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El nacimiento de Ariadna

"...la gente pasaba por delante de mí sin mirarme. Iban de un lado a otro. Hablaban de mí como si no estuviera: “esta parece que se queda ¿no? Pues sí, para una noche que no hay nada, raro era. Que la pasen ya a la dilatación y que se empiece pronto”. Yo alucinaba. Pero ni se me ocurrió protestar por el trato; jo, son mis compañeras y yo quiero ser matrona. Quiero ser como ellas, pensaba. Menos mal que no lo soy..."

Hace ya más de seis años que nació mi hija Ariadna y hoy he decidido ponerme a escribir las circunstancias de su nacimiento. Quizá sea un poco tarde para recordar algunas cosas, pero las sensaciones, las emociones y los recuerdos están ahí. Y ahora, cuando estoy a punto de parir otra vez, puede ayudarme a ventilar fantasmas y a conocerme un poco mejor.

Cuando decidimos tener un hijo, no pensé que la vida me iba a cambiar de esta manera. Yo siempre quise ser matrona. Por entonces, trabajaba como enfermera en UCI y estaba dentro del sistema como la que más. Me creía yo feminista y mujer independiente; me creía yo que la maternidad es un trámite más en la vida de las mujeres, pero que no modifica su forma de ser y pensar. Me creía yo, ilusa de mí, que mi vida sería la misma, pero más llena. La primera lección que me dio mi hija fue que estaba tremendamente equivocada.

Me quedé embarazada al primer intento. Estaba feliz, contenta, pletórica. Ni se me pasó por la cabeza dejar de trabajar. Ni se me pasó por la cabeza que tenía mucho que aprender; yo ya sabía todo lo que tenía que saber sobre la maternidad: el proceso anatómico, la fisiología (jajajaja, me río ahora de pensar que me quería yo creer que sabía lo que era un parto), los cambios de la mujer embarazada… lo sabía todo y no tenía ni idea de nada. No estaba para nada conectada conmigo misma. Lo vivía todo como si fuera otra; desde fuera, sin implicaciones emocionales exageradas. Compartiendo al 50% la responsabilidad del ser padres, como si eso fuera posible. Vivía fuera de mí.

Mi embarazo de Ariadna fue convencionalmente controlado: iba a la seguridad social y al ginecólogo de paga. Me hacía pruebas de todo tipo y aunque me pasaba la vida diciendo a todos que las embarazadas no son enfermas y por tanto deben seguir su vida normal, yo sentía la enfermedad de mi gestación a través de los continuos controles, analíticas, la diabetes gestacional supuesta, la lumbalgia, los ardores, los edemas, la amenaza de parto prematuro… Sin embargo, no tengo mal recuerdo de mi embarazo. Me quedo con la sensación impresionante de sentir al bebé por primera vez; de ver cómo crece la barriga, cómo se mueve, la emoción de ser madre…

Después de ir varias veces al hospital por contracciones, aquel día parecía uno más. Estaban mis amigos en casa. Me trajeron ropita para Ariadna. No me habían dado nada hasta ese momento porque me negaba a recibir ningún regalo hasta que “el feto no fuera viable”. Tenía contracciones, como todos los días, aunque parecían un poco más fuertes. Recuerdo la cara de un amigo, Mon, que estaba sentado enfrente de mí; cada contracción que me venía hacía que me pusiera roja como un tomate. No dolían. Molestaban un poco, pero no dolían. El pobre ponía una cara de susto cada vez que se daba cuenta de que me ponía roja, que a mí me daba risa. Evidentemente, no estaba de parto, sólo prodrómica. Pero yo era la primera del grupo en ser madre; y el desconocimiento (ahora lo sé), el gran desconocimiento que hay alrededor del parto y su fisiología, hace que el miedo sea algo tremendamente contagioso. Y empezaron a ponerse nerviosos. Todos. No paraba de preguntarme si no me tendría que ir ya al hospital. Yo intentaba tener calma; después, aún es pronto. Al final, se fueron rápidamente, y yo me fui al hospital. Las contracciones eran aún irregulares, no dolían, podría haber estado en casa y muy probablemente se hubieran parado. Pero fui al hospital. Y fue mi perdición.

Llegué a la Arrixaca sobre las nueve y media o diez de la noche. Las contracciones seguían, aunque de forma irregular. Seguían sin doler, o al menos no recuerdo el dolor. Me valoró un adjunto en la puerta, cosa rara, pero se ve que lo pillé de paso y como yo era “enfermera de la casa”, me hizo el “favor” de hacerme un Hamilton (ese dolor sí que lo recuerdo) porque estaba de 2-3 cm, el cuello casi borrado y estaba favorable. Tenía los pies muy muy hinchados, y eso le preocupaba. Pasé al monitor. Por el camino había llamado a mi amiga Ana (que también es enfermera) para que me acompañara si me quedaba de parto.

