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Carta al Hospital Clínico Universitario Lozano Blesa de Zaragoza

Envío el relato de mi parto, en forma de la carta real que envié al hospital. Gracias por este espacio.

El pasado día [...] de [...] de 2014 nació mi hijo, en el Hospital Clínico Universitario Lozano Blesa, mediante una cesárea de urgencia.

Acudí el día anterior, estando de 41:4 semanas, a la cita con mi médico en el hospital que, tras realizarme una ecografía y una exploración (estaba de dos centímetros y el cuello del útero al cincuenta por ciento borrado), dijo de programar una inducción del parto para el día siguiente porque ya tenía poco líquido amniótico. Sin embargo, en la consulta, ante la sospecha de rotura de bolsa, me derivó inmediatamente a urgencias.

En urgencias, vino un médico que ni me saludó ni me miró a la cara. Dijo que me tumbara en una cama. Me exploró. Me hizo mucho daño. Esperó sin decirme nada. Entonces vinieron lo que deduzco que eran otra médico y varias residentes. La nueva médico volvió a explorarme. Más dolor. Tomaron una muestra para ver si tenía la bolsa rota. El médico hizo una broma sobre la muestra y las demás rieron. La prueba terminó y todos se alejaron sin decirme nada. Me enteré del resultado de la prueba porque les oí hablar a lo lejos. Era negativa.

Aún así decidieron que tenía que pasar a otro cuarto para volverme a explorar. Me volvieron a hacer una ecografía y a explorarme otra vez, mientras la médico les explicaba todo a las residentes y a mi nada. Al final, estando yo tumbada en la camilla, desnuda de cintura para abajo y abierta de piernas con los pies en los estribos, la médico decidió y me informó de que me iba a ingresar y a empezar la inducción ese mismo día. Al preguntar yo si no iba a ser al día siguiente como me había dicho mi médico, se sonrieron. La médico me respondió que por un día no veía sentido esperar, y que prefería hacerlo así para tenerme más controlada.

La médico le hizo a una residente explicarme el procedimiento. Me dijeron que el primer día se ponían prostaglandinas vía vaginal; si no me podía de parto, el segundo se volvían a poner prostaglandinas; y si no ya el tercer día se ponía gotero de oxitocina. Me pusieron las prostaglandinas. Más dolor. Después dijeron que ya podía vestirme, y fue entonces cuando me dieron a firmar el consentimiento de la inducción y la información por escrito sobre los riesgos de la misma.

Me llevaron a planta. Una vez allí, vino una matrona a explorarme (mucho más dolor) y a ponerme un monitor. Estuve tumbada en la cama, atada al monitor y sin poder moverme de postura, con contracciones cada vez más fuertes y un dolor creciente de lumbares, durante una hora y cuarenta minutos. Le dije a mi pareja que fuera a buscar a la matrona porque ya no podía aguantar más en aquella postura sin moverme. La matrona volvió a explorarme. Mucho más dolor.

Pasé la noche en vela con contracciones muy dolorosas. A la mañana siguiente temprano, vinieron a ofrecerme si quería rasurado y enema. Los rechacé, aunque no entendía por qué me los habían ofrecido. Luego vinieron una médico y una residente. La médico me retiró las prostaglandinas y me exploró (estaba de dos centímetros, y el cuello del útero al setenta y cinco por ciento borrado). Cada exploración era más dolorosa que la anterior. Y aún así, después intentó explorarme la residente; aunque estuvo un buen rato buscando por dónde tenía que hacerlo. Más dolor.

Entonces, sin darme explicación alguna, me informaron de que me llevaban a dilatación. En dilatación, sobre las 9:00, la matrona me puso oxitocina. Sobra decir que ahí empezó un dolor mucho más intenso. Al poco rato, justo cuando iba a pedir la anestesia epidural porque ya no podía con el dolor, la matrona me dijo que me iba a romper la bolsa para animar las contracciones. Pero, tras romper la bolsa, se perdía el latido del bebé en el monitor, y decidieron realizar un monitoreo interno. Como, según me informaron, había indicios de sufrimiento fetal, me dijeron literalmente que me iban a hacer “una pruebita”.

Me trasladaron a otro sitio, no sé dónde aunque parecía más un quirófano. Allí me hicieron lo que meses más tarde supe que era la prueba del Ph. No llevaba puesta aún ninguna anestesia. Fue lo más doloroso que había experimentado en mi vida hasta aquel momento. Además, como no podía relajarme por el dolor tan intenso, tensaba sin darme cuenta todo el cuerpo, y la prueba se alargó. Y el dolor también.

Me informaron solamente de que “el resultado de la prueba ha salido mal” sin decirme qué significaba eso. Y que, por lo tanto, “el bebé no podrá soportar las contracciones del parto” y que “hay que hacer una cesárea”. Aún tumbada y sujetándome las lumbares por el dolor, sin poder moverme de lo que me dolía todo, me pusieron un papel y un bolígrafo delante de la cara para que lo firmara. Pedí un momento, porque no podía moverme. Al cabo de unos segundos, me lo volvieron a ofrecer diciéndome “¿Ya?”. Apenas pude leer lo que ponía en aquel papel (sólo alcancé a ver que ponía “CESÁREA”), y tuve que firmarlo allí en el aire aún tumbada boca arriba.

Me prepararon para la cesárea. Me rasuraron. Y una mujer, supongo que una enfermera, dijo que “lo mejor para quitar los pelitos es esto”. Me pegó un esparadrapo a la piel y tiró. Y siguió repitiéndolo. Con cada tirón, yo daba un bote. Hasta que la matrona dijo “Le duele”, y ella me preguntó con sorpresa “¡¿Te duele?!”. Respondí que sí. Y matrona aclaró “Es que no lleva ninguna anestesia”.

