parto.

Alguna mujer por ahí me dijo que el dolor del parto es un dolor que se olvida. A pesar de todo, puedo decir que así es. La sonrisa de mi bebé lo supera todo y desde ese día una nueva ventana se abrió en mi espíritu para percibir el mundo con otra mirada, lleno de amor y alegría.