El monitor reflejaba ahora contracciones más intensas. A mí seguían sin dolerme las contracciones, sólo me dolía la vagina del tacto brutal. Pero estaba muy contenta porque, esta vez sí, me quedaba. Me hacía mucha ilusión porque al día siguiente era el cumpleaños de mi hermana Paloma, y me gustaba mucho la idea de que mi hija naciera el mismo día, el 8 de marzo, día de la mujer trabajadora. Así que yo estaba felizmente observando el monitor en aquella sala, sola, pensando cómo lo vería una matrona (la futura matrona que había en mí). Y entonces vino el primer palo. Una matrona pasó por mi lado; sin saludarme, sin mirarme a la cara a pesar de mi saludo, se acercó al monitor, lo miró, me miró y me dice en un tono despectivo: “¡qué nerviosa estás! Parece mentira, ¿es que no has hecho la preparación al parto?”. Me quedé helada, casi tartamudeando, le contesté que la verdad era que no, que empecé pero había estado ingresada por amenaza de parto prematuro y no había terminado. Me quedé petrificada porque yo no tenía sensación ninguna de estar nerviosa, sino todo lo contrario. Estaba contenta porque por fin iba a parir, aunque no tuviera ni idea de dónde me estaba metiendo. Ni me contestó y se fue. No me dijo ni si el monitor estaba bien o mal; ni nada de nada. Y eso que soy compañera de la casa, pensé.

Eran las diez y media o así; la gente pasaba por delante de mí sin mirarme. Iban de un lado a otro. Hablaban de mí como si no estuviera: “esta parece que se queda ¿no? Pues sí, para una noche que no hay nada, raro era. Que la pasen ya a la dilatación y que se empiece pronto”. Yo alucinaba. Pero ni se me ocurrió protestar por el trato; jo, son mis compañeras y yo quiero ser matrona. Quiero ser como ellas, pensaba. Menos mal que no lo soy.

Me pasaron a la dilatación. Me cogieron una vía, me rasuraron y me pusieron un enema. Nadie me pidió permiso para nada, ni me explicó nada. Tampoco lo viví como una agresión, pues yo sabía que ése era el protocolo y los protocolos hay que cumplirlos. Nunca me pregunté para qué se hacían las cosas; eran así y punto. Yo formaba parte del sistema. En el baño, mientras echaba el dichoso enema empecé a pasarlo mal. ¡Qué dolor más desagradable! ¡Qué sensación de vulnerabilidad y abandono! No dejaban a mi marido estar conmigo porque el protocolo no lo permitía; no había nadie más en la dilatación, que es doble. Sin embargo, allí estaba yo, sentada en aquella taza (cualquiera era capaz de evacuar a pulso, sin sentarse), con aquellos retortijones, con aquellos dolores que empezaban a ser de verdad insoportables, y aquella impresión de estar muriéndome sola en el wáter. Pensé que si me daba algo allí dentro, nadie se enteraría hasta horas después.

Al salir del baño, vi una cara conocida. ¡Qué ilusión! Era un viernes por la noche y había residentes de matrona. Una de ellas, era una compañera mía de carrera. No es que fuéramos amigas, pero hay que ver qué alegría da ver una cara conocida, aunque sea poco conocida. También llegó mi amiga Ana, que como iba vestida de pijama del hospital, pudo pasar sin problemas. Mi marido no pasó en ningún momento. Ni mi madre, ni mi hermana. Si no hubiera estado mi amiga Ana, habría pasado por todo aquello sola. El dolor me estaba empezando a dominar. Yo tenía, además de mis edemas, una ciatalgia bilateral; es decir, me fallaban las dos piernas y andar era para mi cuerpo un esfuerzo impresionante. Llegué hasta la cama sin que nadie fuera capaz de echarme una mano. Me pusieron el monitor, me enchufaron un suero (limpio supongo, porque iba sin bomba), la matrona (que no se presentó y que reconocí por la voz años después) me dijo que me iba a explorar y me rompió la bolsa. No me pidió permiso ni me dijo el motivo, simplemente, lo hizo. A partir de aquel momento las contracciones fuero mucho más dolorosas. Y llegaron los vómitos. Vomitaba con cada contracción. Me dolían los ojos. La luz era brillante y cegadora. Empecé a perder la sensación del tiempo y el espacio. Me pusieron oxitocina; vi la bomba y sentí el aumento desmesurado del dolor.