Vino el anestesista. Se identificó. Me preguntó mi peso y mi altura. Yo se lo dije. Me explicó lo que iba a hacerme y cómo iba a pasar. Aún me temblaban sin control las piernas debido a la prueba del Ph. Me pinchó tres veces. Tres pinchazos dolorosísimos. Desconozco sin los tres pinchazos eran necesarios o no; tampoco sé el tipo de anestesia que utilizó. Después me tumbaron. Al cabo de tan sólo unos segundos comenzó la operación.

El anestesista me había dicho que sentiría “unos tironcitos”; y que en un momento dado notaría una presión en el pecho, pero que él me avisaría cuándo. Sentí desde el primer corte. Ese corte no dolió, pero noté cómo me cortaban. Y, según iban avanzando, las sensaciones se iban haciendo cada vez más y más intensas. Hasta que no pude aguantarlo y empecé a llorar del dolor. Aquello distaba mucho de ser unos simples tironcitos. Daba la impresión de que me estaban arrancando las entrañas; de que me tiraban de mis órganos con gran fuerza y me los arrancaban de cuajo. Y el dolor iba a más. Yo lloraba cada vez más fuerte, sacudiéndome sin cesar de cintura para arriba, de un lado a otro, como si así pudiera escapar de aquella tortura. Pensé que alguien se giraría hacia mí y me preguntaría sorprendido qué me pasaba, pero nadie lo hizo. Al rato, una mujer que estaba junto a mí me preguntó tranquilamente “¿Te duele?”. Intenté responder que sí, pero el dolor era ya tan fuerte que ni siquiera era capaz de hablar. Sólo alcancé a decir “Ssssss…”. Pero entonces la mujer respondió “Es imposible que te duela. Eso es que te has puesto nerviosa.”. En ese momento tuve un shock. Creí que aquello era lo normal en una cesárea, y sentí que yo estaba loca. “Si esto no es dolor, ¿entonces qué es?”, pensé. La mujer me intentaba tranquilizar diciéndome que respirara porque si no me iba a marear, o preguntándome cómo se iba a llamar mi bebé. Al no responderle, me dijo "¿No te acuerdas?”. Aquel dolor insoportable duró lo que me pareció una eternidad.

Por fin sacaron a mi hijo. Eran las 11:01. Lo vi apenas un segundo de refilón, y se lo llevaron. Lo oí llorar dondequiera que estuviera. La mujer me dijo que enseguida lo traerían para que lo viera, y que me soltarían una mano (tenía las manos atadas) para que pudiera tocarlo. Nadie me desató la mano. No sé cómo, tiré con todas mis fuerzas y pude soltármela yo. Pude ver y tocar a mi bebé unos segundos, aunque ya estaba vestido y sólo se le veía la cara, y sólo alcancé a rozarle con un dedo mío en su mejilla; ni siquiera pude verle los ojos (estaban cerrados, con una pomada). Se lo volvieron a llevar.

El anestesista volvió a preguntarme mi peso. Le volví a responder. No dijo nada más. Desconozco si entendió mal mi peso la primera vez, o si hubo algún otro fallo. No tuve ninguna explicación. Entonces se acercó a mí por primera vez el médico que me había operado, para decirme que todo había ido bien y que había sangrado muy poco. Me enteré por el informe del alta que me habían retirado la placenta de forma manual. Tampoco vi mi placenta ni supe qué hicieron con ella.

Estuve dos horas y cuarto donde llevan a los pacientes a despertar de la anestesia; más de dos horas separada de mi bebé. Una vez de vuelta en la habitación, no recibí ninguna información ni apoyo respecto a la lactancia materna. En cambio, recibí la recomendación de dar un biberón con leche de fórmula la primera noche “para que los padres puedan descansar”. Tampoco obtuve ayuda cuando tuve un problema de grietas en el pezón.

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Me gustaría reivindicar un trato más respetuoso hacia la mujer embarazada, parturienta y en lactancia. Sobra decir que los múltiples tactos y exploraciones, además de dolorosos e innecesarios, no favorecen el desarrollo del parto. Por no hablar de las bromas, risas o comentarios fuera de lugar. También se hace necesaria la verdadera información a la mujer, así como la toma de decisión real por su parte.

Me pregunto si es habitual que una paciente sienta dolor físico durante una operación, que además se niegue su dolor, y que encima no se le dé ningún tipo de explicación sobre lo sucedido. También me pregunto por qué no es posible que una mujer esté acompañada y apoyada por su pareja (o la persona de su elección) durante la cesárea, que pueda ver nacer a su bebé y que realice el contacto piel con piel, e incluso la lactancia materna, nada más nacer. Puesto que no hay motivos médicos en contra, ya que éstas son prácticas realizadas en otros hospitales de nuestro país y recomendadas por la OMS, no entiendo por qué no se me facilitaron a mí.

He tardado más de un año en poder ponerme a escribir esta carta, y lo hago ahora por recomendación de la psicóloga a la que estoy acudiendo. Durante meses después de la cesárea, tuve pesadillas. También me asaltaban continuamente los recuerdos tan vívidos como así aún me estuviera pasando y de manera que no podía controlar. He llorado, y no sólo por efecto de las hormonas del posparto; sino por el dolor, físico y emocional, por la frustración, por la impotencia, por la falta de comprensión… Esta experiencia, que podría haber sido la más bonita de mi vida, se convirtió en la peor. Incluso, ha hecho que me cuestione seriamente la posibilidad de tener más hijos, por no volver a pasar nunca más por algo así. Espero, sinceramente, que testimonios como este sirvan para dar una mejor atención a las mujeres en el futuro.

Atentamente,