Estaba en la cama, de lado, retorciéndome y vomitando, con los ojos cerrados. Me daba igual todo, pero todo me molestaba. Recuerdo que Ana hablaba con una chica que había estado con ella en otro sitio, no recuerdo cuál. El caso es que se iba a casar, o se acababa de casar o algo así, y estaban hablando de su cocina. Y yo pensaba que me moría y las pavas hablando de sus cosas sin hacerme ni puñetero caso. No lo dije, pero me sentí tremendamente sola y cobarde. Yo tenía que mantener el tipo y portarme bien.

Al entrar en la dilatación me preguntaron si quería epidural. Por supuesto que sí. Firmé los papeles y ahora estaba esperando que llegara el anestesista a ponerme ya la droga bendita que me quitaría ese dolor tan horrible que me estaba partiendo en dos y no me dejaba respirar. Pero algo iba mal. Yo oía el monitor, las deceleraciones del latido cardíaco de mi hija con cada contracción, con cada vómito, pero era incapaz de pensar. Recuerdo la voz de la matrona diciendo que respirara durante la contracción, que le mandara oxígeno a mi hija. Y yo pensaba: “maldita p…, si me ahogo en mis vómitos cómo c… voy a respirar”. Era horrible. El latido caía pero no pensé que era un problema. El anestesista estaba allí, preguntando qué esperábamos. “Eso digo yo”, pensaba. Y el tiempo pasaba o no pasaba, no lo sé. Me sentía como una muñeca rota. Triste, porque no conseguía entender nada. Hueca, como si todo aquello no me estuviera pasando a mí.

Venía gente, pero no puedo decir si pasaban por allí, si eran del paritorio o quién era. Sólo sé que yo tenía los ojos cerrados y la impresión de que habían montado una fiesta a mi alrededor que me estaba volviendo loca.

Decidieron ponerme la epidural. Para eso, tenía que ir andando hasta otra sala. Me acompañó la residente, que no era la que yo conocía (otra cosa que me dejó un poco fría pues pensaba que me haría un poquito de caso por eso de ser compañeras de carrera). Sólo pensaba en llegar hasta allí, cojeando como iba, con el dolor clavado en el cuerpo y con más miedo que vida en el cuerpo. Y tenía que estar muy quietecita para que me pincharan bien. Me pusieron el catéter. Vuelta a la dilatación. Aún sin medicación, claro.

Al llegar a la dilatación de nuevo, a la cama y el monitor. Pum, pum, pum… pum….pum…..pum……..pum……….pum…. cada vez más lento. “Ponte de lado, abre el suero, para la oxitocina, y explora a ver cómo está. 8 cm, cabeza muy alta. Vamos a paritorio a hacer un pH”. Yo trabajaba en UCI y sabía que un pH es un parámetro de la acidez de la sangre y te dice si el metabolismo está desajustado. En este caso, el pH se le hace a mi hija, en su cabecita. Pero yo estoy tan dispuesta; al fin y al cabo la tecnología es la mejor herramienta. Me subo al potro. Tengo mucho dolor, pero me da la sensación tonta de que andando de un lado a otro como que tengo menos. Será la epidural, pienso. Me meten un espéculo y abren mi vagina. “Veo unos pelos negros”, dice la ginecóloga. Sonrío. Mi hija está ahí, no me lo puedo creer. La oigo trajinar y refunfuñar; le está costando mucho trabajo sacar la muestra. Pincha al menos 3 veces en la cabeza de mi hija. El resultado es malo: 7,19. No es exagerado, pero está bajo. Mi hija lo está pasando mal. Recuerdo la teoría: por debajo de 7,20 se considera sufrimiento fetal. Pero como que no asimilo esta información y pienso que ya queda menos.

Vuelvo a la dilatación y me enchufan el monitor. Sigue igual. La ginecóloga me dice que vamos a hacer una cesárea. Que ya estoy en completa pero la cabeza está muy alta y el bebé está sufriendo. Me quedo estupefacta. En ningún momento, a pesar de todo aquello, pensé que iba a terminar en el quirófano. Tengo miedo, mucho miedo. Quiero llorar, pero no me sale. Pienso en mi marido, el pobre, que por suerte no me está viendo así, tan mal. Me rasuran de nuevo, me ponen una sonda. Aún tengo mucho dolor. Menos frecuente, porque me quitaron la oxitocina. Son las 3 de la mañana.

Me llevan en cama al quirófano. Al salir, veo a mi madre, mi hermana y mi marido. Me asusto mucho cuando veo la cara que se le pone al verme. Tengo que estar realmente mal para que se pasme de esa forma. Me da un beso. Me voy.

No siento nada, sólo miedo. Tiemblo. Tiemblo muchísimo. Tanto, que es necesario amarrarme el pecho a la camilla. Ana se ha puesto de verde y me acompaña. La gente del quirófano es muy amable. “¿Tienes frío?”. “No”, pienso. Estoy acojonada. Me atan las manos y me cubren con los paños de campo. Las ginecólogas hablan entre ellas de las vacaciones, o de una excursión. El anestesista dice que pueden empezar y casi me da un infarto: ¡Alto! Yo siento que me está tocando. Durante una milésima de segundo creo que voy a notar el bisturí y me moriré del shock. Pero no es así. Nadie se molestó en explicarme que la anestesia hace que notes los tirones y el movimiento, pero no puedes moverte ni sentir dolor. Fue muy desagradable. Ahí ya fui totalmente una muñeca de trapo, destrozada. “Cuánto líquido”, decían, “tiene dos vueltas, está gordita, puf, esto no salía ni queriendo”. Oigo a mi hija llorar. No la veo. Se la llevan con el pediatra. Oigo el aspirador y el llanto cesa. Ha hecho un reflejo vagal; estimula, dicen. Yo lo oigo como lejos. Tarda una eternidad en recuperar el llanto. Parecen horas. Ana me dijo que fueron solo unos segundos, pero a mí me pareció un tiempo larguísimo. Son las 3:23 cuando mi hija nació. Menos de seis horas después de entrar por la puerta del hospital.

Me la enseñó Ana y aún me duele decir que cuando la vi, me quedé como si no fuera conmigo. Notaba cómo me cosían. Me sentía vacía. Se la llevaron. Al rato salí yo del quirófano y fui a reanimación. Me conectaron a todos los aparatos y me quedé allí, sola. Mi hija estaba en una cuna, debajo de una lámpara de calor, en la otra punta de la sala. Ni la enfermera se dignó a traerla, ni yo me atreví a pedirla. ¡Pobre hija mía! Tan solita. Y yo estaba como drogada, atontada, sin sentir nada de nada. Me asustó mucho esa sensación de vacío y, por supuesto, ni se me ocurrió decírselo a nadie.

Al rato de estar allí, vino a verme una auxiliar el quirófano. Al ver a la niña al otro lado de la sala, se indignó y me la puso al lado, para que al menos la viera. Recuerdo mirarle la carita y pensar: “¿y cómo sé que es la mía?” Si no fuera porque estaba completamente sola, lo hubiera preguntado, porque yo no sentía esa emoción, esa alegría, ese regocijo que todas las mujeres decían que sentías al ver a tu bebé. Yo no sentía nada de eso, y por ello me sentí culpable, mala madre, durante mucho tiempo.

No tomé en brazos a mi hija por primera vez hasta las cinco y media de la mañana, cuando llegué a la planta y le dije a mi marido que me la pusiera en la cama, pues yo casi no podía moverme. Tuve la enorme suerte de que se enganchó a la teta enseguida, sin problemas, a pesar de los pesares. Entonces empecé a enamorarme de ella. Poco a poco, cada día más.

Durante mucho tiempo yo recordé mi parto (o más bien mi NO-parto) como algo extraño. Me habían salvado la vida; a mí y a mi hija. Pero algo no encajaba. Algo se había roto dentro de mí.

Meses después caí en una depresión postparto que me hizo la vida muy difícil. A mí y a mi familia. Fue un puerperio complicado y doloroso. Inexplicable para mí, entonces. Una crónica de una muerte anunciada para mí, ahora.

De todo esto, he aprendido muchas cosas. Mi no vivir en mi cuerpo y en mis emociones me llevó a ser y tener el parto que tuve, pero también a caer en un pozo oscuro y misterioso (mi propia sombra), del que tuve que salir renovada y diferente. No sería la matrona que soy, con mucha probabilidad, si no hubiera vivido lo que viví. No sería la mujer que soy si mi hija no me hubiera enseñado este camino. Mi preciosa Ariadna no sólo me enseñó eso, sino muchas más cosas. Espero poder ofrecerle el regalo de ver nacer a Violeta. Espero que pueda disfrutar de lo que ella no tuvo a través del nacimiento de su hermana. Estoy de 38+5 y tengo contracciones cada 10 minutos. Esta vez, no me voy al hospital.

Choni